"La máquina de eternidad es el libro"

Lunes 21 de setiembre de 2015
Se inauguró en el Museo del Libro y de la Lengua la muestra "Galaxia Borges. Museo de la eternidad", que permanecerá hasta diciembre de este año.
Por Valeria Tentoni. Fotos Marcelo Huici.
Andrés Di Tella, Horacio González, María Pía López y Soledad Quereilhac
“El Museo del libro y de la lengua contiene su propio e invertido museo: el de la Eternidad o Galaxia Borges. En este museo se presentan las huellas de la empresa que algunos consideran fracasada y otros triunfante, de vencer al tiempo. Varios escritores imaginaron modos de la eternidad: Jorge Luis Borges, Macedonio Fernández, Leopoldo Marechal, Adolfo Bioy Casares, Ricardo Piglia”, así se presenta la muestra que ha tomado desde el subsuelo hasta el segundo piso del edificio. Hay manuscritos, máquinas, videos, una instalación que toma un cuarto completo para recrear La invención de Morel, una muestra circular de arte visual, objetos, cosas, cositas. Hay libros expuestos —como la primera edición de Historia de la eternidad con las anotaciones de Borges en los márgenes, su letra pequeñita para corregirla para su edición definitiva. “El tiempo es un problema para nosotros, un tembloroso y exigente problema, acaso el más vital de la metafísica; la eternidad, un juego o una fatigada esperanza”, se puede leer en sus primeras páginas.
Para inaugurar la muestra se realizó una mesa redonda en el auditorio David Viñas en el que intervinieron Soledad Quereilhac, Andrés Di Tella y Horacio González, además de María Pía López, directora de la institución. Quereilhac, especialista en la obra de Adolfo Bioy Casares, disertó alrededor del género fantástico y de “ese coqueteo tímido pero existente que tiene la literatura argentina con la ciencia ficción”. Di Tella compartió algunos minutos de su documental "Macedonio", realizado junto a Ricardo Piglia en 1995, que sorprendió con la figura de Ricardo Zelarayán hablando del autor del Museo de la novela de la eterna, y algunas anécdotas alrededor de cómo se resolvieron las publicaciones de sus textos inconclusos. “La eternidad es una historia de fantasmas, de hechizados, de casas embrujadas”, dijo el cineasta, “y nada más parecido a una casa embrujada que un museo”.
¿Cuánto dura un minuto? ¿Cómo construir un museo de la eternidad? ¿Qué es un museo; para qué está un museo? Horacio González contó que cuando propuso hacer este Museo del Libro y de la Lengua un Ministro de Educación le dijo: “Qué aburrido”. Y concede que quizás tenía razón en su prejuicio. Pero que, acá, “hay un museo que se investiga a sí mismo. (…) Este museo niega su carácter de tal al materializar elementos de la ficción”, y sugirió que lleva adelante la tarea de renovar “la fórmula del espectador de los museos”.
El Museo del Libro y de la Lengua, ubicado justo al lado de la Biblioteca Nacional, se parece un poco a otros dos museos extraños: el Museo del Puerto y el Ferrowhite, que es un museo-taller. Estos dos están apenas a metros de distancia en el Puerto de Ingeniero White, en Bahía Blanca, y quizás por eso resultan contaminados entre sí por un espíritu común (habitados, para hacer juego con las palabras de Di Tella). Por otra parte, la contaminación en esa zona es algo en lo que todos tienen experiencia, ya sea como víctimas o como victimarios.
En el primero de esos museos el nombre que hay que dar es el del también poeta Sergio Raimondi. En el segundo, el de Reynaldo Merlino, ahora continuado por el talentoso Nicolás Testoni. En el Ferrowhite, el patrimonio está pensado como producción. “El museo empieza afuera”, saben. El Museo del Puerto es uno en el que se pueden encontrar, por dar un ejemplo, muestras de los repasadores de las cocinas del barrio: “Todo objeto (¡Sí! ¡Hasta un trapo sucio de cocina! ¡Hasta un celular en una vidriera!) puede ser parte de la indagación del museo, despertar ese tipo de empatía que mueve a conocer más, hacer consultas a los vecinos, generar convocatorias, talleres, muestras y muchas preguntas”, leemos en su web. En ambos casos, los museos son pensados como lugares de recolección donde pasan cosas. Donde algo ocurre, y donde los encuentros personales son los que generan esas ocurrencias. La fricción de las biografías y del trabajo produce comunidad, memoria y sentido. El valor de uso de los objetos es el que prima –algo extraño, algo muy extraño para un museo donde, casi siempre, el que prima es el valor de cambio, y por eso se habla de patrimonio, y por eso se leen cosas en los diarios esta semana como que los Bellos Jueves del Museo de Bellas Artes suponen actividades que deberían hacerse en centros culturales y no en un museo. Y que entonces se suspenden.
Mientras tanto, en el Museo del Libro y de la Lengua parecen más habitados por ese espíritu terrestre que invoca manoseos, pulsaciones, recorridos, toqueteos, interacción. Suena como una hipótesis extravagante (un museo de Buenos Aires contagiado por dos museos de un puerto del interior del país, en este abanico de rieles que nos heredaron) pero si se le pregunta a María Pía López se constatará que sí, que la intuición es correcta. Que el Museo del Puerto se tuvo como referencia, así como el Museo de la lengua portuguesa de São Paulo (este último en su tratamiento de lo tecnológico y como ejemplo de museo interactivo).
Para López, esta muestra es un “homenaje a la ficción” que busca “pensar si hay algo más allá del tiempo, pensar la eternidad”. Así, entre otras cosas que se mencionaron al principio, hay un gran panel donde la disposición de los objetos, la manera de presentarlos en sus textos, la estrategia de agrupación, tiene una calidez y un registro de cercanía muy similar al que se puede encontrar en esa dupla museística a las puertas del sur. Hay una lata antigua de dulce de membrillo con la cara de la Gioconda. Una bala. Un anillo. Una madera del escalón donde alguien, una vez, encontró un Aleph. Una raqueta. Una filmadora. De ahí podemos pensar en otras listas, como la de Borges que dispara Las palabras y las cosas de Foucault ante la “abundancia de seres”, o también a las listas abrumadoras del Cosmos que dictó ese hombre que se despidió de Argentina diciendo “¡Maten a Borges!” Esto es, de ahí podemos ir hacia los libros, y quizás esa sea la misión de un museo como éste: funcionar como hipervínculo para nuestros clicks neuronales lectores.
Y lo rándom, lo aleatorio, ¿no es después de todo la única manera que tenemos de acercarnos a la intuición del infinito? Toda percepción de la eternidad es aleatoria. Si la eternidad es cierta, no podemos tocarla de otro modo que acercándonos a los restos caóticos que la marea del presente acerca a las costas de la isla de nuestros sentidos. La vida podría ser pensada así, también. Como el parlamento de un dios que nos dice: “El infinito es posible, pero no para ustedes. Confórmense con esto, que es bastante, y dense por convencidos con esta probadita de eternidad de que el tarro de la miel del tiempo es dulce. Y todo mío”.
"La máquina de eternidad es el libro", dijo López al final, antes de invitar a los presentes a dar una recorrida por la muestra, recuperando el micrófono como si se le hubiese olvidado dar una advertencia importante.