Interrogantes alrededor de una mano vacía

Miércoles 22 de abril de 2015
Sobre Intemperie, documental de Miguel Baratta sobre el pintor Eduardo Stupía. Este jueves a las 17 en la Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín, última función en el marco del BAFICI 2015.
Por Matías Serra Bradford.
Un ojo frío se asoma a la casa de alguien que acaba de morir. Cuartos enmudecidos, cuadros apilados contra los zócalos. Asistimos a la inofensiva consagración fetichista de los objetos de un pintor. La pintura lo tiene todo –materialmente– para mitificarse como oficio. Es otro –un doble– el que está en lugar del ausente. Vaga por un laberinto irregular, levantado precariamente, a fuerza de mesas ahogadas en papel, torretas de cajas, estantes combados como cuencos. Bucea algo que no puede adivinarse. Tal vez llegó, precisamente, para ordenar las estampas y papiros del fugado. Imposible recatalogar esa cadena montañosa de resmas accidentadas, impresas en siglos más esmerados. Recortes casi imposibles de montar, acaso por eso dedica horas al collage. En estas habitaciones acampan grietas tectónicas y capas geológicas de tiempo, pero el gemelo no trajo consigo un sismógrafo (también le sería útil más adelante, para los cuadros del homenajeado). Un enciclopedista amateur, un loco disciplinado, tamborilea con los dedos para pensar. La cortesía del mutismo frente a los collages; la cortesía de la falta de teorización.
A modo de tranquilizante, se pone a cortar y pegar viñetas finiseculares. Por el momento, actúa bien de artista, o al menos de figura intrigante. La película tiene, muy rápido, demasiado suspenso. Si el espectador no lo sabe de antemano, por un largo rato se desconoce qué clase de pintor es el sujeto del documental. ¿Muestra collages para ocultarse como pintor? Al menos lo hace para demorar su aparición como pintor. (Demorar la aparición de algo que huela a bella arte es una vieja afición de Eduardo Stupía.) Un cambio de vestuario –un “error” en lo que se llama continuidad cinematográfica– delata que ahora ha venido el verdadero Stupía, cuya timidez lo llevó a fingir un deceso transitorio, y es el que se anima a hablar. El largo mutismo del principio es probablemente una broma cuyo destinatario sea él mismo. Stupía es de esos pintores –no escasean– que puede parecer demasiado articulado, con un vocabulario excesivamente rico, para los enigmas que solían ligarse a una profesión de reticentes. Una delicadeza más: no se lo ve hablando, sólo se oye la voz.
Con el paso de los minutos, un tercer Stupía, idéntico a los otros dos, posiblemente agotado de sí mismo, abandona antes de tiempo la sala de la proyección. Un tímido prefiere multiplicarse, con el fin de borronear su imagen y confundir al otro; su obra es la de más de uno y siempre el mismo. Hiperconsciente, Stupía va en busca de la desarticulación, la dispersión, la diseminación, en el espacio de trabajo y en el espacio de la hoja. Diversión, es decir desvío de la atención. Descartes lo acusaba a Galileo de “sufrir de constantes digresiones”.
De a ratos, Stupía es un pintor de tijera y escuadra. ¿Erramos de sala y entramos a una remake de Edward Scissorhands? Quizá esas mesas son la moviola del vitalicio agente de prensa de una distribuidora cinematográfica, ahora hacedor de gabinetes de curiosidades sobre papel, en plena persecución de familias de formas, como le gustaba agrupar a ese celestino afiebrado llamado Aby Warburg. A propósito de los collages, Stupía confiesa que tiene un proyecto de “una película inestable” sobre el escritor Héctor Libertella (otro buscador del Trazo Único, sobre el que discurría Shitao). Un film espiritista, dice, una invocación. Entre las diversas afinidades visibles entre Stupía y Libertella podría señalarse, para empezar, la de la destreza para el corte, el salto, la elipsis, que cada uno practicó con herramientas distintas pero con efecto análogo y analógico. Intemperie es el casto retrato de un lector, una clase de lector más frecuente de lo que se cree: un pintor que se protege con libros y literatura.
Se mueve por el ambiente como su mano en el cuadro: rastrea, se detiene, vuela hacia la otra punta del espacio. Como un jugador de go, va sembrando botones blancos o negros en lugares distantes de un tablero. Una lenta, prudente ocupación del territorio, y podría decirse que Stupía abandona un cuadro cuando ha logrado atrapar una cantidad de fichas enemigas que considera suficiente. Tiempo sobra para medir las distancias y tomar medidas entre una cosa y otra, en un collage y en un cuadro. Stupía habla de “jaurías”, de cómo lo emboscan las cosas en su estudio. Son los propios instrumentos los que parecen exigirlo a este maniático de los materiales. Sus cuadros terminan siendo mapas con no pocas zonas que podrían flamear la leyenda hic sunt dracones. (En una oportunidad Stupía bocetó unas cartografías para El paseo internacional del perverso de Libertella, y juntos mostraron –enseñaron– cómo actúa una elipsis para acortar distancias: Baden-Baden queda cerca de Ingeniero White. Es curioso, de paso, que el dibujo que ilustra el capítulo “El árbol hermético” de Las sagradas escrituras de Libertella tenga el aspecto de un Stupía.)
La tinta china y la carbonilla le procuran paisajes a Stupía, regiones imaginarias: una intemperie con puntuales refugios de montaña. Ha creado y habitado en un paisaje, y otro, y otro. Tal vez ese pulso por latitudes extranjeras es un eco –una traducción– de su ambición de medirse con colegas fuera de la arena nacional. Este hombre con vocación de andinista ha dejado con sus crampones singulares marcas en la superficie por la que viaja. Descampados, cascadas, riachos, tolderías, deltas, istmos: el ilustrador alucinado de un Verne oriental, invernal. La cualidad acuática de sus criaturas irreconocibles esquiva la facilidad de lo representable. Y el cuadro encuentra, como agua, su cauce en el blanco, en el vacío.
Las pinturas parecen configurarse como collages pero con materiales –“imágenes” – propios. Cuadros que no son invariablemente iguales, merced a sus alternancias rítmicas, membranas reticulares en rotación, filamentos discontinuos. De las “arrugas” que clasifica la pintura china, Stupía hace pie en más de una –las llamadas nubes enroscadas, las cortadas con hacha, los granos de sésamo– y patenta un puñado de nuevas taxonomías. Se ven en sus obras distintas cosas en distintas ocasiones; quien es propietario de un Stupía tiene más de un cuadro.
Mientras compone por entregas su Libro de las Mutaciones, no mendiga interpretaciones –aunque se puedan entrever poetas chinos agazapados en terrazas de roca en sus panoramas menos occidentales– sino que tantea efectos sugerentes. Stupía juega con lo aparentemente detallado en un cuadro. ¿Se sentirá un impostor si hace pocos trazos? ¿Le teme a una mayor dificultad de equilibrio y tensión en presencia de contados trazos sobre la tela? ¿Uno de sus temores nocturnos se llama el color? En el color, no conviene olvidarlo para este tipo de explorador, es más complicado que intervenga el azar. A lo mejor casi no ha usado color para no provocar ninguna emoción (demasiado clara). ¿O estamos ante un pintor que quiere producir algo más profundo que una mera emoción?
A caballo entre un maestro de la dinastía Tang y el Breccia que adaptó a Lovecraft, en Stupía se ve con claridad el respeto de una línea por las que la precedieron y a la vez la invitación de estas a un acto de irreverencia. La idea es quizá que si se insiste lo suficiente aparece el cuadro, la obra. Abundan en su trabajo los ejemplos que corroboran que hay que tener gusto incluso, o en especial, para la más mínima línea. La invasión masiva del blanco vuelve ridícula la pregunta acerca de qué trazos exactamente fueron necesarios. Lo que gana fuerza es la totalidad.
El ojo de la lente atestigua el juego de la mano: variaciones sobre la arbitrariedad. Cabe preguntarse si convendría no filmar el momento en que surge la arbitrariedad, el momento en que adopta forma. Presentando sólo el resultado de lo aleatorio, este asume otra autoridad. Como si conviniera mostrar los dados ya caídos, no el registro en cámara lenta de su viaje lisérgico dentro de un cubilete. (Un dibujo filmado puede parecer un mejor dibujo, o uno peor, pero nunca el mismo, el verdadero). El secreto es que nada de lo que se ve aquí es del todo arbitrario ni aleatorio. Estos microorganismos y protozoos de tinta más y menos negra tensan la cuerda del control y el descontrol. De una punta la torpeza anhelada (favorable), del otro la facilidad absoluta.
Stupía pasa el canto de la mano como quien corre los restos de algo que ha querido borrarse. Una mano sucia sabe permanecer vacía. Tal vez sospecha, como Gerhard Richter (montajista de otros Atlas), del virtuosismo. Se limita a pasar de la estilización de un trazo al pronto rechazo de esa estilización. Lapsos y períodos de un escalador serial que no quiere caer, confiesa, en “la bonanza estilística” o “la siesta estilística” –¿pero cuántos escritores tuvieron que esperar años para que viniera un pintor a dar con la frase justa?– del que se repite ad nauseam. ¿Cuándo dar algo por terminado? Es un poco la voluntad no explicitada de Libertella: extralimitarse lo justo. Stupía se detiene cuando ve que lo hace demasiado bien. No quiere ser un chino más.
En sucesivas etapas, Stupía ha probado suerte con las estructuras elementales del parentesco entre escritura y dibujo. Dos linajes que se contagian y corrompen, un pase mágico bien ilustrado por ese juego infantil en el que una palabra repetida varias veces lleva a otra, inesperada, agazapada allí desde el principio: basta repetir valija para llegar a jabalí. Archipiélagos ideogramáticos, jeroglíficos de un idiolecto privado, al modo de un escritor que garabatea grafías desalfabetizadas mientras piensa qué cuernos anotar. O un diarista hermético que inventa una caligrafía que no requiere desciframiento –que exige la incomprensión– para ser apreciada. Es el hermetismo natural, inevitable, entendible por sobreabundancia de detalles, de una novela que abruma al lector con un detalle tras otro. ¿Es parte de la obra de Stupía un testimonio en favor de la fabulosa ilegibilidad de su amigo Libertella? Para más precisiones, acaso Libertella y Stupía refundaron en secreta colaboración una categoría estética: lo no del todo indescifrable.
Lo que une los capítulos de la obra de Stupía es lo que lo aproxima a una frondosa tradición de artistas argentinos volcados a la escritura y los libros. Noé, Dermisache, Kacero, las mesas de Grippo y Kuitca, los relatos de Prior; siguen y sobran los nombres. ¿Los artistas argentinos han querido en verdad ser escritores, y en parte han hecho el arte que hicieron en contra, y a favor, de esa segunda o primera vocación? Lector que dibuja y matiza, que le propone al espectador que hunda la nariz en el lienzo para leer una tela, Eduardo Stupía esconde varias vidas en la manga y es otro de los ingeniosos hidalgos que se atreven a seguir entintando la larga sombra de Duchamp. Es notable que sea otra vez la pintura –los méritos son del dibujo– la que transforme, o expanda, el sentido de la palabra leer.