"El relato es más honesto y más inteligente que el autor"

Miércoles 25 de noviembre de 2015
Matías Néspolo habla de Con el sol en la boca, su nueva novela publicada por Ediciones del Lince.
Por Patricio Zunini.
Quién no tiene la fantasía de dejar todo y poner un puestito en una playa de Río de Janeiro. Ese deseo que es casi universal es la excusa con la que se inicia Con el sol en la boca (Ediciones del Lince), la segunda novela de Matías Néspolo. El Tano Castiglione y Brizuela, estudiantes universitarios sumidos en trabajos precarios, empiezan a confabularse para huir de Buenos Aires y ponerse un chiringuito frentre al mar. Pero para eso necesitan dinero. La idea, entonces, es la de robar un cuadro que el padre de Castiglione mantiene celosamente escondido. Pero junto con el cuadro, otras verdades del pasado salen a la luz. Un sueño que rápidamente se vuelve pesadilla. Matías Néspolo vive en Barcelona desde el 2001. La semana pasada estuvo en Buenos Aires presentando su nueva novela. Con él hablamos de Con el sol en la boca.
—La novela tiene como acápite una frase de Canadá, de Richard Ford, que dice «Las cosas suceden cuando la gente no está en el lugar al que pertenece». Frase que, inevitablemente, se vincula a tu biografía.
—El epígrafe de Ford funcionaba como una especie de sustrato, como el espíritu del relato que se iba construyendo. Además es más largo, dice: «y el mundo se mueve hacia adelante y hacia atrás según ese principio». En realidad lo tomaba como una especie de acicate o de excusa para desarrollar un relato que tenía que ver con un personaje —o un grupo de personajes— que no encontraba su lugar, que estaba insatisfecho en Buenos Aires y que estaba buscando alguna posibilidad de fuga. Hasta qué punto eso funciona, estando ya casi una década y media en Barcelona. Seguramente la pertenencia o la insatisfacción de no encontrarte a vos mismo puede funcionar como un motor. Pero esa especie de doble lectura la encontré mucho después, cuando ya estaba publicado el libro.
—La novela, que tiene una trama policial asociada a un cuadro, trae al presente los hechos de la dictadura militar y los crímenes de lesa humanidad. Otra frase de la novela dice «Las certezas, si es que existen, siempre están en otro lugar», que se puede leer en relación al acápite de Ford, pero también como una manera de comprender la literatura.
—Esto que decía de no encontrar el lugar de pertenencia tiene que ver con el pasado y con la historia que uno arrastra detrás. Es verdad que hay una especie de trama policial en segundo plano; eso también me pasó con la primera novela. No estoy muy seguro de haber querido hacer literatura de género con Siete maneras de matar a un gato, pero tal vez esa matriz o ese nudo funcionaba como una especie de motor que permitía contar otras historias. Acá me di cuenta de que había un tipo de enigma que se podía leer en clave policial y que hacía avanzar la trama. La historia tenía que ver con eso: lo que se cruzaba con ese grupo de personajes jóvenes insatisfechos eran los años duros de la dictadura y los crímenes y la violencia política. De alguna manera, eso también está operando en muchos escritores y narradores de nuestra generación. Más allá del tipo de ficción que hagamos o las historias que queramos contar, ese contexto tiene que ver con un momento histórico muy marcado. Son los años de nuestra primera infancia que surgen por debajo. Más allá de la intencionalidad política que le quieras dar a la historia o de la voluntad que tengas como autor, aún si hacés literatura fantástica, eso sale. A mí me gusta pensar que toda literatura es política en tanto se pueda leer así, más allá de la historia o de la intencionalidad que le quiera dar a esa historia. En el fondo, el relato es un poco más honesto y más inteligente que el autor.
—En el texto se nota el esfuerzo por no hacer pedagogía sobre los ’70.
—Lo más claro que tenés al momento de la redacción es lo que no querés hacer: obviamente no al panfleto, no al didactismo, nada que oriente la lectura. Con respecto a los años ’70, que no viví porque soy del ’75 —o sí, pero como recuerdos borrosos—, había un intento de reproducir las historias de gente de la otra generación que fui conociendo y me contaban. Hay un personaje que es un superviviente de una organización armada, que no se dice cuál es pero podría ser Montoneros, que, en realidad, antes que pura invención es la experiencia biográfica de alguien a ficcionalicé a partir de muchas historias. Para ser sincero, tenía mucha inseguridad. No desde la voz narrativa sino del autor de carne y hueso que está detrás. Me daba inseguridad ir más allá, narrando cosas que no conocés de primera mano. A mí me gusta pensar que el narrador cuente o no todo, tiene que saberlo todo. Si no es como una charla en un bar. Y yo trataba de ser fiel a las historias que había recibido de primera mano, pero no que había vivido. Trataba de reconstruir eso y reconstruir el ambiente, los escenarios, las escenas de violencia y demás, pero sin ir más allá. Fui muy contenido. Después tuve la satisfacción de que gente que pasó por esos momentos muy duros, quedó sorprendida con la lectura y me felicitó por no haber encontrado nada fuera de lugar.
—Hablemos del protagonista como lector: en Siete maneras de salvar a un gato, lo que salva al personaje es Moby Dick; aquí Con el sol en la boca son los poemas de César Vallejo.
—Es más complicado de definir, porque no sé si tiene una función muy clara a nivel narrativo o estructural. Sí en cuanto al personaje, a él le sirven. Pero no tienen una función narrativa tan clara como la de Moby Dick en la primera novela.
—En lo más superficial del texto, las oraciones son cortas, punzantes, que endurecen el tono. ¿Era uno de los objetivos?
—Es más una obsesión mía, que algunos colegas me critican, la frase corta, el estilo telegráfico. Una obsesión o una debilidad. Me gusta que el relato avance de manera sincopada y el fraseo corto, que es casi un tableteo, me permite no caer en digresiones ni en introspecciones o vueltas muy psicologicistas. No meterme tanto en la cabeza sino en el acción, y que el relato avance con ese ritmo mucho más visual.
—La novela tiene una forma de rompecabezas: ¿pensaste mucho la estructura antes de ponerte a escribir?
—Para ser sincero, no. En absoluto. Avanzo muy despacio y voy tejiendo los misterios sobre la marcha. Sigo las líneas que se van abriendo para no dejar cabos sueltos. Vuelvo para atrás y sigo las pistas abiertas desde la primera escena hasta la última, por supuesto sin engañar al lector. No trabajo nunca con esquemas ni con planes, tampoco tomo apuntes. No me funciona. Incluso trato de no pensar mucho ni de resolver la historia en mi cabeza. Sí tengo una direccionalidad, sé hacia dónde quiero ir. Así me pasó con la primera novela, me sentí satisfecho con el proceso y el resultado. Acá me dio un poquito más de trabajo, porque la estructura era más complicada. O tal vez lo complicado era la historia que se tenía que contar, porque tampoco tenía claro qué historia iba contar. Trato de ver la historia contenida en una frase o un aroma. En este caso fue un personaje que no puede hablar, que tiene la lengua fría de mascar hielo.