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El último joven del siglo XX

Mauro Libertella habla de su nueva novela, El invierno con mi generación (Penguin), en la que aborda los años en el secundario. “No estoy apto para hacer una novela donde entre la política”, dice.

Por Patricio Zunini.

libertellamauro

¿Cómo eras en tercer año del secundario? ¿Y en cuarto? ¿Cómo era tu grupo de amigos? ¿A cuántos seguís viendo? ¿Cuáles son las cinco mejores canciones de Pink Floyd? ¿Qué hacías por las tardes cuando no existía internet? ¿Qué disco pusiste la primera vez? ¿Qué tan extraño sos de aquel chico de quince? ¿Con qué recuerdo comienza tu autobiografía? ¿Alguna vez pudimos ser así de joven?

 

Mauro Libertella regresa a los años de la adolescencia con su nueva novela, El invierno con mi generación (Penguin), y recuerda las fantasías, las frustraciones, las torpezas, la incertidumbre y el asombro que acompañan el tránsito que va del colegio a la facultad y el inicio de la vida adulta. Una breve novela hecha de escenas, que, como dice Rosario Bléfari en la contratapa, está escrita a la vez con una tranquilidad e intensidad asombrosa: «pienso en uno de esos ríos», dice, «que van correntosos y parejos y parecen una cinta transportadora hecha de agua».

Con Mauro Libertella hablamos de su novela.

Después de Mi libro enterrado, este nuevo libro tiene un cambio de registro. Quería preguntarte por ese cambio.

—Cuando arranqué Mi libro enterrado necesitaba sacarme de encima una cierta presión del apellido: cómo ponerme a escribir cuando en mi familia ya escribieron, ya agotaron esa posibilidad. Tenía ganas de escribir, pero tenía miedo a la comparación. Cuando salió el libro, y de alguna manera me saqué eso de encima, y recibí muchos elogios y tuve repercusiones muy buenas, más de lo que podía esperar, para volver a sentarme a escribir tenía ahora una segunda presión que era el libro anterior. Mi libro enterrado tenía algo en cierto modo irrepetible: un tema como la muerte del padre, una entrada a la literatura narrada dentro del libro, incluso una forma. El modo que encontré fue contar la historia de mis amigos del secundario y de cómo pasamos de la adolescencia a la adultez. Sabía que inevitablemente iba tener un tono más ligero y, ya que todo el mundo me había dicho cuánto había llorado con Mi libro enterrado, acá pensé en que nos riéramos un poco. Aunque tiene un fondo trágico, es algo que no puedo evitar (será por la tradición judía).

La historia es autobiográfica, sin embargo no se sabe el nombre del narrador e incluso las menciones a sus padres son más bien veladas. Por ejemplo usan una máquina de escribir, pero no se dice qué profesión tienen. ¿Por qué?

—Puede sonar medio delirante, pero es algo que también quise hacer en el libro anterior. Si te fijás, no lo nombro a mi viejo con nombre y apellido hasta el último capítulo. Está bien: hablo de su biografía, de sus libros, está clarísimo quién es, es todo muy evidente. Pero deliberadamente traté de no mencionarlo para universalizar la historia y que no sea un regodeo sobre "mi relación con mi papá". Hay una frase de Strafacce que dice "Si no sos Proust no me cuentes tu merienda". Es una gran frase; no estoy completamente de acuerdo, porque a él no le gusta mucho la literatura de autoficción, pero tiene algo de eso: a quién le importaría la relación con mi padre si no universalizo el tema. Acá mantuve algo parecido: la escuela es la ORT y no se menciona en ningún lado porque así podría ser sobre cualquier colegio secundario privado de la ciudad de Buenos Aires. Trato de no poner esas referencias muy claras para que cada uno se pueda meter en la historia como le convenga. No sé si funciona o no, pero es un cierto afán universalizador.

Me sorprendió mucho que siendo una historia planteada en 1999-2000, salvo en un momento en que decís que «siempre parecía ser de noche», no se habla del contexto político o económico.

—Eso se debe a dos razones. Por un lado, está la idiosincrasia propia de este grupo de amigos, personajes medio fumados que están en la suya, y de algún modo se cierran sobre sí mismos para protegerse de lo que está afuera: desde las mujeres, hasta de la familia y la política. Arman una especie de coraza para que nada los penetre. Dado que, en cierto modo, niegan la política, el narrador trata de no mencionarla demasiado. Por otro lado, es un tema muy sensible cómo tratar la política en una novela, es uno de los temas más complicados de la tradición literaria argentina. Siento que no estoy apto para hacer una novela donde entre la política. No sé tanto de política, no sabría cómo hacerlo, me abruma la tradición política, no leo demasiadas novelas políticas, es algo que no manejo y por eso prefiero no meterme en eso.

Es que los chicos están fumando en un octavo piso mientras la gente estaba caceroleando, pero ni siquiera se escuchan de fondo.

—Dicho así podría quedar como que era un grupo de cínicos en una torre de marfil, pero no: ni lo registran. Están tan encerrados en sí mismos que no registran lo que está sucediendo. Al mismo tiempo uno puede interpretar —casi como un psicoanalista— y decir que quizá los pibes se encerraban sobre sí mismos porque no podían soportar lo que estaba pasando afuera, porque no sabían cómo procesarlo ni política ni emocionalmente y entonces se encerraban sobre sí mismos, se hacían los boludos. Del mismo modo que no podían procesar el mundo de las mujeres porque ellas no les daban bola y entonces preferían sentir que eran ellos los que no les daban bola. Si tomamos eso como un mecanismo de defensa, con la política quizá pasó lo mismo. Es curioso: yo personalmente recuerdo aquellos meses, sobre todo los del 2001, viendo la tele y hablando con mi familia, pero después me juntaba con mis amigos, nos fumábamos un porro y nos contábamos qué discos nuevos habíamos conseguido.

La música tiene una presencia muy grande en la novela. Es una novela de iniciación, el narrador es un chico que termina estudiando letras, pero hay poca literatura: sobre todo hay música.

—La gente con la que hablo de literatura y de libros llegó después, en la facultad. Muchos de mis amigos del colegio se dedicaron a otras cosas. Uno es farmacéutico, otro es médico, otro es traductor. Supongo que por eso hemos hablado poco de libros. También en eso quería sacarme de encima el libro anterior, que era un libro muy de la literatura.

Recuerdo que en Mi libro enterrado había un capítulo sobre libros del género "la muerte del padre".

—Supongo que volveré a hablar de libros porque es una adicción para lo que nos gusta. Cuando la editorial me mostró opciones de tapa, había dos que me gustaban sobre todo: una tenía un cassette con la cinta salida, era muy linda, medio pop, y esta que es de un chico atravesando un libro con la cabeza y las manos. Las dos me gustaban por igual. Se las mostré a Diego Erlan, que trabaja conmigo en el diario y él me dijo que le gustaba más la del cassette, que el pibe atravesando un libro era mi libro anterior, que este era un cassette. Al final me decidí por esta porque la otra reducía al libro a una sola imagen. Esta es un poco más ambigua, puede ser cualquier cosa, se puede forzar un poco y ver una escena de iniciación. Es cierto que la música es clave pero sobre todo por la lógica del compilado. En el libro hablo de cómo armar un cassette compilado; cuando armé Mi libro enterrado también pensé mucho en cómo armaba los compilados para mis amigos. Era clave cómo empezabas, cómo cerrabas, cómo mezclabas una balada con una canción más fuerte o una canción más trágica con otra más alegre, eso en Mi libro enterrado lo tenía bastante claro: meter un capítulo más trágico junto a uno más jocoso, o pegar un capítulo narrativo con uno más teórico. El invierno con mi generación es cronológicamente un poco más lineal, tiene tres partes más claras, pero sigo teniendo en la cabeza la cosa del compilado. Dado que no hay una historia clara que se está contando, lo único que me queda es manejar la sensibilidad como hacíamos los viejos compilados: subir, bajar, risa, llanto, reflexión, narración. Esa es la influencia verdadera de la música en el libro. Es estructural.

Pero la música aparece también con el título, que lo toma de una canción de Franco Battiato.

—A Franco Battiato lo descubrí en los últimos años; es un italiano muy copado. Debe tener 15 discos perfectos de punta a punta. Eso fue real: Iván, amigo del colegio, era el que siempre me decía a quién tenía que escuchar y siempre la pega. Y un día me dijo "tenés que escuchar a Franco Battiato". Me pareció un lindo homenaje, esa línea se cierra sobre la relación de amistad.

¿Cómo te llevás con el chico que eras en aquellos años? Porque a veces lo mirás con condescendencia, a veces sos irónico, te reís de las ridiculeces.

—Arranco con un rodeo: todas las escenas que están en el libro, sobre todo las del colegio secundario, las hablamos con mis amigos en cualquier asado. Arranca el asado, hablamos de fútbol, de política, de dos cosas más, y empezamos a contar las escenas con una sensación de nostalgia, de una época hermosa. Y también con la sensación algo ficticia sobre lo grosso que éramos. Cuando me senté a escribir el libro tuve que visualizar que tan capos no eran estos pibes: tienen cosas de nerds, de boludos, de inadaptados. Esas oscilaciones del narrador respecto de cómo juzgar aquella materia es lo que me pasó cuando quebré esa especie de imagen mental compartía con mis amigos sobre nosotros mismos. Así empezó a aparecer una complejidad. El hecho de que el narrador vaya cambiando es como lo natural que tenía que suceder.

Recién decías la palabra nostalgia y me quedé pensando si el libro es así. No creo que el libro sea nostálgico.

—Espero que no. Yo creía que no. El otro día estaba con unos amigos y no sé por qué bardié a Benedetti: “Benedetti”, dije, “qué embole, siempre nostalgioso, el exilio, el Uruguay que perdí”. Cosa que no tengo idea, no leí una sola línea de Benedetti. Pero bueno: tiré una sentencia en la alta noche. Y un amigo me dijo: “Bueh, mirá quién habla. El tipo que tiene 32 años y ya escribió dos autobiografías”. Yo no creía tener nostalgia y no creo que el libro sea ni melancólico ni evocativo. Hay un poema de Mariano Blatt que dice que la poesía sólo se puede escribir cuando algo se te perdió o estás a punto de perderlo. La juventud se me está un poco yendo; empecé a darme cuenta a partir de los 30. Empiezo a percibir un cambio ya importante y la frase de Blatt me quedó dando vueltas. Escribís algo cuando lo perdiste (mi padre) o que se está por perder (la juventud). En este caso no es tan dramático, pero está. En ese sentido, el tema de la nostalgia o la melancolía puede ir por ahí: apresar o recuperar o dejar plasmado algo que está desapareciendo. Simplemente eso.

***

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