Pedro Mairal y sus tres libros

Jueves 04 de diciembre de 2014
Recuperamos una vieja entrevista pública que Alejandra Laurencich le hizo a Pedro Mairal en la librería.
En abril de 2008, Alejandra Laurencich entrevistó a Pedro Mairal en el marco del ciclo “Un autor y sus tres libros”, que organizaba en la librería. Cada invitado, además de recorrer su obra, tenía que hablar de tres libros significativos: Mairal eligió un libro de cuentos de Cortázar, Una excursión a los indios ranqueles y la antología poética de Giannuzzi. Aquí recuperamos aquel encuentro.
Alejandra Laurencich: Gracias a la librería, gracias a Pedro por venir. En este ciclo se trata de encontrar al lector dentro del autor. Voy a empezar leyendo algo que preparé sobre Pedro para los que todavía no lo conocen —creo que quizás sean muy pocos. Pedro Mairal nació en Buenos Aires en 1970, no se gasten en hacer cálculos: tiene 37 años aunque parezca de 26. Saltó al estrellato literario cuando su novela Una noche con Sabrina Love ganó el primer concurso de novela, que organizaba Clarín, en el año 1998. Después esa novela fue llevada al cine con Cecilia Roth y no me acuerdo quién más. Para escapar del ruido y la exposición mediática, Mairal hizo lo que cualquier otro en su lugar se hubiese olvidado de hacer: seguir escribiendo. Cito las palabras de Mairal: «Me refugié escribiendo una especie de diarios personales falsos, porque no eran cosas que me pasaban a mí, sino cosas que se me ocurrían, pequeñas historias sobre las que pensaba “esto no se lo muestro a nadie”. Eso me sirvió para recuperar un silencio de escritura, que me parece que uno necesita.» Algo que me parece fantástico. Escribió poesía y sacó el libro de cuentos Hoy temprano. Mairal es un gran cuentista. Si me lo quieren discutir, lean el cuento que le da título al libro o “Los héroes”, el de los chicos que tienen un accidente. Cuentos formidables realmente. En enero de 2003 comenzó a escribir la novela El año del desierto que publicó Interzona en 2005; es esta que tengo acá. Es una novela estremecedora. Recibió muy buenas críticas que lo consagraron como el escritorazo que es. A propósito de El año del desierto, les recomiendo un artículo, una especie de reseña-artículo-miniensayo, que escribió Elsa Drucaroff en El interpretador, en el que toma la novela de Pedro y hace una especie de estudio de la narrativa argentina actual. La novela cuenta un proceso de desintegración, que va dejando aparecer al ser humano sin ningún tipo de refugio o filtro frente a la intemperie. Algo que plantea el libro, como que empieza a darse en el interior, la intemperie va tomando toda la geografía y va llegando a la Ciudad de Buenos Aires, donde está la protagonista.
Pedro Mairal: Como el humo, ahora. [Risas; en aquel momento Buenos Aires estaba cubierta por el humo del incendio de pastizales en la provincia.]
—Te juro que cuando estos días aparecía el humo pensaba en la intemperie, digo “llega la intemperie”.
—Puede haber barrios que no van a estar más.
—Para hablar de ella uso una imagen sencilla que es como si a una mesa se le fuera quitando todo: los platos, los vasos, la comida, luego el mantel, el barniz, las capas de pintura y finalmente encontrábamos la mesa de madera pelada, sin nada que pudiera acercarla a más que esa definición. Es una mesa. Así es como Mairal va mostrando a su personaje, que comienza siendo una secretaria en una empresa céntrica, para terminar en un desierto casi metafísico, cautiva de malones, hordas salvajes. En este proceso de desintegración va apareciendo el ser humano. Despojado de todo lo que lo rodea, de todo lo que lo arma, va apareciendo el ser humano enfrentado a la miseria, a la naturaleza, la necesidad de subsistir. Podríamos seguir hablando horas de esta novela, pero es mejor que empecemos con la charla sobre los libros. Entonces, para finalizar la introducción, les comento que el último libro que publicó Pedro, es una novela a la que la crítica la calificó como una vuelta a lo íntimo, a un estilo despojado. Es esta, Salvatierra. ¿Querés contar un poquito vos de qué se trata Salvatierra, así no hablo todo el tiempo?
—Buenas noches a todos. Gracias, Alejandra, por esta presentación. Salvatierra es una novela corta. Es básicamente sobre un pintor de provincia, entrerriano, que pinta un cuadro infinito, una tela que no tiene borde, que va haciendo como unos rollos constantes de pintura desde los 20 años hasta casi los ochenta, que es cuando se muere. La novela empieza cuando ya se murió. Los hijos heredan un galpón lleno de estos rollos de pintura y no saben qué hacer. Uno de los hijos descubre que le falta un rollo –era un año por rollo. Falta un rollo, falta un año. El libro está contado desde el cuadro, podemos decir, a partir de que el hijo empieza a desplegar todos esos rollos de algún modo empieza a desplegar todo el pasado y la historia de esta familia, de ese pueblo. Traté de que hubiera un carácter fluvial, que el cuadro mismo fuera como un río que fluye. Esa es, más o menos, la sinopsis del libro.
—Me gustaría que Pedro nos describiera a Pedro Mairal como personaje. Podés usar la técnica de Maradona: viste que dice “Maradona hace tal cosa”. Podés usar la tercera persona si te resulta más fácil. Qué cosas no podrían faltar si lo armaras como personaje.
—Es raro pensar eso porque uno se está usando todo el tiempo como personaje en las cosas que escribe. Pero transformado. Uno usa parte de la experiencia y la falsea y la convierte en otra cosa o exagera, o… Uno escribe no sólo desde lo que te pasó, sino desde lo que no te pasó: lo que no te pasó, lo que te podría haber pasado, lo que casi te pasa, lo que tuviste miedo de que pasara, deseabas que te pasara y no te pasó. Lo autobiográfico no es solamente lo que el derecho penal toma “¿Qué pasó? Lo hizo o no lo hizo”. La literatura toma justamente, toda la periferia de los actos.
—Yo me uso mucho como personaje, pero si tuviera que haber un personaje sobre no me gustaría verlo.
—Tampoco tengo cosas muy secretas. Qué sé yo, por ejemplo hablo solo cuando estoy en casa. Soy bastante tímido de las puertas de casa para afuera, necesito pasar bastantes horas por día solo, y tengo como una especie de corso a contramano. Me divierto, nunca me aburro. Yo hoy lo veía a mi hijo de seis años haciendo caras en el espejo. Yo también, ahora a los treinta y siete, todavía cuando subo solo en el ascensor hago caras en espejo. ¿A alguien le pasa eso? ¿Caras raras, caras de mono, caras extrañas? [Risas]. En general, los personajes en el cine cuando suben en el ascensor no hacen caras. Están preocupados o se acomodan la corbata. Sería bastante aburrido como personaje porque tendría que ser como una especie de monólogo, una voz en off. Pienso cosas, pienso que me preguntan cosas. Ayer estaba pensando qué me ibas a preguntar y la semana que viene voy a seguir como corrigiendo respuestas de cosas que me preguntes ahora. Voy a pensar “tendría que haber dicho esto”. [Risas] Hay veces que la paso bien con eso y de pronto robo algo que está bien formulado: robo y lo escribo. Me sorprendo haciendo eso. A veces es una tortura como de neurótico insomne. No puedo dormir porque estoy criticándome a mí mismo.
—No es tan anormal, ¿eh? Te voy a dejar mucho más tranquilo: yo leí algo tuyo que decía que los neuróticos piensan lo que van a hacer al otro día y se preocupan de antemano porque no van a llegar y qué sé yo, y pensaba “Me está describiendo a mí, me está describiendo a mí”. Agregaría a lo que dijiste el tema de los viajes. Si tuviera que describir al Mairal que imagino, incluiría el tema de los viajes, que te ayudan o te dan material. Cuando leo en los blogs, y en general en los libros, hay mucha relación con los viajes y con lo que se ve a través de la ventanilla, y todo eso. Eso me parece que tiene mucho que ver. Fotógrafo también, ¿no? Hacer una especie de collage.
—Puede ser, me gusta mucho la fotografía.
—¿Se leía en tu casa? ¿Se hablaba de libros? ¿Cómo era el hogar de Pedrito Mairal?
—En casa había una buena biblioteca. Me acuerdo de haber leído por primera vez poesía en una edición de Los versos del Capitán de Neruda toda rota. Yo pasé de hacer letras de canciones a leer poesía. Esa escritura en columna. No me asustó la disposición tipográfica extraña de la poesía, creo que gracias a haber pasado a escribir canciones –que nunca me salió, por supuesto. Estaban Los versos del Capitán, que es un libro muy erótico, con muchos pasajes bastante sexuales, y era una edad que estaba con mucha curiosidad sobre el sexo.
—¿Doce?
—¡No! ¡Qué doce! Mucho más tarde. Era tardísimo, pero yo siempre fui así. Después había buenos libros. Estaba el tomo verde de las Obras Completas de Borges. No lo pude traer hoy porque, de hecho, sigue en la casa de mis padres. Después compré los tres tomos que salen por Emecé, pero ese tomo verde, para mí fue importantísimo. Había muchos libros, había muchas cosas. Había muchos libros de arte. Muchísimos libros de arte que mis padres se regalaron durante toda su vida entre sí. Libros de fotografía… Uno es abogado y la otra era asistente social, pero en toda su vida se regalaron libros de arte. Con dedicatorias muy lindas, además. Yo empecé a mirar esos libros sobre fotografía, sobre cuadros. Había una colección que se llamaba La pinacoteca de los genios, que eran unos fascículos de distintos pintores. No era sólo una cuestión de lectura, eran también libros para mirar.
—¿Cómo aprendiste a leer? ¿Cuándo descubriste el placer de leer? ¿Cómo fue el descubrimiento del placer de leer?
—No me lo acuerdo como un momento preciso, pero me acuerdo de unas vacaciones en Pinamar, que empezaba a leer cosas. Leí un libro que se llamaba Mancha y Gato que era sobre Aimé Tschiffely, un suizo loco que se fue con dos caballos desde Buenos Aires hasta New York. Y cuenta todos los diarios desde ese viaje. El primer libro largo que leí.
—¿A qué edad?
—Doce, trece años. Después, me acuerdo mucho en la facultad. Empecé Medicina, pero no me gustaba y no me animaba a decirlo en mi casa. Iba a la facultad, pero disimulaba: iba al bar. Iba al bar de Ciudad Universitaria y me llevaba libros. Me llevé este tomo de los cuentos de Cortázar. Me lo leí todo. Me acuerdo mucho del placer de estar leyendo ahí. Toda la mañana, toda la mañana para disimular que estudiaba. Y ahí también me llevé ese tomo de Borges. Este libro, en realidad, es de la tía abuela de un amigo, que es poeta. Se lo robé: me lo prestó y se murió. [Risas] No había forma de devolverlo. Le sugerí a mi amigo si lo quería de vuelta y él no sabía muy bien, y yo no dije nada. Así que este libro es semi robado. No robado del todo, pero semi robado. Me acuerdo de estar leyendo estos cuentos de Cortázar como “La noche boca arriba” o “Continuidad de los parques”, “El axolotl”. Todos estos cuentos donde el personaje o el lector pasan como de un lado A a un lado B. Y me acuerdo de buscar cómo hace estos trucos de magia: leía un poco como los chicos cuando desarman un juguete, que quieren ver cómo está hecho. Empecé a ver que, por ejemplo, en “La noche boca arriba”, que un motociclista tiene un accidente y en el hospital sueña –lo conocen, ¿no?– que es una especie de azteca que lo están por sacrificar. Y el punto en común que tienen las dos situaciones es la noche boca arriba. Tanto el accidentado como el azteca que está por morir, están boca arriba. En una cama o atados. Empecé a ver qué cosas había del lado A en el lado B y viceversa. Qué había del motociclista en el sueño del azteca y qué cosas del azteca había en la vida del motociclista. Veía que había unos vasos comunicantes. Es todo palabras. Un juego de palabras y Cortázar lo hace muy sutilmente. Pero lo que hace muy bien es que, cuando llega este lado B, vos lo tomás con toda naturalidad.
—Ya estás instalado.
—Sí, porque ya estaban escondidos esos truquitos, para que aparezcan del otro lado. Me lo acuerdo como una época de mucho placer de lectura.
—Vos mencionabas a la tía de un amigo, pero ¿hubo alguien de tu familia o algún amigo, con el que hayas tenido esas ganas de seguirle el camino? Porque vos lo que estás contando es, más o menos a partir, de los doce, pero antes de eso, en la primera infancia, ¿recordás algo que te haya comunicado con los libros, la lectura?
—En general, soy bastante desconfiado. A mí me regalan un libro o me recomiendan mucho un libro y no lo leo. Me parece que el encuentro de uno con los libros es muy personal y se da en un momento particular. Me acuerdo de este libro, que tiene una dedicatoria de mi abuelo, dice “Para la biblioteca de Pedro, de Ernesto, marzo de 1984”. Este libro estuvo en mi biblioteca sin leer hasta el 2002. No sé cuánto: 18 años. ¡18 años! Mi abuelo me lo regaló con todo amor, y yo lo leí dieciocho años después. Me acuerdo que me decía “Leíste Juvenilia?” Y yo le decía: “No”. “¿Y vos qué leés, la parte de atrás de las figuritas?”
—Tu abuelo era lector.
—Sí era lector, era muy lector. Era traductor de italiano, un tipo que se hizo a sí mismo. Era profesor de italiano. Él me recomendó este libro, me lo regaló. –En realidad son dos tomos, pero traje este solo–. Y eso me hace pensar un poco que los libros te esperan. Se suele pensar cuántos libros vendió un autor. La gente dice se vendieron 3000 ejemplares, 3000 lectores. Menos: este estuvo en mi biblioteca y debió haber aguantado como siete mudanzas sin leer. Yo lo agarro y lo empiezo a leer, el libro este me esperó a mí.
[Intervención del público]: ¿Qué libro es?
PM: Es Una excursión a los indios ranqueles. En realidad fui muy solo haciendo mis lecturas. Después en el taller de Félix della Paolera, cuando empecé a ir un taller literario, en el año ’90, sí había unas sugerencias de lecturas. Ahí empecé a hacer mucho caso, a mi paso –y además leo muy despacio–. Además, funciona mejor la lectura clandestina. Leer lo que se supone que no tenés que leer. Para los chicos, ¿no? Yo creo que a los chicos hay que decirles “Bueno, acá hay unos libros que los chicos no pueden leer” Y ahí tenés que meterle Borges. Porque cuando descubrís en un momento de tu vida esto, este gesto [Simula esconderse tras un libro], acá estoy escondido y estoy en una relación totalmente personal con lo que puso el autor acá, nadie me jode. Es una cuestión muy íntima. Tu cerebro, tu mundo personal. Es bueno que los chicos descubran eso. Pero que lo descubran, no que sea una imposición. Por eso en general no funciona la materia Lengua y Literatura. Son imposiciones: los chicos leen todo como si fuera un plomo. Funciona cuando es una cosa medio clandestina. Cuando es una cosa que vos hacés de un modo medio oblicuo, a escondidas. Como diciendo acá no se mete nadie.
—La otra vez estábamos hablamos de eso con Kohan acá. Él también leyó libros en forma clandestina: eran los que más le gustaban, los que estaban en el estante más alto.
—En casa había uno que era para padres, era sobre el matrimonio, y era un libro gris así como si fuera de esos que están ahí [Señala una biblioteca del café, lleno de libros de cubiertas grises] que estaba bien alto, metido en uno de los placares de casa. Para mí era fascinante sacarlo y empezar a leer los capítulos de la reproducción sexual. Era fascinante porque lo tenía que hacer a escondidas. Realmente todo eso genera más entusiasmo que si te dan a leer algo y te dicen “Esto es buenísimo”.
—¿Cuál fue la primera biblioteca que te deslumbró? Vos decís que en tu casa había una buena biblioteca, pero ¿hay alguna que te haya impactado?
—Sí, la biblioteca de Félix della Paolera, me impactaba mucho. Tiene primeras ediciones, cosas de Borges, de la colección de Sur. Libros que compró en San Francisco justo cuando estaba la Generación Beat. Esa biblioteca me impresionó mucho, sobre todo porque era una biblioteca con mucha poesía. Esa fue una cosa que yo empecé a hacer: en un momento compraba libros de poesía. Incluso compraba libros de poesía de gente que no conocía, cosa que es rara. Los libros de poesía van los compran los familiares de los poetas, ¿no? [Risas] Las tías van y compran los libros de poesía. Lo digo por experiencia propia, por tener un par de libros de poemas.
—Decí los títulos.
—Tengo uno que se llama Consumidor final y el otro se llama Tigre como los pájaros. Más o menos te enterás de quién lo compra, porque la gente después te encuentra y te dice “Che, compré tu libro”.
[Un asistente pregunta si pagó las ediciones de su bolsillo]
—El primer libro de poemas empezó siendo un carpetita, le iba agregando poemas nuevos, le sacaba poemas viejos. Cambió de título, incluso. Hice algunos libros impresos en la computadora, los cocí, les hice el lomo, les hice una tapa. Creo que pude hacer cinco no más. Pero para mí fue muy importante eso.
—¿A quién se los diste?
—A alguna ex novia que lo debe haber tirado Río de la Plata. Creo que mi hermana tiene otro. Yo no tengo ninguno: los regalaba. Después gané una mención en el concurso Fortabat de Poesía, que era justo la plata para sacar el libro. Para pagar la edición. Pero me estoy yendo de la pregunta. ¿Cuál era la pregunta?
—No me acuerdo… Si había una biblioteca que te haya impactado.
—Ah, sí. La de della Paolera.
—¿Tuviste o tenés envidia de algún lector?
—¿Qué es eso? No es que no sea un tipo envidioso, pero ¿cómo sería tener envidia de un lector?
—Cuando era chica me daba envidia mi hermano como lector porque leía libros complicados que después explicaba con tanta facilidad. También me daba envidia ver, a los cinco años, a mi papá con El Gráfico y decir “Mi papá puede leer esto”. Veía las letritas y no las entendía y decía “Cómo puede ser que entiendan lo que dice acá”. Trataba de esforzarme, ponerme en foco. Pensaba que era algo que me iba a atravesar, sin entender que a partir de una técnica se aprende a leer. Me daban envidia todos los lectores hasta que aprendí a leer. Ahora, por ejemplo, envidio a la gente que puede leer por semana libros de ensayos, de filosofía, y los puede incorporar a su quehacer diario. A mí me lleva más tiempo leer este tipo de libros y tengo que desmenuzarlo, que procesarlo… Bueno, se ve que estas preguntas son muy personales. ¿Cuál fue el primer libro que quisiste tener o que fuiste a comprar? El libro en el que intervino tu voluntad de tenerlo.
—Antes de contestarte esto, me hiciste acordar que no tengo sensación de no haber sabido leer. No me acuerdo de eso. Tengo dos hermanas más grandes que me usaban de muñeco, de hámster de pruebas para muchas cosas. Me usaban para jugar a la maestra y se ve que me enseñaron a leer muy temprano. Mamá contaba que la citaron en primer grado, y la maestra le mostró una notita que había escrito yo, que decía “Kirida señorita” –con K– “Yo en su clase me burro como un opio”. [Risas]. Parece que hubo problemas con eso. A los tres años ya era un vago total. Pero no tengo recuerdo de… —tu recuerdo me da un poco de envidia [Risas]— … mirar un texto y no entender. Bueno, te pasa un poco con los textos en alemán, en idiomas que no manejás, chino.
—Japonés.
—El primer libro que me acuerdo de haber comprado… Bueno, no es el primero, pero acá hay un libro de poemas de Giannuzzi. Una antología que sacó cuando estaba vivo. Giannuzzi era un poeta argentino que recomiendo muchísimo. Lo tengo dedicado por él, con una letra muy floja, porque estaba viejito: “A Pedro, con el afecto de Joaquín”. Se lo hice firmar mucho tiempo después de haberlo comprado. Giannuzzi estaba viejo, estaba todo el día en pantuflas, en su casa, muy gruñón, pero el tipo recibía a los poetas de 20 años y los leía. Te recibía en su casa, te comentaba cosas. Tenía una juventud total, era mucho más jóvenes que nosotros. Era de una generosidad impresionante. Yo veo que, en general, los autores se van poniendo cada vez más cerrados, pero él tenía una especie de apertura poética, una actitud mental muy poética que era increíble. Yo tenía una poesía con un imaginario natural. De escribir sobre la luna, las estaciones. Escribir sobre el amor, pero vinculado con los astros, un amor astral o la mujer tierra, toda esas metáforas, la noche, las estrellas. Y de pronto me empecé a dar cuenta, cuando me casé, empecé a pagar impuestos, a trabajar, que todo ese mundo poético, todo ese imaginario no servía para contar lo que me pasaba. Fue como una crisis fuerte para mí. De pronto sentí que mi poesía no tenía nada que ver con mi vida. Y empecé a preguntarme cómo se escribe. ¿Cómo hago para escribir? Lo que tiene Giannuzzi es que es un poeta muy urbano, es un poeta que tiene poemas de departamento, por decirle así. Esa sensación de cuando suena el teléfono a las tres de la mañana o cuando escuchás balazos. Tu relación con eso. O la experiencia de ver televisión: hay un poema de Giannuzzi que él está sentado, aplastado en el sillón y ve en los Juegos Olímpicos a una de estas gimnastas que hacen gimnasia rítmica, y la ve como una especie de pajarito, como que no tiene gravedad, que vuela, lo más etéreo que puede ser un ser humano, lo más estético. Y él está, como dice, con “mi pesada osamenta intelectual”. Genera un contraste, se hace un poema maravilloso. Entonces, me empecé a dar cuenta de que se podía hacer poesía con esta vida mediocre que uno lleva. Tomar el colectivo, viajar en subte, ver televisión, subir al ascensor, ir al supermercado. Hay poesía en eso, no hay que… Por lo menos a mí no me hizo falta remontarme a la poesía nerudiana. Esa adaptación obviamente fue difícil, fue como una búsqueda personal. Y eso, en gran parte es gracias a haber comprado este libro de poemas. Ahora no voy tan a menudo, pero antes iba a las librerías y preguntaba “¿Tienen poesía?”, y siempre te dicen “Atrás del baño, en el sótano”. Pero bueno, acá por ejemplo hay toda una sección de poesía, en la librería Norte también hay una sección de poesía enorme que la hacía Yanover, ahora la hija, Deborah, también la conserva. Y además son poemas que te dejan con tortícolis, ¿no?, porque tienen todos los títulos así, finitos, y los lomos son finitos, los títulos están en vertical. Y tenés que revolver, algunos no tienen ni títulos en el lomo. Pero este es uno de los primeros libros que compré en mi vida.
—A mí me pasó algo parecido hace poco con el tema de la enfermedad. Hace un par de años mi papá tuvo un A.C.V. y recurrí a una autora que se llama Sharon Olds, que tiene un libro que se llama El Padre que es toda la enfermedad del viejo, toda la decrepitud, todo el tema del hospital. Y me impactó, porque dije “¡Se puede hacer poesía con esto!”.
¿Disfrutás de leerle a alguien? ¿Recordás lecturas compartidas que hayan tenido un clima especial?
—Sí, me gusta mucho leer cuando me invitan a las lecturas. Leer un cuento, o leer poemas, me gusta mucho. He ido a los lugares más raros del planeta, lecturas donde sólo estábamos los que leíamos. Me acuerdo una lectura el 19 de diciembre, el 20 o el 21. Por supuesto no había nadie, estábamos los invitados, nada más. O sótanos en San Telmo, así como muy húmedos. Lugares bastante raros. Pero siempre pasa algo bueno, siempre hay una comunicación. Siempre vale la pena. De verdad lo digo. Nunca decís “¡Uy, Para qué vine hasta acá!”. Siempre pasa algo, porque además me gusta mucho ir a escuchar. Las lecturas generan mucha ansiedad. Los lectores están así [tiembla], “cuándo me toca, cuándo termina este plomo”.
— “Ahora van a ver”.
— “Ahora van a ver con qué les doy”. Aprendí: hay que ir y bajar un cambio y escuchar lo que están diciendo los demás. No digo que me salga siempre, a veces también estoy diciendo “Bueno, che, ¡este plomo!”. En el Rojas, en los ’90, había un ciclo de lecturas que se llamaba “La voz del erizo” que lo hacía Delfina Muschietti. Yo iba a leer ahí, fui dos o tres veces. Y no pertenecía a la generación del ’90: la generación del ’90, en poesía, era otra cosa. Yo siempre fui un tipo muy anacrónico. Digamos, tenía una poesía más antigua. Pero me gustaba ir y escuchar. Me acuerdo de haber escuchado a Cucurto leyendo poemas de Zelarrayán, me acuerdo de haberlo escuchado a Llach. Me gustó mucho escucharlo a Fabián Casas, no me acuerdo bien en dónde. Casas creo que estaba en ese momento publicando El Salmón, es un libro que les recomiendo. Me gusta mucho El Salmón de Casas. Ahora está reeditado por Mansalva. Para mí, es el mejor libro de poesía de los ’90. Pero sí, disfruto mucho las lecturas.
—Eso que describís sobre lo que provoca la poesía, sucede con la literatura, ¿no? Donde hay literatura. A veces a mí me pasa que voy a un lugar chiquito donde leen dos o tres, y vos decís “Bueno, esto va a ser un plomo” y alguien empieza a leer y lee algo que tiene literatura y se transforma el lugar. Te olvidás de lo que hay alrededor. Te olvidás si es un lugar feo o antiestético. Te olvidás si tenés hambre. Te olvidás en la literatura, ya sea poesía, narrativa. Transforma todo.
¿Cómo fue tu formación? Decís que ibas a estudiar Medicina y ya eras un lector. Pero no escribías. ¿O sí? ¿Cómo fue tu formación como escritor?
—Bueno, empecé haciendo letras de canciones para tocar en la guitarra –sigo tocando la guitarra pero muy mal–. Y eso me permitió ir haciendo unas… cayó la parte musical y quedaron textos en columnas, principios de poemas, o protopoemas. Y empecé a leer cositas. Como soy bastante vago, empecé a leer las Obras Completas de Borges: leía los textos cortos, los poemas muy cortos. Después me fui animando a los textos más largos. Después me fui animando yo con unos cuentitos, unas prosas medio poéticas. Ahí, sentado en el bar de la facultad de Ciudad Universitaria, donde se ve un camalotal, se ve el río y pasan unas ratas gigantes que parecen como carpinchos. Yo me sentaba ahí y empezaba a escribir unas cositas, muy de a poco. Muy extraviado, perdido. Después fui al taller de Félix della Paolera, y empecé a hacer unos cuentos en base a consignas. Della Paolera es un tipo que no se entromete para nada, te deja ir, equivocándote todo lo que necesites que equivocarte. Que vayas desarrollando tu propio estilo. Después se destapó la olla en mi casa de que yo no estaba yendo a Medicina, y se armó un quilombo enorme. Hice un bolso para fugarme, pero nunca me fugué. Pero hice el bolso. Con una especie de imaginario de campamento, puse un mug enlozado. Ese mug enlozado, ese vasito enlozado, el jarrito, no sé qué me imaginaba, que iba a tomar mate cocido con los cirujas. [Risas]
—Como la protagonista de El año del desierto.
—Me creía un sobreviviente. No me fui. Y después empecé a sugerir que quería estudiar letras y hubo una especie de conmoción. En esa época estaban dando La sociedad de los poetas muertos. ¿Se acuerdan de la película? Hay un chico que se suicida porque no lo dejan estudiar teatro. Entonces los mandé a mis viejos a verla. [Risas]. Una psicopateada muy fuerte, pero volvieron bastante pálidos, diciendo que yo tenía que estudiar lo que quería estudiar [risas y aplausos]. De hecho mi padre me dijo “Mirá, mi padre me hubiera dicho que esa es una carrera para mujeres, pero yo no te lo digo”. [Risas]. Después entré en Letras en El Salvador, porque no quería de vuelta entrar al Ciclo Básico. Una universidad católica donde de pronto pasábamos de García Márquez y hablar de Remedios la bella que subía al Cielo y en la hora siguiente hablábamos en Teología del sexo de los ángeles. Era increíble, Teología para mí era mejor que García Márquez. [Risas] Y yo, que nunca fui muy creyente, como que la discusión teórica sobre la Fe y demás me reforzó mucho un agnosticismo. Me volví totalmente agnóstico, pero con mucha más firmeza. La universidad católica me permitió defender mi agnosticismo, mis dudas. Y me convirtió en un buen lector. La verdad que la carrera de Letras me convirtió en un buen lector. Más experimentado. Primero, te hacen leer cosas que por ahí no leés solo, como la Ilíada y la Odisea, cosas así. Y después que creo que te convierte en un lector que ves más los guiños y todas las cosas que está haciendo el escritor en un texto. Te convierte en un lector menos ingenuo. No digo que no se pueda hacer de un modo autodidacta. No creo que haga falta estudiar Letras para escribir. A mí me sirvió para completarme un poco como lector. Puede ser que toda esa lectura decante en la escritura. Pero yo vi mucha gente a la que la carrera de letras le quemó la vocación literaria, porque le generó una auto exigencia tan grande que el día que vos te das cuenta que no sos ni Shakespeare ni Dostoievski, si no que sos vos, bueno te pega muy fuerte. Tenés que seguir escribiendo a pesar de eso. Seguir creyendo que vas a escribir tus cositas, te vas a ir mostrando… Pero mucha gente que de pronto tenía una gran ambición, se pegó una desilusión enorme. No porque no hayan podido seguir, sino porque simplemente se miraron en contraste con esos grandes monstruos de la literatura y no pudieron.
—La comparación.
—La comparación, sí. Esa fue un poco mi formación. Esos cuentos que empecé escribiendo en el taller. En la Facultad ya escondí bastante mi escritura. Después empecé a meterme en una revista que había en la facultad, pero no exhibía mucho. Además no te piden que escribas en la facultad: te piden unas monografías que son como una especie de lenguaje que medio vacuo.
—¿Qué lugares tenés para leer? ¿Hay algún lugar en tu casa o fuera de tu casa? ¿En los micros?
—El lugar que más me gusta para leer, ahora me doy cuenta es una sala de espera, y me llevé un libro en la mochila y no hay televisión. De golpe no hay nada ahí, y tengo mi libro y una especie de excusa para estar leyendo esto.
—Que nadie moleste.
—Sí, que nadie moleste. Casi que estoy pensando “que no me llamen, que no me toque mi turno”.
[Intervención del público]: Te autoriza.
—Sí, te autoriza, ¿no? Me parece que pasa eso, porque si no a veces es como que leyendo estás quitándole el tiempo a otra cosa. En cambio ahí no. Digamos, si no hago esto me quedo dormido. La sala de espera me gusta mucho. Después leo en cualquier lado. Pero leo muy salteado, muy cortado. Desarrollé una cosa –que le debe pasar a todo el mundo–, que leo hasta la página 30, hago cosas, pasa una semana y cuando retomo me acuerdo perfectamente dónde quedó. Me acuerdo de todos los personajes, el ambiente, cómo venía. Me meto de nuevo muy rápido en la historia.
—A mí, depende del libro. Hay libros que los dejo exactamente en el mismo renglón, lo tomo y sigo. Me ha pasado, por ejemplo, con los primeros libros de Saramago, no sé por qué. Los dejaba, abría y decía “hasta acá” y los seguía. Como vos decís, me acordaba exactamente. Pero hay otros que cuando los abro, digo “de qué está hablando este”, tengo que rebobinar, ver qué pasaba, depende el libro. Hay algunos que son como más pregnantes, ¿no? ¿Y cuál fue el lugar más incómodo en el que leíste?
—No me acuerdo. No tengo ninguna experiencia traumática de lectura.
—Te cuento la de Kohan: en el medio de un entretiempo de un partido de fútbol. Estaba leyendo un libro, lo abrió así apuradito y se dio cuenta de que no era el lugar. [Risas]. ¿Cuál fue el libro que recordás que te haya marcado de manera decisiva? O que haya sido como una partición de aguas.
—Retomando un poco la pregunta anterior, me hiciste acordar que en una época trabajé de corrector en una agencia de publicidad. Y no había nada que hacer: me traían un texto por día, dos textos por días y yo tenía que revisar y ver que no estuviera mal escrito. Yo leía mucho por abajo de la mesa. Me acuerdo de haber tenido un libro que decía “taller literario”. Y viene un tipo y dice “¿Taller? Mecánica no se aprende con un libro, pibe” [Risas] Un libro que haya sido como que partió aguas. A ver si traje alguno. [Busca entre la pila de libros]. Ah, bueno, acá está The catcher in the rye. ¿Cómo se llama? El cazador oculto. Hay otra traducción: El guardián en el centeno. Este libro me hizo mucha compañía en esa edad adolescente donde sos medio ladino y hippie. Todo te parece como falso, trucho, todo te parece careta. Y este es un libro sobre eso. Es un chico que lo echaron del colegio, de la secundaria. Y todo le parece careta, falso. Es buenísimo el tono. Y fue uno de los primeros que pude leer bien en inglés, sin necesitar un diccionario al lado. Fue importante ese libro. Y acá están estos poemas de Borges. Es una edición del ’62. Me di cuenta de que Borges los corrigió todos. Esta es la versión que Borges, en ese tomo verde grande, que se editó a partir de los ‘70, corrigió sus primeros tres libros de poemas, que son Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente y Cuaderno San Martín. Él incluso en el prólogo del dice “no he reescrito este libro”. Pero casi. Entonces me senté con un lápiz y los dos libros e hice todas las correcciones que hizo Borges sobre los poemas, para ver cómo los corrigió. Qué sacó, qué cosas cambió. Por ejemplo, acá dice “por tanta certidumbre de anulación” y él puso algo del polvo. Lo que hizo fue hablar de cosas mucho más concretas. Pasó de cosas abstractas a concretas. En vez de la anulación que es una palabra abstracta, habla de algo que quedó hecho polvo. Eso me pareció muy interesante: ver cómo corregían los escritores. También vi que hay algunos libros sobre las correcciones de escritores. Por ejemplo, en Don Segundo Sombra se conservan correcciones que hizo Güiraldes. En un momento dice “ensillé contento mi caballo”. Tachó y puso: “ensillé silbando mi caballo”. Este tipo de cosas a mí me deslumbraron mucho, porque me di cuenta de que lo que tiene de efectivo: si vos ponés “ensillé contento”, el lector de algún modo tiene que creer que vos estabas contento. Pero si vos ponés “ensillé silbando mi caballo”, se entiende que estás contento. Está esa cosa de mostrar sin explicar. El lector es el que saca la conclusión que estás contento. Eso me parece efectivo. Es lo que los americanos llaman el “show not tell”, mostrar sin explicar. Este tipo de correcciones. Por eso digo que para mí este libro [señala el de Borges] fue importante. Hay gente que se agarra la cabeza de que yo lo haya rayado todo, pero para mí hacer este ejercicio fue una lección. Como enseñarme a mí mismo algo.
—Es fabuloso lo que decís, investigar en el trabajo de grandes escritores. Porque descubrís cosas que sirven.
—Y además ver que no es que escribían bien del día uno. ¡Los tipos corregían! Eso te tranquiliza un poco. Hay poemas de Borges que el tipo corrigió mucho. Y decís, bueno, yo también puedo mejorar las cosas que escribo. Vale la pena corregir, vale la pena revisar. Mientras no te pongas muy obsesivo. Podés enseñarte a vos mismo, podés mejorar. Esta idea que dicen “Fulanito escribe bien”, como que nació escribiendo bien. Es un poco escolar: las maestras decían “este escribe muy bien”. Composición “La vaca”, y alguien se sentaba y escribía muy bien. Y la verdad es que la escritura es un proceso muy desprolijo. Es un proceso de aprendizaje, incluso la escritura de un mismo texto. No es llegar y escribir de punta a punta todo impecable, sino ir haciendo todo un borrador. Todo un proceso, como digo, bastante desprolijo. Donde el cerebro va funcionando de una manera rara, asociaciones bastante extrañas.
—Una vez te escuché que vos pensás primero la situación y después le buscás el personaje. Me hizo acordar mucho a cómo escribo los cuentos –que no me pasa en la novela– que se me presenta primero el conflicto y busco quién lo va a tener. Alguien que calce para ese conflicto que quiero contar. ¿Cómo empezó el germen de El año del desierto? Porque fue posterior al tema de la crisis del 2001. ¿Cómo empezó?
—Retomando un poco lo de la creación de personajes, lo que veo es que hay autores que generan un personaje y después lo someten a una serie de peripecias, obstáculos. A mí me funciona al revés: pienso una serie de dificultades y después pienso quién es el personaje que la pasaría peor. Entonces: una persona se gana una noche con una actriz porno. Bueno, quién conviene que le pase eso. A un adolescente virgen que, además vive lejos, no tiene un mango, que no puede debutar. Ahí surge un poco la psicología del personaje, se va definiendo. Eso era Una noche con Sabrina Love. En El año del desierto, va a suceder la historia argentina hacia atrás, como una especie de pesadilla y va a pasar de la actualidad a un deterioro, va colapsando todo hasta casi la fundación de Buenos Aires. Va a haber como una aceleración de la historia, hay guerras, guerras civiles. Si meto un hombre ahí, se muere en el capítulo 2: tiene que ir a pelear, O es la historia de un desertor: también lo pensé, pero tenía que estar desertando todo el tiempo, era un poco agotador. Además en este último siglo, varió mucho más la vida cotidiana de las mujeres que la de los hombres. Entonces me servía mucho más un personaje femenino. Que lo contara una mujer. Bueno ¿de cuántos años?: una mujer de 23 años que trabaja de secretaria, ahí se va definiendo el personaje. Traté de hacer eso.
—Entonces el germen era contar la historia argentina hacia atrás, la desintegración.
—Me gusta la palabra germen, porque fue como una especie de virus que me agarró en la cabeza. Porque hay historias que yo tengo que estar tirando de piolines para ver cómo son, cómo siguen, cómo resuelvo. Y hay otras que me caen en la cabeza como un meteorito. A veces quedo como fulminado en la cama y la gente piensa que estoy deprimido. Y no: tengo como una especie de trip mental, como que estoy en un viaje de ácido. Me acuerdo muy fuerte de eso, como que me cayó la historia en la cabeza cuando vi la máquina del libro. Yo vi, en un momento, como una torre de esas del microcentro, en un pajonal. Esa fue una imagen que me venía dando vuelta. Decía cómo voy a llegar a eso. Y después vi la máquina del libro. Porque además estaba sucediendo afuera en la calle. Tuvimos cinco presidentes en diez días en el 2002, en el 2001. De golpe había una situación de crisis muy fuerte. Me acuerdo que yo laburaba en un lugar donde se colgó la internet. Y alguien dijo “Uy, se colgó para siempre”. Y nos lo creímos. En un momento dijimos “Bueno, qué lindo que era internet, pero no hay más”. [Risas] No había cartuchos para las impresoras, para las fotocopiadoras tampoco. Algunas secretarias empezaron a pasar cosas con carbónico. Había una especie de tiempo para atrás, que yo lo que hice fue tomar ese registro y acelerarlo o potenciarlo hasta la destrucción total. No había más electricidad, no había más agua. Pero cuando vi la máquina, esa mañana que me acuerdo que la vi, vi todo el proceso del libro. Me puse anotar todo lo que se me ocurría. Me puse a anotar, a anotar, a anotar cosas. Después me llevó un año entero escribirlo, con mucha investigación, mirar muchas fotos de Buenos Aires antigua. Y después dos años para corregir y sacar todo lo que había investigado. Porque me entusiasmé mucho: averigüé, por ejemplo, cómo prendían fuego antes de los fósforos –había unos chisperos que prendían chispas–. Averigüé cosas para que en el libro sacara los fósforos y empiecen a tratar de encender fuego de otra manera. También estuve viendo cómo la mujer fue ganando más terreno en la vida cotidiana, la vida política, para justamente hacerlo al revés. En un momento la chica pregunta “qué es ese quilombo”, “hubo elecciones” le dicen. “Ah pero yo quería ir a votar”, “pero las mujeres no votamos más”. Me di cuenta de que el truco no era que las mujeres no podían votar. Para votar vos presentabas la Libreta de Enrolamiento. Estabas enrolado en el ejército. Tenías que tener Libreta de Enrolamiento y como las mujeres no iban al ejército, no podían votar. Podían votar algunas enfermeras que tenían Libreta de Enrolamiento, enfermeras del ejército. Me gustó mucho investigar para ese libro. No sé si el germen era la situación que se respiraba. Por un lado me desapareció la guita de mi casa. En el corralito se esfumó. Mi casa desapareció. El proyecto de mi casa desapareció. Después mi mamá estaba muy enferma en esa época, una enfermedad degenerativa que avanzaba, pero esto me di cuenta después de haber escrito el libro. Le conté a un amigo la enfermedad de mamá, cómo iba avanzando, una serie de cosas que la hizo retroceder mucho, mentalmente. Se fue quedando muda, fue perdiendo el vocabulario. Y mi amigo me escuchaba y para cambiar de tema: “bueno, che, qué estás escribiendo”. Entonces le empiezo a contar la novela, cómo avanza la intemperie, hay un retroceso, para atrás. Él se me quedó mirando “escribiste sobre tu mamá”. Yo nunca lo había pensado. Es muy difícil decir qué es un germen de un libro. Pienso que yo quería hacer un libro político y capaz que, por otro lado, sin darme cuenta, estaba escribiendo sobre la enfermedad de mi mamá.
—¿Tenés rituales para leer? ¿Costumbres? También me gustaría saber si tenés rituales para escribir. Pero primero para leer.
—No, me parece que no. No termino los libros, eso me pasa bastante. No termino todos lo que leo. Hay muchos libros que los tengo por la mitad, los tengo en la biblioteca con un señalador ahí y los retomo dos años después, a veces los termino. A veces tengo la fantasía de terminar todo lo que empecé. Sin empezar ningún libro nuevo. Pero no puedo. Siempre me agarra ansiedad y empiezo otro libro. Ahora me mudé y tengo otra fantasía: llevarme a la casa nueva sólo los libros que están por la mitad. No creo que lo haga. Es como una fantasía de ordenar el caos de mi vida, y ya está. Soy así. No tengo rituales para leer, me parece. Me gustan las lindas ediciones. Las ediciones me influyen mucho. Un libro con una tapa muy fea influye mucho. A veces he cubierto los libros con papel porque me molestaba algo. Había una edición, un libro sobre Galimberti. Estaba la cara de psicópata de Galimberti y me impresionaba, entonces lo forré. Lo anulé. –Es una lectura muy buena–. Esta tapa [señala El año del desierto] mi hermana la forró también porque hay una chica con un cuchillo y sangre. Me invitaron a la Universidad de Wisconsin y estaban los libros de los autores invitados en la biblioteca. Y parece que los concurrentes a la biblioteca pidieron que a este libro lo pusieran en otro lado, que les impresionaba mucho, era demasiado salvaje. Le conté eso a Marcos López, que es con el que hice la tapa, un fotógrafo muy bueno, y le gustó mucho. Estaba marginado. López tiene una foto que es un asado criollo que es como la Ultima Cena. Por eso lo llamé a él. Así que me influyen bastante las tapas. Y cómo está hecho el libro, si se despega, si no se despega. Los rompo mucho también, este Martín Fierro no tiene más tapas. Y después para escribir… Poesía puedo escribir en cualquier lado. Me siento un poco impostor diciendo esto porque estoy escribiendo muy poco. Me siento como que estoy hablando de una cosa que ya no hago más. Pero bueno, poesía puedo escribir en un cuadernito, puedo escribir en un papel, en la computadora, no influye mucho. Se me puede ocurrir el comienzo de un poema, un par de versos viajando en colectivo. Para la narrativa ya necesito la computadora. La verdad que las veces que he estado sin la computadora, escribiendo narrativa, se me hace un embrollo de flechas y tachaduras, demasiado desprolijo. Me da un poco de fiaca pasarlo en limpio. Necesito en lo posible escribir a la mañana.
—¿Cómo haces con internet?
—Eso también es una buena pregunta: cómo se escribe con banda ancha. [Risas] ¿Qué le hace la banda ancha a los escritores? ¿Qué le hubiera pasado a Proust con banda ancha, a Balzac con banda ancha? Me parece que hay algo. Ahora que me mudé no quiero poner banda ancha en casa. Vivo solo y tengo ese dial up, el ruidito que hace píiiiiip y engancha internet, que es como un sonido viejo. Eso me permite revisar mails y apagar. Porque si no, cualquier cosa me sirve para no escribir. Me convierto en chef profesional, por ejemplo: tengo que escribir algo y de golpe se me ocurrió hacer una torta, y estoy toda la tarde haciendo una torta. Esas cosas que me pasaban cuando quería estudiar. O arreglo todos los enchufes de la casa. Pero algo pasa que después me agarra mucha adrenalina. Me da mucha ansiedad escribir. Siempre estoy sintiendo que estoy arruinando una buena idea. “La estoy arruinando, va mal, no va a salir, y estaba tan bien pensado, y esto es una mierda, y ya escribí dos páginas, pero no va para ningún lado” Me da mucha ansiedad. Y me parece que lo que llaman oficio no es más que sentar el culo en la silla y hacerlo igual. Y bancarte que no salga como pensaste, que salga otra cosa. Por suerte, porque si no ¿para qué lo hacés? Si es tan lindo lo que tenés en tu cabeza. Por suerte sale algo distinto, esa es la aventura, ¿no? Empezás a escribir y pasan cosas.
—Hay que lidiar con la materia.
—Sí, la materia dialoga con vos. La forma dialoga con vos. Eso me pasó mucho escribiendo sonetos. Vos sugerís una idea y el soneto como es una forma tan encorsetada, te dice “bueno esto lo podés hacer pero lo podés hacer así”. Entonces de golpe yo hablaba de Uruguay en una rima y me aparecía una chica escuchando a Jamiroquai [Risas]. Y a mí nunca se me hubiera ocurrido meter a Jamiroquai en un poema si no hubiera por un soneto. Si hubiera sido solamente por mí, por esos poemas de verso libre, hubiera sido una cosa más que aburrida. En mi caso; hay gente que le sale muy bien. Pero la forma dialoga, es como un juego, un juego de pelota, como un frontón donde la forma nos devuelve la pelota. Con el cuento pasa un poco, supongo que con la novela también, pero es un juego distinto.
—Vamos terminando: cuál de los últimos libros que leíste te impactó más y porqué. Si querés recomendar alguno, también.
—Hace poco presenté el libro de Guadalupe Nettel, que se llama Pétalos y otras historias incómodas. Son unos cuentos como de gente muy rara, muy freak. Por ejemplo hay un fotógrafo que le saca fotos a la gente antes de la operación de cirugía estética y después. Es un fotógrafo de un médico que le saca la foto de antes y después. Y se enamora de una chica que tiene un defecto mínimo en el párpado. Pero se enamora de ella y su defecto. No quiere que ella se opere. Son cuentos así rarísimos, están muy bien. La verdad que me gustó mucho.
[Intervención del público]: ¿Cómo es el título?
—Se llama Pétalos y otras incómodas, lo publicó Anagrama, de Guadalupe Nettel, ella es mexicana.
—Bueno, vamos a agradecerle a Pedro por haberse prestado al diálogo.
[Aplausos]