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Alejandro Zambra habla de Facsímil (Eterna Cadencia Editora): “En Facsímil está la pregunta sobre cómo esas estructuras te marcan: la ilusión de una respuesta única y correcta, la retórica de las opciones, de los distractores, de lo verdadero y lo falso, ese juego complejo y rudo, profundamente ideológico, de exclusiones e inclusiones”, dice.

Por Patricio Zunini. Foto: Mabel Maldonado.

alejandro zambra

Durante casi 40 años, los estudiantes chilenos que querían entran en la universidad debían rendir una Prueba de Aptitud Académica, un examen que uniformaba el proceso de ingreso. La PAA constaba de dos partes que se presentaban con el nombre genérico de "facsímil": la prueba de aptitud verbal (75 preguntas) y la de aptitud matemática (60 preguntas). Cada una era una extensa sábana de preguntas multiple choice: «No había que escribir, no había que opinar, no había que desarrollar ninguna idea propia: solo teníamos que jugar el juego y adivinar la trampa», escribe Alejandro Zambra casi en el final de Facsímil. El libro, recién publicado por Eterna Cadencia Editora, recrea en clave paródica la prueba de aptitud verbal. Se mueve entre géneros, con una cierta reminiscencia a los antipoemas de Nicanor Parra, borrando los límites entre novela y poesía. Facsímil es una crítica mordaz al “entrenamiento” de los estudiantes al tiempo que una descarnada introspección personal.

 

En los ejercicios 37 a 54, complete el sentido del enunciado, intercalando los elementos sintácticos que corresponda. Elija la opción que los contenga.

  1. Los estudiantes van _________ la universidad _________ estudiar, no _________ pensar.
    A) a a a
    B) a a a
    C) a a a
    D) a a a
    E) a a a

El ejercicio de arriba toma una frase de Pinochet de fines de los noventa: “Los estudiantes van a la universidad a estudiar, no a pensar. Y si les quedan energías, para eso está el deporte”.

—Estaba escribiendo una especie de novela sobre ese tiempo —dice Zambra,— pero no me gustaba. Una noche empecé a parodiar ejercicios y el espacio se abrió en varias direcciones. Todo espejeaba y era también como repoblarlo todo. Como pintar bigotes en las caras de la gente, pero también como pegarme unos tajos y hacerme moretones en los ojos. Digamos que estuve meses escribiendo ejercicios, parodias de los reales, luego parodias de mis parodias, y así. Un amigo los leyó y me dijo que le gustaban, porque era como si “el escritor de la prueba” se hubiera vuelto loco. Esas pruebas las escriben varios, tienen varios “autores”, pero en ese tiempo creíamos que era sólo uno, un único Dios-dictador-autor que sabía todas las respuestas correctas y te las escondía. Al preparar la prueba intentábamos entender esas estructuras, adivinar las trampas. Algunos nunca dedicaron un minuto de su vida a entender la novela o la poesía como género, pero sí quisieron entender los “términos excluidos” o los “planes de redacción”. Eran como géneros literarios bastardos, dispositivos que pretendían normalizar la experiencia. Querías entenderlos para que te fuera bien en la prueba —quedar en la universidad, en el mejor de los casos con una beca, para no endeudarte de por vida, como sigue pasando. Muchos chilenos que no leen novelas o poesía, leen este libro como si no fuera literatura: están, por así decirlo, perfectamente entrenados para leerlo. Esa dimensión que sale del claustro literario me importa muchísimo.

¿Por qué le dedicás el libro a tus profesores?

—Tuve profesores terribles, arrogantes, casi todos gritones y seriotes, otros simplemente malos y en teoría inofensivos, pero también algunos, entre ellos los cuatro a quienes dedico el libro, que me cambiaron la vida y que, aunque era un cabro chico, me aceptaron como compañero de ruta.

¿Cómo es tu relación hoy con la facultad, donde das clases?

—Llevo muchos años haciendo clases y me gusta un montón, cada vez más, porque es un trabajo desafiante y exigente y divertido y crucial. Al comienzo me costaba, porque venía con las costumbres de la academia antigua, tenía algunos conceptos inamovibles de cómo debía ser una clase, pero tuve que empezar a moverlos. No creo en la clase como soliloquio, me aburro muy rápido de hablar solo. Eso de que aprendes de los estudiantes es un tremendo lugar común pero a mí me parece totalmente cierto. Aprendes sobre todo cuando te contradicen; cuando después de la clase, de vuelta a casa, descifras tardíamente una risita desconcertante. Cuando te das cuenta de que hay cosas que ellos no entienden, sobre todo ahora que los doblo en edad, podrían ser mis hijos. Me parece un privilegio estar ahí y escuchar lo que hablan, lo que piensan.

Es interesante la temática de casa sección. Por ejemplo en “Eliminación de oraciones” trabajás con la memoria política del país: cómo cada línea que se borra de alguna manera vuelve al pasado más ingenuo.

—Para entrar a la universidad teníamos que saber “eliminar oraciones”. Después, creo que en 1995, quitaron esos ejercicios de la prueba, quizás se dieron cuenta de que estaban relacionados directamente con la censura y por eso los “censuraron”. Mi impresión general sobre ese tiempo es que te borraban los detalles, que la información era sometida a reducciones extremas, hasta llegar a su reducción final en el silencio.

Hay una sección dedicada al “plan de redacción” y otra a “comprensión de lectura”. ¿Tenés un plan de redacción cuando escribís una novela?

—La idea de un “plan de redacción” es la negación misma de la literatura, del estilo. Aún se enseña a fijar la escritura, a ordenar los textos en determinadas direcciones. Para mí la literatura siempre estuvo ligada al desorden. Empezar por el final, rehabilitar las digresiones, las fallas, enfrentar el deseo de simultaneidad, de multiplicidad. En Facsímil está la pregunta sobre cómo esas estructuras te marcan: la ilusión de una respuesta única y correcta, la retórica de las opciones, de los distractores, de lo verdadero y lo falso, ese juego complejo y rudo, profundamente ideológico, de exclusiones e inclusiones. Y esa dimensión facsimilar de la experiencia. Los hijos como fotocopias de los padres. Y esos hijos luego convertidos en padres supuestamente menos conservadores y autoritarios, pero que igual ponen palos de escoba a los árboles para que crezcan derechos. O que se refugian en su condición de hijos y se van de la casa de los papás a los cuarenta y cinco. O que entraron a la universidad y se quedaron ahí para siempre, sumidos en sus melancólicos postgrados, reproduciendo poderosas teorías ajenas hasta convertirlas en letra muerta. Me interesan esas vidas. Esas soledades, esas contradicciones, esas tensiones.

 

 

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