Cinco directores sin brújula

Viernes 24 de enero de 2014
Cinco películas para ver... o no.
Por José María Brindisi.
El verano es un buen momento para ponerse al día con algunas cosas. Aunque suelo seguir mis apetitos y resignar horas de sueño en función de ello, lo cierto es que el año pasado estuve tan tapado de trabajo que los momentos para abstraerme y ver películas fueron contadísimos. Esperaba, entonces, el verano con verdaderas ansias, dispuesto a darme un atracón de cine. Como a veces estoy harto de que me tilden de prejuicioso -¿se me permitirá diferenciar un prejuicio de un juicio previo?-, y al fin y al cabo las vacaciones están para tomarse todo con filosofía, me travestí en un mansísimo cordero al que en principio casi todo le venía bien. De todos modos estaba en buena compañía, por lo que ciertas barreras que yo hubiese antepuesto en otro momento eran compartidas: el filtro lo ponían los demás, pues.
Empezamos bien. No hubo que hacer mucha fuerza para que la primera elección fuese una de Michael Haneke, un tipo que al menos un par de veces ha sido extraordinario y algunas otras ha sabido cumplir. Pero no esta vez. Los Funny Games del título son un pequeño –el mercado yanqui suele no resistir mayores dilaciones- y soporífero muestrario de perversiones injustificadas, o apenas tontas, cuyo único atractivo es el de esos dos niños grandes que pronto decepcionan porque no son capaces de mostrar –el guión no se las provee- más que un par de flaquísimas cartas. Y hablando del casting, sin duda el mayor mérito de Haneke es el de destrozar a los infalibles Tim Roth y Naomi Watts obligándolos a hacer cualquier pavada, sólo porque la película necesita que los funny games continúen. Poniéndome a husmear, me reconcilié algo con Haneke al enterarme de que se trataba de una remake propia, que quizá hubiese perdido su frescura original, o vaya uno a saber qué; luego me enfureció el doble ese provincianismo de los europeos que en definitiva no se sienten parte del asunto si no se hacen fuertes en Estados Unidos (no: cuando inventaron Hollywood hicieron otra cosa, y las circunstancias eran bien distintas).
En fin: si lo conocido no funcionaba, mejor saltar al vacío. Un tal Craig Gillespie dirigía una película cuyo título –Lars y la mujer real- me resultaba enigmático, y por otro lado el protagonista era Ryan Gosling, un tipo que me caía bien y ahora me cae infinitamente mejor. La razón es que lo suyo en esa película es una verdadera proeza actoral, porque el argumento –muchacho vuelve traumado al pueblo; al fin “conoce a alguien”; ese alguien es una muñeca; todos, incluidos los del 911, le siguen la corriente hasta el final- es tan estúpidamente disparatado, de una subestimación tal al espectador, que no hay modo de entender cómo el bueno de Gosling sale ileso, cómo es posible que se esté creyendo ni una sola de las instancias que su personaje debe atravesar. Este tipo de películas demuestra una vez más que la originalidad es un valor parcial, o confuso, porque en verdad no se construye desde el aislamiento sino desde la interacción entre elementos diversos. Lars y la mujer real es una película original, sí; mejor le hubiera ido a su director con una oscuridad contenida y acaso más convencional, como lo prueban esos diez o quince milagrosos minutos iniciales que parecen no ya de otra película, sino de otra época.
En lugar de pasar al modo reactivo, decidí volverme todavía más dócil. ¿Películas que olían a mensaje, a sensiblería, a golpe bajo o a bajezas que ni siquiera golpean? Vamos, no seamos prejuiciosos… Primero fue Free Zone, del israelí-internacional Amos Gitai, un director que se distingue por su tibieza, y más allá de todo por su buena conciencia. Pero el problema esencial de Gitai es que cree que con comprar una escopeta ya hizo la guerra: esas tres mujeres que luchan con sus respectivos dramas ahí donde la intimidad parece un artificio (Oriente Medio), no dialogan con ningún contexto político sino que parecen trasplantadas, como si estuviesen jugando con sus personajes y no les hubiesen dado más que los datos del documento. Y ya que estamos en eso de las proezas actorales, rindámonos no sólo ante la belleza inexplicable de Natalie Portman sino también a su resistencia: ¿cómo es posible que logre lo que logra durante esos tres minutos iniciales, en los que lo único que hace es llorar y mirar por la ventanilla? Quizá se trate de que, aquí también, estamos en el comienzo, cuando la pesadilla aún no ha tomado forma. Quizá por eso al final no puede hacer nada, y apenas se mantiene digna cuando las tres mujeres, por alguna razón inexistente (o porque Gitai vio algunas películas de Moretti y entendió todo mal), mueven sus cabecitas al unísono, al compás de la música.
En la misma línea, y porque algunos amigos nos la habían recomendado con lágrimas en los ojos, vimos esa de un rumano que coprodujeron franceses e israelíes y alguno más –lo políticamente correcto suele internacionalizarse-, que originalmente se llamó Vete y vive, y que algún cínico –de esos que jamás se mancharon las manos con un libro de poesía- tradujo como Ser digno de ser, para no correr el riesgo de que el mensaje bienpensante de la peli fuese malentendido por uno o dos espectadores. No vale la pena describir la catarata de clichés sobre los que está montada esta historia del niño expatriado, que se adapta sólo a medias y que siempre mantiene vivo el recuerdo de su madre: los pueden imaginar todos. ¿Se animan a imaginar, además, si finalmente el muchacho logra esa dignidad que el título adoptivo del film le reclama?
Resignado, me tiré la última noche uruguaya a ver una de las más recientes del alemán Tom Tykwer, el de Corre, Lola, corre. ¿Qué quedó de aquella frescura, de aquel impacto? El mismo Tykwer se lo pregunta, y de ahí que oscile entre el mercantilismo –aunque me han dicho que Cloud Atlas es buena en serio- y la necesidad de buscar, o recuperar, una voz propia. No hay mejor modo de recuperarla que en la propia tierra, en la familiaridad del idioma con el que nacimos. Tykwer lo logra a medias, o quizá sea todo lo que tiene para decir. La película se llama Tres, y por supuesto es sobre un triángulo amoroso. No derrapa, pero es obvio que ni actores ni personajes saben por momentos qué es lo que los motiva. Que el hilvanado esencial de la historia pase, por otro lado, por una serie de casualidades revela una insobornable pereza; al final, cuesta no llamarlo capricho.
Lo cierto es que fueron las mejores vacaciones que tuve en bastante tiempo, pero respecto del cine volví desconsolado. Para colmo, ya en Buenos Aires, se me ocurrió ver la última de Sofía Coppola, la de los adolescentes que roban casas de famosos. Pero esa es tan mala que ni siquiera me provocó fastidio.