"Uno siempre se pregunta para qué escribir"

Jueves 30 de abril de 2015
Entrevista a Fabio Morábito, autor de La lenta furia, Grieta de fatiga y La vida ordenada, todos publicados por Eterna Cadencia Editora. “Siempre me ha parecido el preámbulo para una mala literatura cuando el autor necesita de sus historias para resolver algún conflicto propio”, dice.
Por Patricio Zunini. Foto: Hebert Camacho.
¿En qué momento Morábito cruzó el umbral de los consagrados? ¿Fue con La lenta furia, fue con Grieta de fatiga, con La vida ordenada? ¿Fue ya con Lotes baldíos, su primer libro de poesía, o con el multipremiado La ola que regresa? Lo cierto es que este escritor de vida trashumante —nacimiento en Alejandría, infancia en Milán, adultez en el DF— y visitante de géneros diversos —narrador, poeta, ensayista, traductor— es una de las voces más relevantes de México y un referente de la literatura de América latina. Morábito, que mantiene vínculos estrechos con Buenos Aires, llega esta vez dentro del contingente de autores que participan en el homenaje a la ciudad de México en el marco de la Feria del Libro. Llega con un nuevo libro, al que, con mordacidad, llamó El idioma materno, que incluye textos inéditos junto con las columnas que publicó en la Revista Ñ. En esta entrevista, lejos de una pose escandalizante pero tampoco beatífica, Morábito habla de la forma en que entiende la literatura.
—En la mayoría de tus cuentos y poemas hay una sensación de inminencia. Quería que comenzáramos hablando de eso.
—No hay historia, por más filosófica o psicológica que sea su temple, que no introduzca un mínimo de suspenso o de enigma que hay que resolver. Toda historia se fundamenta en eso. Hay algo que va a pasar o que ya pasó y cuyo misterio hay que esclarecer. Esa es la fuerza dramática que puede atrapar al lector, sin ella no sería concebible que nos contáramos historias. En ese sentido no creo ser nada original.
—Con frecuencia tus protagonistas o narradores son bastante avaros. Incluso hay personajes, como el narrador del primer cuento de La vida ordenada, que podrían solaparse con vos —siempre diferenciando autor de narrador— que son más bien desagradables. No te interesa que salgan bien parados.
—Tal vez porque tengo muy clara esa diferencia que acabas de mencionar entre autor y narrador, y puedo, hasta aún en primera persona, tratar enteramente a mis personajes como tales, sin sentirme personalmente involucrado. Es algo que corre parejo a la no necesidad de conocerme a través de la escritura: para mí no es un ejercicio terapéutico o de expiación; incluso yo rechazo esa idea. Siempre me ha parecido el preámbulo para una mala literatura cuando el autor necesita de sus historias para resolver algún conflicto propio. Que escribir ayuda a vivir, seguramente. Pero de una manera misteriosa acerca de la que es mejor no preguntarse.
—¿Cuál es el objetivo de escribir?
—Sencillamente reordenar el mundo alrededor de uno. A lo mejor uno se siente inhábil para hacerlo de otro modo. Siempre hay una lesión vital en todo escritor y todo artista, una cierta incapacidad de vivir llanamente como todo el mundo, sin aspiraciones de trascendencia de algún tipo. Uno siempre se pregunta para qué escribe, ¿sirve escribir?, ¿vale la pena lo que estoy haciendo? Son cosas que, me imagino, ningún profesional se pregunta. Un médico no se pregunta a cada rato si vale la pena lo que está haciendo. Es tan evidente su cercanía con el rebaño humano, el provecho que le pueda proporcionar, que aunque no sea un gran médico, cumple con su vocación. El escritor siempre duda.
—Me hacés acordar una charla de Margo Glantz en el Malba, cuando una mujer del público le dijo que estaba escribiendo una novela para contarle su vida al nieto y ella la interrumpió: “Si le quiere dar algo a su nieto hágale un suéter”.
—[Se ríe] Enteramente de acuerdo: mejor un pulóver. Retomando la respuesta de Margo Glantz, eso también significa que no hay que conocer demasiado a tu público. No se escribe como una forma de dedicación. Hay que vivir un poco apartado de tu público, conociéndolo a medias. Uno no puede dejar de tener una idea porque va conociendo lectores y a la larga forman una especie de comunidad o de membresía. Pero hasta ahí. Cuando uno escribe para agradar a alguien que admira profundamente —otro escritor, por ejemplo— se está limitando. En esa respuesta de Margo Glantz está implícito que, además de que no hay que escribir como regalo, tampoco hay que escribir para nadie.
—Sos narrador, poeta, ensayista, traductor. Sin embargo, esos saltos no se dan los libros, donde cada uno tiene su propio género.
—Me parece que se ha abusado un poco de la transgresión de los géneros; si no trasgredes el género no sirve. Cuando escribo un cuento no me preocupo demasiado si trasgrede la tradición, si innova. No hay que planteárselo. Son más bien ciertas historias las que te obligan a tomar decisiones estratégicas y concretas: si se narra en primera o tercera persona, por dónde arrancar, si el autor es semiomnisciente. Muchas veces dudo entre la primera o la tercera persona: aspiro a la tercera porque me parece que ofrece más dificultades y donde veo más dificultades es donde veo más logros posibles. La primera persona me resulta sospechosamente fácil. La segunda me parece tan fácil que nunca la uso. Esas son las decisiones que luego pueden volverte un innovador sin haberlo pretendido. La única forma legítima de conseguir una originalidad o un temple innovador en cualquier género es no proponérselo. Pero hay que ser consciente de que ciertas decisiones estratégicas pueden ser decisivas para el texto.
—Tu nuevo libro se llama El idioma materno. Creo que en el título se juega mucho de tu identidad, porque ¿cuál es tu idioma materno?
—No sé cuál es, ya lo he perdido. El español, por más que uno aprenda bien otra lengua, nunca va a ser tu lengua psíquicamente nativa.
—Pero escribís en español.
—Pero escribo en español. Escribo una lengua inventada en la medida que una lengua aprendida es una lengua inventada. Creo que eso me ha hecho muy sensible frente a la cuestión estilística. Quizá, más que la lengua, el estilo sea la verdadera patria de un escritor. Y el afán de crearse un estilo sea más el nudo de aquellos que escriben en una lengua extranjera. Al mismo tiempo es más fácil, porque si el estilo es producto de una separación y de una conciencia de lo artificioso que es la lengua literaria, nada mejor que esa lengua literaria sea de por sí una lengua extranjera para que sea más evidente el carácter extranjero de toda lengua literaria.
—¿Podrías escribir en italiano?
—Lo he intentado. Durante una estadía en Roma intenté escribir algunos poemas y debo decir que, desde el punto de vista meramente prosódico nunca me habían salido poemas tan fácilmente. Pero no tenían ningún valor, porque no me reconocía en la voz que había detrás de esos poemas. Me parecía la voz de un turista. Tal vez el estilo sea una especie de idioma propio dentro del idioma extranjero que es el idioma literario. Algo que hay que construir, no tanto como afán de reconocimiento, sino como una mínima tienda de campaña dentro de esta intemperie que es el idioma extranjero.
—¿Tu estilo sería la forma breve?
—Es dificilísimo definir un estilo; nunca he leído una buena definición de estilo de algún escritor en particular. En todo caso, el estilo es… un taladro. Hay que taladrar, entrar en la pared. El taladro escoge la profundidad y la precisión a expensas de una mayor amplitud de mirada y con la esperanza de que ese pequeño surco, ese túnel mínimo, de pronto desemboque en una cámara interior amplísima y misteriosa, como pasa en muchos cuentos mágicos.
—La respuesta me hace acordar a tu libro Caja de herramientas.
—[Se ríe] Es una respuesta sobre el estilo con estilo.
—Otra marca en tus cuentos son las mujeres. Son súper importantes; supongo que deben ser súper importantes en tu vida.
—Sí, es un reflejo. Me llevo más con las mujeres que con los hombres. Nos entendemos más. Tal vez viví una infancia rodeado de muchas tías, esas tías italianas invasoras, asfixiantes, que me dieron la intimidad y confianza con el sexo femenino… No quiero caer en una especie de psiquiatría, no sé a qué se debe.
—Lo refiero porque así como hay una sensación de inminencia, como hablábamos al comienzo, hay también cierta erótica presente.
—No tanto por el erotismo como una meta, sino porque las mujeres son más abiertas a cambiar. Los hombres somos inseguros y, por lo tanto, nos encasquetamos en una misión, una procesión, una forma de ser, de la que luego es muy difícil cambiar. Las mujeres están más dispuestas a cambiar si se enamoran, si se conmueven. Pueden quemar naves más fácilmente. Desde el punto de vista de mis historias —o desde el punto de vista literario en general— eso es una tela mucho más aprovechable. La mujer rige la poética del cambio, de la transformación humana. Por otro lado el erotismo también es una forma de encontrar otra vía de comunicación. En “El árbol caído”, uno de los cuentos de La vida ordenada, hay un encuentro entre un joven y la mamá, ya bastante anciana, de su viejo amigo. Hay sólo un instante de posible, remoto erotismo, que inmediatamente se neutraliza porque no ninguna atracción, pero hay algo que podría parecerse a eso: tocan el piano juntos, seguramente se rozan el codo, están los datos para alguien que quisiera ver en eso el principio de relación erótica. Sin esa mínima chispa erótica, hasta una relación tan poco erótica como esa, perdería cierta gravedad. Eso posibilita que se comuniquen a pesar de la distancia en intereses, en tiempo, en memorias. El cuerpo siempre te permite decir más.