La habitación de la incertidumbre

Jueves 08 de octubre de 2015
El autor de Hospital Posadas acompañó ayer a Ricardo Romero en la presentación de La habitación del Presidente.
Por Jorge Consiglio. Foto: Rodrigo Ruiz Ciancia.
Hay textos cuya apuesta se cifra en la eficacia de su estructura cerrada. Desde la primera oración se construye una perspectiva con sustracciones y certezas. Se acuña una fórmula, una química, una expresión que rebota contra sus propios márgenes y muestra su grado de efectividad al final del relato. En este caso, el vigor del cierre se relaciona con lo sorpresivo y lo cancelatorio. La consumación del texto ofrece la ilusión de lo definitivo; es decir, el juego radica en plantear el punto final como clausura del universo narrativo, sin ecos posibles. Estos relatos —como todos los relatos— diseñan un tipo de relación con su lector. Lo incluyen, lo amparan a partir del volumen y del carácter. Hay otros textos de tramado más abierto, que guardan relación con esa idea de “literatura potencial” que Ricardo Piglia le adjudica a los borradores. Son textos que se ofrecen desde el dinamismo más absoluto, están siempre en proceso. Rehaciéndose. “Se trata de una poética que encuentra en las versiones y variantes un modelo de la potencialidad del lenguaje”. La habitación del presidente tiene que ver con este tipo de ficciones. La trama de esta novela parece no fijarse nunca, se plantea a partir de una zona de inestabilidad, del perpetuo cambio. Dice el narrador en una de las entradas: “La casa cambia por las noches. Mientras mi familia duerme, a veces, la recorro. No es algo que tenga que ver con la oscuridad. Tampoco tiene que ver con la temperatura. Es como si la casa cambiara su relación con lo que está afuera, y entonces estar adentro significa otra cosa. Apoyo el oído en las paredes, las puertas, los pisos, la terraza. Camino descalzo. Nunca entro en la habitación del Presidente. Hay en la casa, por las noches, más habitaciones de las que hay durante el día”. Desde ese lugar se construye sentido, se organiza una lógica propia, un ideario con el que poner en crisis —o simular poner en crisis— la noción de discurso inmóvil.
En esta novela de Ricardo, todas las casas de la ciudad tienen una habitación dedicada al Presidente. Su visita es siempre eventual. El Presidente es el factor repentino, la circunstancia imprevisible: aparece cuando quiere o no aparece nunca. Entre los márgenes de esa tensión se dibujan las líneas de la intriga; un nodo atravesado por miles de puntos de fuga que tiene que ver con lo inacabado, con ese elemento indispensable para el arte que Gombrowicz llamó inmadurez. Esa es la marca de enunciación.
La habitación del presidente es una novela amigable. Su narrador —un chico que todavía va a la escuela— organiza, distendido, con el ritmo de una charla serena —una charla que podría ocurrir durante una siesta o en el momento nocturno anterior al sueño— un universo extrañado pero contenedor. En su relato siempre hay un elemento de cotidianeidad que permite al lector hacer pie en un universo regido por leyes desconocidas por él. La voz que narra es compleja: conjuga la amenidad de todos los días (se detiene en esos ritos menores que hacen vivible la vida) con la rareza más absoluta. La alquimia que logra Romero es tan ajustada que el relato entrega como el fruto más genuino —es decir el más creíble— un nuevo sistema de causalidades, que es el que abre sentidos en el texto; en otras palabras, el factor que lo expande. Es como si quien narra estuviera deambulando por los senderos imposibles de un planeta inhabitado —Marte por ejemplo, o Júpiter mejor, que es más remoto— pero con el mismo tono que si contara un paseo por la calle Cuenca, en Villa del Parque. Hay una relación de intimidad con lo que se está contando: el foco está tan cerca de la materia narrativa que las distorsiones son asimiladas de inmediato como el grado 0 del paisaje.
Uno de los temas de La habitación del presidente es la incertidumbre. El narrador enuncia desde un estado de perplejidad filosófica: la trama avanza, espiralada, a través del modo interrogación, todo un movimiento retórico. El narrador se pregunta: “¿Por qué todo debería ser pensable?”, “¿Qué es lo que hace viejos a los azulejos?”, “¿Finge la fiebre mi hermano menor?”, “¿Hablé alguna vez con mi abuelo?”, “¿algo me pasa?”. Estas preguntas no exigen ser respondidas o, mejor, la respuesta no importa. Se trata, más bien, de dispositivos de progreso de la acción. Son el eco en el que se asienta el texto. El clima inquietante ideal para plantear otro de los temas ligados a la incertidumbre: la espera. Pervive en el texto una expectativa que tiene que ver con que el presidente aparezca y ocupe la habitación; sin embargo, no hay crisis, como la que se presenta en Beckett o en Kafka —quizás más en Beckett que en Kafka—, sino que esta poética de la espera se resuelve a través de una serena curiosidad. El protagonista se sube a un árbol y desde su refugio contempla el escenario quieto de la habitación. O espía por una puerta entreabierta mientras la madre limpia la pieza que condensa el misterio. Esa es la conducta del héroe. Indaga los objetos que necesita el presidente para estar confortable, la decoración del cuarto, la luz, en otras palabras, quiere conocer los hábitos del presidente. Este fisgoneo convierte al narrador en una especie de voyeur. Y es sabido que uno de los tensores que sostiene este tópico tiene que ver con la identidad. La pregunta que podría hacerse el voyeur es: “¿cómo me vería yo en esa situación si el que mirara fuera otro?”. En esta cuestión especular se zanja parte de la tensión de la novela.
Como última consideración, quería referirme al lugar del misterio dentro del relato de Ricardo. En las ficciones de Kafka, en El castillo por ejemplo, la zona inasequible está situada en un espacio de acceso imposible o, más precisamente, en el tránsito hacia ese lugar: el periplo del agrimensor es pesadillesco y circular. No hay forma de que llegue al castillo. Siempre hay escollos de distinta índole que le bloquean el camino. En este caso, parece que el enigma se cifra más en la imposibilidad de llegar al castillo que en el castillo mismo, que se plantea recortado en la lejanía como una vaga entelequia. El procedimiento en La habitación del presidente es justamente el contrario. Al igual que en la película Los otros (2001, Alejandro Amenábar), el germen de lo arcano se haya puertas adentro. En la topografía misma de la casa está grabada la desproporción que desconcierta al protagonista. No hace falta que recorra caminos sinuosos, que atraviese bosques o pantanos, ni que suba montañas, con un simple merodeo por las habitaciones y por el altillo confronta con el misterio. Es decir, el protagonista convive con lo desconocido, cohabita con lo extraño. Promediando la novela, se puede leer: “Cuando estoy en el baño, a veces me imagino que al abrir la puerta no estará la casa sino el vacío”. Ese es el eje de extrañamiento que atraviesa al protagonista dentro de su propia morada. Como si lo oculto fuera al mismo tiempo familiar, no la contracara (como sería lo esperable, lo más común) sino la superposición de lo familiar. De allí entonces, que el epígrafe de Steven Millhauser haga sistema con el texto y funcione como la síntesis ideal. Se pregunta Millhauser a través de su ficción: “¿es posible que el secreto esté expuesto ante nosotros, que ya sepamos qué es?” Nos quedamos con el eco de esta pregunta del escritor norteamericano pero pensando inevitablemente en la maravillosa novela de Romero.
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