La palabra como obra

Viernes 11 de diciembre de 2015
Alrededor de la muestra de la artista visual Ana Gallardo en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, que puede verse hasta el 3 de abril del 2016.
Por Valeria Tentoni.
Fuente: Museo de Arte Moderno
En el Museo de Arte Moderno, en San Telmo, se agotan los lugares para La Menesunda, de Marta Minujín y, a la vez, algo poderoso ocurre en otras dos salas (planta baja y segundo subsuelo): Un lugar para vivir cuando seamos viejos, exposición de los últimos diez años de trabajo de la rosarina Ana Gallardo. Videos, instalaciones, audios, objetos, cartas, vestidos y dibujos se turnan para presentarse en el recorrido.
"Todo mi trabajo tiene que ver con la desesperación por encontrar el afecto. Creo que soy artista por la necesidad de ser querida", dijo a La Nación. El resultado es un sistema ardido: el sedimento de los tráficos de amor y deseo que la artista habilitó o de los que fue testigo, cristalizados en objetos. Cosas que había en el mundo antes de ella y que ella organizó alrededor de un sentido. Cosas que puso en el mundo o hizo que otros pongan, para organizarse alrededor de un sentido. Pero “la emoción es proclamada en desorden”, según Bataille y, como las composiciones involuntarias de las prendas de ropa que se apilan sobre las camas de los muertos antes de repartirlas o donarlas, hay algo de apelotonamiento de capas de conmoción en el avance de los visitantes por las salas destinadas a Gallardo.
La desesperación –ese volcán que regurgita una belleza por momentos intocable, lacerante: una lava que sabrá convertirse más tarde en montaña, en horizonte, y que inclusive se verá, a la distancia, celestial entre la bruma– quizás alcance su pico máximo de expresividad, dentro de este conjunto, en dos obras que están compuestas, básicamente, con palabras dispuestas sobre distintos soportes.
La primera es un pequeño cuaderno que espera sobre una silla. Al abrirlo, la memoria de una menarca, de la revelación del terrible revés de un mundo.
Días atrás, en el ciclo Carne Argentina, la hija de Sara Gallardo, Paula Pico Estrada, contó que su mamá le enseñó a bordar con cuidado, de modo tal que la labor quedase tan prolija de un lado como del otro de la tela. Y que, una vez, la retó por unos breteles viejos diciéndole: “¿Te creés que lo que no se ve tiene permiso para ser feo?” En la obra de esta otra Gallardo, la artista plástica, quedamos de repente, como la narradora, arrojados ante el hiriente mamarracho de cruces y nudos del otro lado de la tela. Una tela que es nada más y nada menos que la infancia.
La memoria (que podría leerse como un poema) está escrita en letra cursiva, dispuesta en medio de la hoja, avanzando sin respetar renglones, que no los hay, como un río. Hoja tras hoja una sola línea continua de palabras. Una y otra pasan y la velocidad está impresa en ese trazo, a mano, sobre el papel, días que se empujan en desorden, un desengaño corrosivo que, sin previo aviso, nos abandona. Quedan muchas hojas en blanco después, es un río que podría avanzar –es un río, el del desencanto, que quizás no pueda en el fondo otra cosa que avanzar.
La segunda de las obras, que se ve en la imagen que tomamos para esta nota de la página del Museo, no es la única que se realizó inscribiendo texto sobre una pared –al ingresar a la sala principal hay un enorme paredón donde se copia la crónica del hallazgo de una carta de amor, el regreso de una sensación de juventud–. Pero esta es, en cambio, la crónica de una repugnancia amorosa.
Cincelada en imprenta mayúscula, ocupando una amplia pared, la historia de cómo Gallardo quedó al cuidado de una mujer mayor en un geriátrico de ex-prostitutas mexicanas. De cuando la alimentó, la acarició, la cuidó, la lavó, la durmió, en medio del espanto. Había intentado concertar con la directora de la institución permiso para trabajar retratos de esas mujeres, pero después de ignorarla y entretenerla con esperas le dijo que podía hacerlo solo si trabajaba, a cambio, para ellos. Y se le designó esa mujer, que luego veremos en un video, en un parque, recibiendo caricias en las manos.
Como muchos otros, entre ellos Joe Brainard, Jenny Holzer, Barbara Kruger, Mariela Scafati, Tracey Emin, como el Matt Siber que cita Kenneth Goldsmith antes de decir “hoy en día todo el mundo boxea en la sombra, a solas, con el lenguaje”, las palabras que Gallardo expone son, además de lo que dicen, la silueta con que se hacen ver: cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa, y los modos en que supuran estas otras cosas, aquí, se aprovechan de su materialidad, de su constitución física. Reclaman esa dimensión para completar su sentido.
La potencia y la brutalidad de esas palabras grandes, arrancadas de la realidad y puestas ahí sin adornos, sin metáforas ni suavizaciones de ningún tipo, agujereadas en la pared, parecen el efecto de una operación imposible: como si las cosas que vio y sintió Gallardo en esa experiencia cruenta y total hubiesen tomado carrera a distancia y se hubiesen estrellado contra la pared, agrietándola en forma de letras. Convertidas, de ese modo, en cunetas en las que recibir el diluvio de los que se pongan delante.
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