El mensaje

Lunes 14 de diciembre de 2015
"Los escritores son cavernícolas pintando sus manos en cuevas subterráneas".
Por Luciano Lamberti.
En 1955, en una ciudad de California llamada Santa Mira, se registró un fenómeno extraño. Los sicólogos y siquiatras dieron cuenta de una alucinación colectiva: sus pacientes creían que las personas que los rodeaban, incluso sus tíos o sus propios padres, no eran quienes decían ser. Es decir: eran exactamente iguales a sus parientes y conocidos, hablaban igual, tenían los mismos recuerdos y cicatrices en el cuerpo, pero resultaban ser, en realidad, impostores puestos en su lugar.
Esto que parece real es el argumento de La invasión de los ladrones de cuerpos, novela publicada ese mismo año por Jack Finney, y llevada al cine tantas veces que ya uno pierde la cuenta (Donald Sutherland es el protagonista en la de 1978). El narrador, un médico de la zona, es llamado a la casa de un escritor y juntos descubren que en su sótano, sobre la mesa de pool, descansa el cuerpo de un hombre idéntico a él, pero sin huellas digitales. Pronto, también encuentran vainas, que imitarán poco a poco a los modelos humanos hasta transformarse literalmente en ellos.
La novela narra una invasión extraterreste sutil y casi pacífica. A diferencia del despliegue de El día de la independencia o V: Invasión Extraterrestre, aquí lo que sucede es el del orden de lo secreto, lo íntimo. Hay un síndrome que describe la sensación, catalogado en 1923 como Capgras, en alusión al nombre del siquiatra que lo identificó. Él reportó el caso de una mujer de 74 años que afirmaba que su esposo era un impostor.
Escrita en pleno macarthismo, la novela no tardó en ser leída como una metáfora política. Al igual que The Stepford Wives, de Ira Levin (el mismo de El bebé de Rosemary) plantea la idea del mundo como decorado, como imposición ficticia, como plan macabro para la destrucción del género humano que, como todos sabemos, tuvo su inicio y tendrá su final, para bien del universo.
La idea de Finney, sin embargo, es muy distinta. En una carta a Stephen King dice:
“Escribí el libro a principios de los 50 y la verdad es que no recuerdo demasiado sobre él. Recuerdo que sencillamente me apetecía escribir algo acerca de un suceso extraño –o una serie de ellos– en una pequeña ciudad; algo inexplicable (…). He leído varias teorías sobre el significado de la historia, lo cual me divierte, ya que nunca quise darle ninguno; solo era una historia pensada para entretener, sin ningún significado oculto. La primera adaptación al cine siguió el libro con gran fidelidad, excepto por el estúpido final y siempre me han hecho gracia las afirmaciones de ciertas personas relacionadas con la película que afirman que tenían tal o cual mensaje en mente. Si es así, ya es más de lo que yo tuve nunca y, dado que siguieron mi historia muy de cerca, me resulta difícil ver cómo consiguieron filtrar dicho mensaje. Y cuando alguien ha definido el mensaje, a mí siempre me ha sonado un tanto simple. La idea de ponerte a escribir todo un libro para decir que no es bueno que todos seamos iguales y que la individualidad es algo positivo me hace reír”.
Quería rescatar sobre todo esa frase: “siempre me ha sonado un tanto simple”. Habla de nada y de muchas cosas a la vez. Pero sobre todo de la incapacidad del escritor, inversamente proporcional a la de los críticos o incluso los lectores más pedestres, de encontrar un “mensaje” o incluso un “significado” para sus obras. ¿Existe un mensaje? ¿Es necesario? ¿Como una moraleja puesta al final de un cuento de hadas? Los escritores son cavernícolas pintando sus manos en cuevas subterráneas, somos los lectores los que vemos, en esas formas que casi desaparecen, algo que pueda servirnos para la confusión de estar vivos.
“Una historia pensada para entretener, sin ningún significado oculto”, dice Finney en la carta, y uno no deja de admirar esa hermosa sencillez de autocine, sin las eyaculaciones intelectuales a las que estamos malamente acostumbrados.
Algo similar dice Flannery O'Connor en su ensayo “Para escribir cuentos”: “Cuando se puede exponer el tema de un cuento, cuando se puede separar del cuento mismo, entonces se puede estar seguro de que no se trata de un buen cuento. El significado debe estar encarnado al cuento, ambos deben formar un monolito”.
Lo que significa que un escritor debe (debería) ceñirse a contar una historia de la mejor forma posible, con la mayor honestidad posible, sin pensar en su signficado. El lector siempre lo encontrará, y será mucho más profundo y complejo de lo que uno pueda llegar a pensar.
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