"El teatro es un arte colectivo"

© Sebastián Freire
Miércoles 26 de marzo de 2014
¿Qué leen los que hacen teatro? Rafael Spregelburd, actor, director y dramaturgo, comparte con nosotros su biblioteca.
Por Valeria Tentoni.
Rafael Spregelburd nació en Buenos Aires en 1970. Abandonó la carrera de Artes combinadas en la Facultad de Filosofía y Letras para dedicarse de lleno al teatro. Se formó con maestros como Mauricio Kartun, Daniel Marcove y Ricardo Bartis. Es dramaturgo, actor, director, traductor teatral, guionista, cineasta y docente. Ha sido traducido a idiomas como el neerlandés, el eslovaco o el sueco, y distinguido con premios entre los que se pueden listar el Casa de las Américas, Konex, Tirso de Molina o el Nacional de Dramaturgia.
Entre sus trabajos en teatro, por ejemplo, pueden mencionarse La modestia, Lúcido, El pánico, La estupidez y Bizarra, editada por Entropía en 2008: “¿Quién dijo que la carne deja de doler después del golpe final?”, gime una voz en off ahí. A partir del 10 de abril podrá verse Spam, una “ópera hablada” en la que intervienen elementos como traductores de Google o documentales falsos, en la sala del teatro El Extranjero. También se ha desempeñado en cine, en películas como El hombre de al lado o Historias extraordinarias. En el marco del BAFICI, el 7 de abril se estrenarán El escarabajo de oro, de Alejo Moguillansky, en la que trabajó como actor, y El crítico, de Hernán Guerschuny, el 17 de abril.
No hace falta advertir que se trata de un hombre decididamente inquieto. Aprendió a leer y a escribir, cuenta, antes de lo previsto. El primer libro que encuentra entre sus lecturas es El faro del fin del mundo, de Julio Verne: “Lo recuerdo perfectamente. Debe haber sido a los cuatro o cinco años. Todos en casa creían que yo miraba los dibujitos y nada más, pero parece que mi hermana mayor me había enseñado a leer sin que nadie se diera cuenta. Cuando terminé el de Verne, empecé a escribir una novela en la vieja Lettera 22 de Olivetti. No sé sobre qué era. No se conserva nada de mi obra literaria de los cuatro años”.
Según explica, lo que resulte de la pregunta –bastante simplona e imposibilitada, por cierto- “¿Cuáles son tus libros favoritos?”, dependerá del momento: “Es igual que los discos. Releo poco, así que a veces puedo recordar injustamente algún libro como glorioso y tal vez no resista una segunda lectura. Pero no cabe duda que siempre vienen a la memoria un puñado de títulos: todos los cuentos y novelas de Salinger, todos los de Carver, las obras de teatro de Chejov, las de Wallace Shawn, las de Harold Pinter, las micronovelas de César Aira, las macronovelas de Haruki Murakami, casi todo Borges, los ensayos de Eduardo del Estal, de Walter Benjamin, de Slavoj Žižek, y algunos libros más o menos estrafalarios, como La búsqueda de la lengua perfecta, de Umberto Eco, De vidas ajenas, de Emmanuel Carrère, o El Principito, de Saint-Exupery. No hay patrón”. Tampoco hay manías lectoras, “salvo que no les doy mucha chance a los libros que no me atrapan de entrada. Si a las 20 páginas no son para mí, paso a lo que siga. Esto vale tanto para las novelas de moda como para las de Joyce o Proust”.
Compuso, al momento, una gran cantidad de personajes en su carrera y le resulta difícil pensar en el que más lo retuvo: “Como actor, algunos personajes duraron mucho más tiempo simplemente por el hecho de que la obra se extendió a veces por más de cuatro años en giras y reposiciones. En ese sentido, el Gwyn que hago en mi obra Buenos Aires, que llevamos mucho afuera, vuelve de vez en cuando con toda su carga de dolor desde que la estrenamos en Cardiff en 2006. Si se trata de hablar de la escritura de algún personaje, los límites son más difusos: a veces creo que algunos personajes se sumergen al terminar una obra y reaparecen en la siguiente con otro nombre y otra historia, pero con su modo de razonar intacto y caprichoso. Supongo que de todos ellos, los individuos más acabados (los que acarrean más capas de karma y depósitos de épocas y vidas diversas en obras anteriores) son el Auzón de Apátrida, el Jaume Planc de La terquedad y el desmemoriado Monti de Spam”.
Spregelburd explica que nunca siente completas a las historias que escribe, y que por ese motivo, justamente, es que las lleva a escena: “No son las historias en general lo que me convoca. El teatro es un arte colectivo, y los factores que intervienen son muchos: los actores con los que voy a trabajar, por ejemplo, pesan más que el relato en sí. Supongo que la historia debe tener más o menos lo de siempre: misterio, sorpresa, zonas desconocidas y orden y caos en partes iguales”.