Entretelones de la FILSA

Miércoles 12 de noviembre de 2014
Invitada a participar en los Diálogos Latinoamericanos, la autora de Romance de la negra rubia cuenta los entretelones de la Feria Internacional del Libro de Santiago de Chile 2014.
Texto: Gabriela Cabezón Cámara. Foto: Carla McKay.
—Pues es seguro que aquí todos conocen París y nadie La Paz. ¿A que no me equivoco?
Léase esto con las eses bolivianas, quizás las más sibilantes de Latinoamérica. Y léase también el silencio que siguió ahí en una de las puntas de la larga mesa que en The Clinic —el bar de la revista homónima, donde desde las pantallas Pinochet anuncia productos del tipo Llame Ya rematando "y si no llamas, te mando la Dina a tu hogar"— ocupamos varios de los invitados a los Diálogos Latinoamericanos, editores y escritores de la de la Feria Internacional del Libro de Santiago, FILSA, en Chile.
En esa punta, el que pregunta es Juan Pablo Piñeiro. Los que callaron fueron los argentinos Daniel Kruppa y Pablo Katchadjian, el brasilero Antônio Xerxenesky, su novia Gabriela Castro y yo. En la otra punta, charlaban los chilenos Álvaro Bisama, Carla McKay, Aldo Perán, Diego Zúñiga, Daniel Hidalgo, Simón Soto, Paulina Retamales —directora de FILSA— y la argentina Selva Almada. Por el medio, el poeta uruguayo Eduardo Espina y Guillermo Valdez, el marido de Selva. Y algunos más dando vueltas alrededor de más o menos tres conversaciones.
El silencio de la punta duró lo que la lectura de este párrafo. No, no conocíamos La Paz. Y sí, todos habíamos pasado aunque sea un día en París. Juan Pablo no se amilanó. Se olvidó un rato de La Paz y quiso convencernos de que lo visitáramos en su casa. Nos describió algunos seres que habitan, junto a él, la Amazonia boliviana. A saber: unas hormigas grandes que se comen todo, desde lo que consideramos comida hasta los muebles y el mismo inmueble. Unas víboras voladoras que se te clavan en el pecho. Unos sapos venenosos de cuyos cuerpos se extrae la sustancia con la que los chamanes, no era esa la palabra, era una palabra propia de esa zona boliviana y chamán, nos aclaró, proviene de Siberia, pero, carmenere mediante, téngase en cuenta esa gloriosa mediación que ha de permitirles a los chilenos olvidar hasta los terremotos, el nombre se desvanece y me quedo con chamán, entonces, ese que le saca el veneno al sapo y hace agujeros en el cuerpo del cazador y se lo mete. El veneno actúa como vacuna y también como agente transformador, hace del cazador un medio sapo, le permite ser medio animal para cazar. Medio: tampoco tanto porque podría no querer volver a la vida humana. Además de los animales, cada tanto se escucha un ruido ahí entre los árboles cercanos a su casa, siguió Juan Pablo: "rrrrra-rrratátátá, la metralia". La frontera queda cerca, hay narcos y se hallan cadáveres entre otros frutos extraños. Definitivamente, Juan Pablo, siempre nos quedará París. O Buenos Aires. O Santiago, que estábamos tan bien ahí. O, volviendo al principio de la conversación, La Paz, aunque nos desmayemos. "Tú puede que te desmayes, pero él no", dijo Juan Pablo mirándolo a Katchadjian. El vanguardista le dio la razón y se quedaron hablando de capas y capas de genes armenios montañosos como cabras antes de pasar a la denostación de los psicofármacos y antes de que alguien, bajito, chiquito, contara su aventura con editores argentinos, bajitos, chiquitos y muy borrachos, dealers y travestis altísimas, enojadas con la borrachera argentina y armadas hasta los dientes ahí nomás de The Clinic, en una zona que fuera bella y ahora es barrio de avería, todavía bello pero oscuro. A esa altura de la noche las mediaciones se sumaban como las capas armenias de Katchadjian: para algunos mucha Kunstman Torobayo, para otros bastante carmenere, piscos sours, varios whiskys y alguna que otra cosa que no estaba en el menú del bar. Por la zona del medio de la mesa, el poeta uruguayo contaba un método para dejar de beber: tomar bebidas sin alcohol pero con un color parecido. Un método bastante literario, por los ejemplos que citaba. Juan Rulfo, por ejemplo, tomaba Coca Cola para olvidar el tinto. Evidentemente, no hay métodos gratos.
Fumar se fumaba en la calle, entre los tres o cuatro perros que corrían a los taxis y los dos sin techo que ligaban monedas y cigarrillos como si estuvieran en la puerta de una iglesia. Más que en la puerta de una iglesia, seguro. En la otra punta de la mesa, la charla era más desordenada y corría por cauces más propios de invitados de una feria del libro: se hablaba del libro recién publicado, del libro por publicar, de la última presentación y de la fiesta de la última presentación, la de Diego Zúñiga, un muy joven —algo así como 27— y muy talentoso escritor local. El historiador Aldo Perán, un encanto de chico que un día antes había presentado a Pedro Lemebel en uno de los actos más concurridos de la FILSA, sentado entre Zúñiga y Almada, se divertía con eso, estar "entre la A y la Z", decía, y pedía fotos. Álvaro Bisama, otro talento local, y su novia, la fotógrafa Charly McKay, marcaban el ritmo de las carcajadas.
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Entonces, lo que nos reunió, la FILSA: en un edificio hermoso, una vieja estación de ferrocarril, a orillas del Mapocho que baja veloz desde las montañas, con ventanas al cerro Santa Lucía. En el techo, la bandera chilena. En la cima del cerro, una virgen con los brazos abiertos en forma de cruz. En la plaza, una pluma, una grúa súper poderosa como puesta en serie con la cruz de virgen, una versión industrial, siderúrgica. Adentro, la feria: mitad para las editoriales, no sé como llamarlas, ¿grandes?, ¿no independientes?, ¿globales? Como sea, la otra mitad, media feria de verdad, era de las editoriales independientes, pequeñas, locales, comandadas por, en general, jóvenes narradores y poetas, como Alquimia, Cuneta, Das Kapital, La calabaza del diablo, LOM, entre muchísimas. Las salas, en los primeros y segundos pisos de las alas laterales y, la más grande, la que se usó, por ejemplo, para la presentación de la reedición de las crónicas de Lemebel, Adiós mariquita linda (Mondadori). Unas trescientas cincuenta personas esperaron, en fila serpenteante, que se abrieran las puertas durante 45 minutos. Y otros veinte o un poco más a que arrancara la presentación: Lemebel, la Pedro o el Pedro, dicen los chilenos con esa forma hermosa de nombrar con artículo determinante, como si fuera único el Pedro o el Juan o la María que nombran, estaba ensayando. Apareció divina, con unos estiletos de 50 centímetros, peinada y maquillada para la fiesta. Se vio el resultado del ensayo: al finalizar cada página se escuchaba música, con una sincronización digna de Hollywood, mientras Lemebel escupía en un vasito y tomaba agua. Un cáncer lo dejó sin cuerdas vocales pero con la misma capacidad de fascinar: largo y de pie fue el aplauso de despedida de su público.
En las salas laterales, presentaciones y mesas. Algunas muy convocantes, como la de Racimo, de Diego Zúñiga (Mondadori), presentada por Selva Almada. Es una novela hermosa que se vuelve mucho más inquietante si se lee junto a la excepcional Camanchaca (La calabaza del diablo) la primera novela de Diego. Las mesas del Diálogo no reunieron tanto público, pero sí gente muy informada, parecían reuniones de grandes lectores. De allí uno salía con conclusiones como que en general seguimos prefiriendo leer en papel o que el boom nos queda muy lejos a todos, pero a algunos más que otros. Jeremías Gamboa, escritor peruano al que Vargas Llosa elogió calurosamente, contó que en su país hay pintadas del tipo "Vargas Llosa miente", o algo así, y es el escritor con el que se discute. Aunque más de política que de literatura. Las lecturas, todos tuvimos la oportunidad de leer, en salas con mesitas y vino: es cálida la FILSA. Y por los pasillos uno se encuentra con gente como el poeta y editor de Alquimia Guido Arroyo, la poeta Nadia Prado, la poeta y editora de Cuadro de Tiza Julieta Marchant y puede terminar en La Piojera, un bar antiguo, con aserrín en el piso y tablitas de madera en el techo que tiene un trago célebre llamado “terremoto” y puede quedarse hablando de poesía y de la vida misma unas buenas horas.
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Parte de las actividades de los escritores invitados es concurrir a una charla en alguna institución:
—¿Cuántas páginas tiene que tener un libro?
El que pregunta tiene unos 18. Ya preguntó cómo se acerca uno a un editor, en qué momento del día es mejor escribir, de dónde partir para empezar una novela, de qué viven los que escriben. El que se sienta al lado dice que él escribe, cartas. Otro, que escribió un diario en un cuaderno con todas sus actividades jornada a jornada y se lo mandó a su polola: "así es como si estuvimos juntos", dice. Quieren ser escritores y tienen una relación apasionada con la literatura, una relación que me recuerda la que yo misma tuve y la que seguramente en algún momento tuvimos todos: leyendo y escribiendo se construyen un lugar donde no están solos y a la vez son libres, algo que en muchos casos y en diversos momentos puede ser casi un oxímoron. En el Sename, donde se hace la charla, son todos chicos y están presos. Participan los que son parte del taller de Lucas Costas Ayala y Alejandra Michelsen. Escriben con ganas. Quién sabe si no estarán entre ellos alguno de los futuros escritores chilenos.
Si así fuera, en un tiempo cultivarán una peculiaridad de los escritores locales: editar a la vez con las editoriales globales y con las pequeñas: se dan diversas combinaciones de Mondadori y otra. Por ejemplo, Lina Meruane, presentó un libro con Mondadori y otro con Cuneta. Nona Fernández Silanes, que edita con Mondadori y con Alquimia (y en Argentina con Eterna Cadencia). Y podría seguir, pero mejor hablar del cocktail de Mondadori: ¡ostiones! Una terraza espléndida, con bastante gente de traje y corbata o trajecito channel y algunos desarrapados, en general autores de la casa. Ahí estaba Alejandra Costamagna, por ejemplo, otra de los muchos escritores chilenos notables. Y la argentina Josefina Delgado, que llegó a presentar su Memorias Imperfectas. Y los ostiones. Y el vino, ah, el vino chileno de alta gama o gama media, no sé, pero era maravilloso. Y los camarones. Y los mozos de moñito. Y las pilas de libros por todos los rincones, con una nota dominante: los diálogos de Jaime Salinas con Juan Cruz Ruiz, presentes en cada rincón y cada mesa. Este año, se sabe, Alfaguara cumplía, ¿se puede decir cumplió?, 50. Y la compró Penguin Random Mondadori etcétera. Se quería dar cuenta de esa "unión", se dijo, aunque sonara raro lo de unión; se parecía a la unión de uno con, por ejemplo, el ostión o el camarón. Alguien dijo, micrófono en mano, "no somos un gran grupo multinacional", lo que motivó sonrisas contenidas. Quería decir que tenían un trato personalizado con los autores, que las oficinas en Chile no son tan grandes, que son pocas las personas que trabajan en la sede local. Pero se notaba que no fluía la charla sobre la fusión. La misma persona recomendó a todos la lectura del libro de Salinas, el editor histórico de Alfaguara. Y dio el ¡aura! para la recolección de libros de regalo. Hasta entonces, todo el mundo había esperado educadamente, no como hacemos por estas playas. Salinas, pobre, quedó en casi todas las mesas, junto a los vasos vacíos de ostiones, tintos y champagnes que se marcharon, fusionados ya con los invitados.
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Notas relacionadas
- Ante todo, las palabras: reseña de Cruce de peatones, de Alejandra Costamagna (UDP).
- Los imprescindibles de Diego Zuñiga: El autor de Camanchaca elige sus diez libros de cabecera.