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"No le daría consejos de escritura a nadie"

Entrevista a Valeria Luiselli por su segunda novela, La historia de mis dientes (Sexto Piso).

Por Valeria Tentoni. Foto Zony Maya.

Valeria Luiselli

“Cada diente en la cabeza de un hombre es más valioso que un diamante”, dice la primera galleta de la suerte china que sabe leer Gustavo Sánchez Sánchez. Carretera, así lo llaman, si bien no ostenta nombre propio con duplicado en la nómina de escritores clásicos y contemporáneos que se forma al terminar de leer la segunda novela de Valeria Luiselli, tiene otros atributos: “Soy el mejor cantador de subastas del mundo. Pero nadie lo sabe porque soy un hombre comedido. (…) Puedo imitar a Janis Joplin después de dos cubas. (…) Puedo parar un huevo de gallina sobre la mesa, como hacía Cristóbal Colón. Sé contar hasta ocho en japonés: ichi, ni, san, shin, ko, loko, sichi, hachi. Sé nadar de muertito”. En La historia de mis dientes, Luiselli le dará a este subastador profesional escenas, por ejemplo, en las que consigue mejor postor para la dentadura de Platón o para los “dientes melancólicos de Borges” bajando el martillo en una iglesia. También le dará tíos como Joyce, Proust o Dostoievski, un hijo malcontento, varias mujeres, una bicicleta, una alegría extraña.

Carretera hubiese sido capaz hasta de subastar la dentadura de Olla, la mujer de ese cuento de Carver, peleándoselos al dentista que se la quería quedar por tremendamente horrible antes de que termine sobre el televisor de la dueña, como adorno. ¡Los dientes, los dientes! “Objetos pequeños, blancos, marfilinos”, como los describe el monomaniaco que se queda con los de Berenice. “Entre los múltiples objetos del mundo exterior no tenía pensamientos sino para los dientes. Los ansiaba con un deseo frenético. Todos los otros asuntos y todos los diferentes intereses se absorbieron en una sola contemplación. Ellos, ellos eran los únicos presentes a mi mirada mental, y en su insustituible individualidad llegaron a ser la esencia de mi vida intelectual. Los observé a todas las luces. Les hice adoptar todas las actitudes. Examiné sus características. Estudié sus peculiaridades. Medité sobre su conformación. Reflexioné sobre el cambio de su naturaleza. Me estremecía al asignarles en imaginación un poder sensible y consciente, y aun, sin la ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral”, leemos en Poe, y el horror al que llega en ese relato no está tan lejos del que resuelve otro vínculo familiar aquí. Aunque esta novela, por cambio, no carga con el ánimo lúgubre del narrador extraordinario de allí: esta es una obra edificada sobre un notable sentido del humor, desparramado en cantidad de peripecias que perfilan al entrañable Carretera. Y todo sentido del humor invoca, claro, un sentido adjunto de la tristeza.

La mexicana Valeria Luiselli, también autora del libro de ensayos Papeles falsos y de la novela Los ingrávidosresponde desde Nueva York, donde actualmente reside, algunas preguntas sobre el libro vía correo electrónico:

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—¿Cómo surgió la idea de La historia de mis dientes? En los agradecimientos comentás la primera experiencia de lectura, ¿podrías contar más sobre eso?

—Surgió como una comisión de una colección de arte contemporáneo, la Colección Jumex, que a su vez está financiada por una fábrica de jugos homónima. Me pidieron un texto por entregas para el catálogo de una exposición. Originalmente querían que las entregas las escribiera en un blog, y como eso no se me antojaba en lo más mínimo, accedí a escribir por entregas, pero sugerí hacerlo para los obreros de la fábrica de jugos. No sabía si los obreros iban a acceder, pero por fortuna un pequeño grupo se interesó en el proyecto. Durante un tiempo estuve escribiendo entregas semanales, que se imprimían en la Jumex y que el grupo de obreros leía los miércoles por la tarde. Ellos leían en voz alta, luego comentaban, y muchas veces criticaban ferozmente. Siempre terminaban contando sus propias historias. Los jueves me llegaba la grabación de la sesión del día anterior. Yo la escuchaba, tomando notas, y enseguida me ponía a escribir la siguiente entrega. El libro se fue escribiendo así, en el vaivén de esa colaboración, y los temas con los que lidia son producto directo del intercambio con los obreros.

—¿Cómo fueron esas devoluciones, cómo mutó el libro a partir de ellas?

—Mientras yo escribía la serie de entregas, en la galería de la Jumex se estaba montando la exposición —una exposición con objetos de arte que habían sido adquiridos directamente por la Jumex e indirectamente por el trabajo de los obreros en la fábrica. Para mí el tema de fondo, que de maneras distintas surgió en nuestros intercambios semanales, era la enorme sima entre el mundo de la fábrica y el mundo de la galería en donde se exponían las piezas de la colección. Así que la novela empezó a girar en torno al problema de cómo las cosas adquieren o pierden valor. Y, en particular, cómo los objetos de arte, que tienen un valor determinado cuando están en un contexto específico, pierden ese valor si se les descontextualiza (el proceso inverso del mingitorio duchampiano). Afuera del marco de una galería de arte, por ejemplo, un perro disecado del artista Maurizio Cattelan es sólo un pinche perro disecado. Si ese perro es desplazado, puesto por ejemplo adentro de una fábrica, se convierte simplemente en una cosa, una cosa incluso asquerosa. Hay procesos análogos o similares en la narrativa: una referencia a un autor, un nombre citado fuera de su contexto usual, desplazado del contexto que le confiere sentido y valor, es sólo un nombre.

—¿Por qué te atrajo la figura del subastador? ¿Y por qué el coleccionismo?

—Como te decía, quería escribir sobre el valor de las cosas. Necesitaba un personaje cuya relación con el mundo del arte pasara a través del dinero. Una relación utilitaria, exenta de todo romanticismo. Pero, a la vez, necesitaba un personaje que tuviera un amor particular por los objetos —que pudiera mostrar la otra cara del asunto.

—¿Cómo generaste la voz y el tono de Carretera? ¿Con qué lo construiste?

Tengo un tío que trabaja como vendedor en el mercado más grande de la ciudad de México, la Central de Abastos. Es un genio a la hora de hablar sobre las cosas que está vendiendo, sea una pierna de jamón serrano, sea una parte de un coche, sea un costal de cemento. Tiene, como Carretera, una dentadura postiza, con la cual nos entretenía y aterrorizaba por partes iguales cuando éramos niños: quitándosela en las comidas familiares, haciéndola hablar como un muñeco incorpóreo de ventrílocuo, o poniéndola a bailar con los saleros en la mesa. Carretera está inicialmente inspirado en él. Pero también sucedió algo que no preví. Entre los obreros que leían las entregas en voz alta, hubo uno cuya voz me cautivó —su ritmo, su malicia, su picardía. De alguna manera empecé a escribir para que él leyera en voz alta.

—Lo que vende Carretera son historias, en el fondo. Los consejos que le da al joven escritor con que se topa desayunando y al que le encarga su biografía, ¿son los que te darías, son los que le darías a alguien que escribe?

No le daría consejos de escritura a nadie, salvo que hay que leer y escribir. Fuera de eso, creo que cada quien tiene que lidiar con sus propios demonios como mejor pueda.

—¿Cómo te llevás con el “terror a la irrelevancia”?

Casi siempre con sana resignación.

—En el libro, como Enrique Vila-Matas (quien también se vuelve personaje), o como, por caso, Gonçalo M. Tavares, hay una constelación de nombres propios de escritores reciclados al servicio de la trama. Con respecto a los “tíos”, a los mayores (a los muertos, bah), Joyce, Proust, Sartre, Dostoievski, Wittgenstein, etcétera: ¿cómo podríamos leer esa lista con respecto a vos como escritora, no ya dentro de la historia?

Exacto –en principio son nombres reciclados, sólo eso. Pero también cito sus ideas, es cierto. Supongo que así funciona mi cabeza, por ende mi proceso de escritura: cuando estoy llegando a una idea que me parece muy buena, me doy cuenta de que es en realidad idea de alguien más. Mis libros están llenos de eso —mi propio tren de pensamiento interrumpido por el de otros, más lúcido y preciso que el mío.

—¿Y esa otra lista, la de tus contemporáneos?

Esa lista es muy distinta a la anterior, y no es nada más que eso: una lista con una serie de nombres de algunos de mis contemporáneos. Es “name dropping” en su expresión más llana y literal. Lo interesante para mí es que esa lista se ha leído de muchas formas distintas, dependiendo de la comunidad lingüística que la lea. En la muy solemne crítica mexicana, se ha entendido como “homenaje” (México es el país de los homenajes). Otros creen –no sé bien por qué– que se trata de un chiste. En Inglaterra, un crítico me preguntó si era el mapa definitivo de la narrativa actual latinoamericana. (Por supuesto que no lo es). En Holanda, donde salió este año la novela, los nombres pasaron de largo, como pasaron también inadvertidos frente a los obreros de la fábrica. Creo que la diversidad de reacciones demuestra la irrelevancia relativa de esos nombres, su valor fluctuante según el contexto en que se lean. Demuestra, también, que al final, los nombres propios son sólo contenedores vacíos. Ponemos en ellos lo que sabemos de ellos. Si no sabemos nada, no modifican el contexto en el que están insertos. Si sabemos algo, si para nosotros están llenos de contenido, entonces pesan, y con su peso modifican el tejido narrativo a su alrededor.

—El libro está cargado de anacronismos y palabras muy aferradas al lugar en que naciste: ¿te preocupa preservar lo que escribís de la higienización al neutro que se produce, a veces, en los escritores?

En definitiva, no hay nada más triste que un español higiénico. Peor: un español que aspire a borrar diferencias y peculiaridades para alcanzar a más lectores. Los mexicanos que escriben “gafas” (a la española) en vez de “lentes” o “anteojos” o lo que sea, merecen ser desterrados al último círculo del infierno –un círculo habitado por todos los viejitos miembros de la Real Academia de la Lengua.

—La escribiste viviendo en EEUU, ¿fue un modo de salvar distancias, de estar en casa? 

Sí, es posible que haya escrito esta novela con un dejo de nostalgia por un español que casi nunca escucho y que sin embargo considero el mío (en total he vivido más de veinte años fuera de México). La escribí recordando el español de mi familia materna en México, y escuchando el del grupo de obreros que la leían y comentaban en el proceso. Supongo que mi escritura siempre es un proceso de apropiación del léxico de quienes me rodean —sea el léxico de mi familia nuclear, el de una comunidad específica, o el de los escritores que me han formado o los que estoy leyendo en el momento.

—¿Cómo se te vuelve novela una idea? ¿Cómo trabajás hasta lograrlo?

En general me tardo tres o cuatro años con un libro, desde que aparece una idea, la desarrollo, tomo notas, leo, escribo, borro, descarto, reescribo. La gran mayoría de las ideas que tengo para un libro no se convierten en nada. Las que pasan la prueba mi propio aburrimiento, las que aún después de años de darles vueltas me siguen interesando, ésas se convierten en libros.

El caso de La historia de mis dientes es distinto a mis otras experiencias, porque sabía desde el principio que estaba escribiendo algo que iba a ser leído de modo casi inmediato, por ese pequeño grupo de lectores de la fábrica. No es un libro, como mis otros dos libros y el que estoy escribiendo ahora, que haya cargando dentro durante años, y que luego haya destilado lentamente. Tiene un carácter mucho más inmediato; es menos preciosista y más desfajado. En un mundo ideal, se hubiese publicado como se imprimió originalmente en la Jumex: en una serie de fascículos baratos que se leen en el camión y luego se descartan, como las novelas por entregas del siglo 19.

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