Sobre cómo morir

Miércoles 26 de noviembre de 2014
El pacto entre el espectador y la muerte de los protagonistas.
Por Sol Pérez y Ariana Harwicz.
El cine gore, la historia del comic, las novelas de terror ya habían transitado ciertas temáticas, pero en series como The Walking Dead, de consumo masivo y vista por la “familia” en el living, se corren los velos y los pactos de visión. En The Walking Dead el espectador de a pie tiene que lidiar con tres fenómenos a la vez: La muerte de figuras claves en la tensión dramática como el antagonista, o el objeto de deseo. La muerte de los personajes entrañables, aquellos con los que uno se había encariñado, los que sostienen posturas éticas de solidaridad y respeto por la vida y aquellos personajes que los pactos previos de visionado habían etiquetado como inmortales, por ejemplo: los niños. Por último la explícita y casi obscena exposición del cadáver. Para entender estos fenómenos, si bien nos apoyaremos en alguna bibliografía, queremos apelar a nuestra historia como espectadoras, porque al margen de los análisis teóricos, es en el cuerpo, en la mente del espectador donde se vive la revolución.
Cuando de niña veía las películas de cowboys la muerte era algo neutro, limpio y quirúrgico, alguien disparaba y otro caía. Disparaban y caían, era casi un baile, una coreografía sabida. Fue en la primera vez que vi El padrino, también de niña, cuando entendí, habían capturado a un hombre, iban a matarlo, él rogaba por su vida, recién en ese momento dije: ese hombre va a morir y fue ahí que no me parecieron tan carismáticos los mafiosos de Coppola. El tema de los niños (nos referimos a las grandes películas de aventuras para todo público no a films europeos metafísicos) tardé un poco más en decodificarlo: las veía y sufría como si la vida del niño realmente estuviera en peligro, fue recién más tarde cuando entendí el código: menos de doce años, son inmortales. Y entonces seguí viendo las películas pero con más displicencia, total, menos de doce, nada serio les ocurre, a la puesta de riesgo siempre sobreviene el alivio. Estos pactos de visionado se cristalizaron, por eso en las telenovelas de los 90, alguien podía caer en una de las tantas trampas, recuerdo que me contaron un capítulo que yo no había visto: “se murieron, ella y él, los dos muertos” me decían. Yo sabía que no, eso no podía ser, ellos estaban protegidos por el pacto. Siempre se nos van a venir excepciones a la cabeza como cuando Migre indignó al país por matar a sus protagonistas en Piel naranja, pero justamente son excepciones, y uno puede oler el tipo de ficciones que las producen. Las ficciones que nos acompañaban en los ochenta, en los noventa, mejores o peores, seguían la lógica de los pactos.
Cuando en la hipnótica V, Invasión Extraterrestre, Daniel, en lo más exagerado de su deseo de poder, les apunta a sus padres que intentaron ponerle un límite, nosotros como espectadores estábamos horrorizados por esta actitud siniestra. Hace unos días estaba reviendo ese capítulo de V, pasó alguien, miro de reojo la tele y dijo un tanto acostumbrada (tenía mucho The Walking Dead encima), ¿mata a los padres? Por supuesto que no, ahora sabemos que en el acto de apuntarles residía toda la transgresión. Entonces ciertas experiencias de visionado no sólo funcionan en la diégesis misma, es decir estar intranquilo por cualquier personaje de The Walking Dead sabiendo que no tiene la vida asegurada, sino que funciona retrospectivamente cambiando nuestra decodificación de ficciones previas.
Si se mira objetivamente el tratamiento que hacen en The Walking Dead de los niños y su pretendida inmortalidad es como una adrenalina al máximo, uno no sabe cuándo va a ser suficiente. Nunca lo es. Aquí los niños mueren, se convierten en cadáveres putrefactos que quieren comerse a los vivos. La primera aparición en la serie es una dulce niña que necesita ayuda, más cliché, imposible, y ahí llega el buen policía que va a ayudarla, hasta ahí, el espectador está en terreno archi conocido, pero el policía descubre con horror que la niña es un pequeño zombi. Y no se quedan ahí, los niños también son psicópatas, asesinos y pueden ser ajusticiados. Lo interesante es que en la temporada actual hay una beba, por ahora, indemne, pero ¿hasta cuándo? ¿Y si deciden sacrificarla, cuál es el próximo paso para saciar la adrenalina?, ¿el vientre materno? ¿Zombis de fetos? ¿Embriones putrefactos? ¿Nacimientos de cadáveres? No se intenta ni nos interesa hacer ninguna valoración moral, solo observamos que se entra en un lógica cuantitativa insaciable, donde después solo queda volver, porque todo sabe a poco.
Se sabe que en el guión hay ciertos roles que tienden a perdurar: el protagonista, el antagonista, el objeto de deseo, sin ellos la trama pierde su tensión. Nos estamos refiriendo siempre a ficciones clásicas que dialogan entre ellas, por eso es tan famosa la escena de Psicosis, las reglas decían que una estrella en un rol protagónico era inmortal y lo revolucionario fue matarla tan pronto en la trama. Sin arruinarle la intriga a nadie diremos que en The Walking Dead no le temen a los roles ni etiquetas, ser parte de una dupla antagónica fuerte sobre la cual se sostiene la trama no le da al personajes ninguna seguridad de continuidad. La historia se reinventa, se dinamita, se desmontan los mecanismos y dispositivos dramáticos que ellos mismos crearon, cortándole la cabeza a un personaje fuerte. Muchas veces eso lo pagan con temporadas más flojas, hasta que vuelven a encontrar el camino.
Otro tema emocional que debe transitar el espectador es que en una serie que funciona como folletín, que le hace compañía a veces durante años, de pronto muera un personaje entrañable. Lo sentimos como un amigo, lo vimos crecer, tenemos recuerdos de ese personaje que coinciden con momentos pasados de nuestra vida, éramos más jóvenes, tal vez nos recibimos preparando un examen y nuestro premio era ver la serie y ahora cinco, seis años después, nuestro amigo muere. Son los nuevos duelos de la ficción. Las nuevas muertes.
En el principio del cine clásico la gente se moría en la cama y con los ojos cerrados, de esa elipsis pudorosa, después de un proceso complejo, se pasa a la explicitación del cuerpo en desintegración. Se lo muestra en el regodeo, ya la muerte no es ausencia, ya no se sublima ni siquiera en la ceniza, en la vuelta a la tierra, la muerte es ahora sólo el estadio de la descomposición. En su libro Una cultura de la fragmentación: pastiche, relato y cuerpo en el cine y la televisión, Vicente Sanchez-Biocca cita el proceso químico seguido por el cadáver:
Louis-Vincent Thomas distingue cuatro fases […] proceso: muerte, cadaverización, putrefacción y mineralización. Quizá resulte interesante constatar que entre todas ellas el cine de terror moderno asienta sus perversiones en el circuito comprendido entre “la cadaverización y la putrefacción”, desinteresándose o relegando a un segundo plano las dos restantes. […] Si la muerte en cuanto fase primera puede leerse como pérdida y, por tanto, no deja rastro, la mineralización representa por su parte un estado digno en la medida en que el cuerpo se convierte en arqueología y se deposita en la memoria y la historia.
De ahí que haya otro enfoque sobre la muerte, que supera, que se distingue, de la mera ausencia. Ahora la muerte es cuerpo.
Siempre existieron las muertes de niños, estamos “habituados” a leer la literatura del siglo XIX, por ejemplo a Dostoievski donde se pliega a la tradición decimonónica donde el sufrimiento de los niños es visto con compasión porque es el sufrimiento de los inocentes. Zola a su modo también, con el hijo pequeño de un minero que muere de enfermedad y hambre en Germinal, o en las películas del neorrealismo italiano, donde en el Limpiabotas o el clásico Ladrón de bicicletas, De Sica nos muestra el sufrimiento de los niños en primer plano, pero allí, tanto como en Zola, la trama se “justifica” en la moraleja que se desprende de la injusticia social. Por fuera del arte de los tiempos de guerra, masacres y genocidios, por fuera de los documentales con pretensión pedagógica, el arte realista y social donde los niños son vistos como víctimas del maltrato inútil de la sociedad y sus vidas son sórdidas y trágicas y no podemos “no amarlos” per se, nuestras experiencias de visionado nos mostraban que ellos estaban protegidos. Ellos y los protagonistas. Nada les podía pasar. Y por ende a nosotros tampoco. Ese pacto de decodificación ha muerto, se ha caído o corrido y con él los velos. El espectador ahora puede adaptarse a los nuevos pactos, reclamar más sangre o pedir clemencia.