"A la cultura no le interesa las malas noticias"

Viernes 11 de setiembre de 2015
Gabriela Massuh habla de su novela Desmonte (Adriana Hidalgo): "Es muy difícil expresar los problemas de los aborígenes en algo que no sea en un contexto de semificción", dice.
Por Patricio Zunini. Foto: Sebastián Freire.
Catalina recibe el encargo de caracterizar al Daneri —el escritor que Borges caricaturiza en “El Aleph”— de la literatura actual. Ella considera que la cultura debería ser una vía de intervención política y social, pero acepta el encargo: sabe que los suplementos culturales no están hechos para eso y además necesita la plata. Personaje secundario de su propia trama, Catalina vive en un estado de indefensión y, mientras espera el regreso de su hijo, posterga la entrega del artículo y llena el tiempo con aquellos personajes reales del noroeste del país, de los que gustaría hablar.
Desmonte, tercera novela de Gabriela Massuh --ex directora editorial de Mardulce--, viene a continuar una serie involuntaria que se inició en La intemperie y siguió con La omisión. Desmonte es una crítica desencantada a las camarillas literarias a la que Massuh, con maestría, le agrega un nivel más de discusión y señala cómo el desinterés general libera de consecuencias a las grandes multinacionales que expulsan a los pueblos originarios y explotan los recursos naturales sin control. Un libro incómodo y urgente que uno debería tener presente en el cuarto oscuro.
En esta entrevista, Gabriela Massuh habla de su nuevo libro, pero también del compromiso que le llevó a escribir la investigación El robo de Buenos Aires, de la función de los intelectuales, de cómo la literatura argentina sigue teniendo una concepción decimonónica.
—Si bien en tus libros siempre se ha notado una vocación política, tal vez a partir de El robo de Buenos Aires, aparece más definida.
—Es cierto. Casi lamento confesarlo, porque es evidente que el resabio de lo político no se lleva bien con la literatura en general, y menos con el arte. Mi gestión en el Instituto Goethe estuvo atravesada por la reflexión sobre la fusión entre arte y política; la fecha clave fue el 2001, cuando me di cuenta que la política corría para un lado y el arte era una cuestión de clase. En aquel momento, en las postrimerías de Menem, habíamos perdido al Estado como la política del bien común y aparecía la política del negocio y del sálvese quien pueda, que es lo que sigue reinando ahora. Entonces me empezó a interesar la política de la pérdida, en el sentido de la pérdida del bien común, de sentirme dentro de una sociedad que me contuviera. Todo eso se fue articulando y contaminó a mis libros con una especie de pesadez de la proclama. Reconozco que en Desmonte la parte que concierne específicamente a las dos dirigentes guaraníes es la que más me costó porque tenía un tono de crónica política. Me costó muchísimo encontrar la voz desde dónde narrar. Hasta hoy creo que no está bien lograda.
—Pero si ves eso —que yo no comparto—, ¿por qué soltaste el libro?
—Es que me doy cuenta ahora que la corrección que hice no bastó. Llego a verlo años después, siempre llego tarde: se me va madurando adentro y después sale. Tal vez lo hubiese tenido que escribir desde la protagonista. Pero son solamente los relatos de ellas, las escenas entre Antonio y la aborigen, Jacinta, las dejaría igual.
—¿Por qué abordás los conflictos políticos de la ciudad de Buenos Aires desde un libro de investigación, pero los que tienen que ver con el noroeste del país los trabajás desde una novela?
—Lo que uno puede describir sobre la situación de los pueblos originarios —específicamente estos tres que conocí muchísimo: Tinkunaku, Río Blanco e Hipólito Yrigoyen—, es muy difícil de expresar en un libro que no fuera de sociología y que tendría una difusión muy escueta. Yo sabía que El robo de Buenos Aires podía tener mayor difusión porque era escandaloso. En cambio este es un escándalo que, por lo general, interesa menos. Están muy lejos y los aborígenes no son un actor social. Nunca lo van a ser. Mirá lo que pasa con los Qom. Los cartoneros sí son un actor social o son protagonistas de lo que pasó en 2010 con el Indoamericano son un actor social. Es muy difícil expresar los problemas de los aborígenes en algo que no sea en un contexto de semificción. Es pedir la captatio benevolentia del lector: ganártelo para estremecerlo un poco.
—En la primera respuesta decías que los efectos del menemismo se siguen viendo hasta ahora. ¿Es una crítica al kirchnerismo o a la política en general?
—Es una crítica a la política en general. El kirchnerismo tiene un discurso más social, pero no es esencialmente diferente al PRO. Los modos de producción son iguales: hay extractivismo, hay un aprovechamiento fatal de la naturaleza y los recursos, véase Vaca Muerta. Y hay que tener en cuenta que en la ciudad, las leyes más siniestras que han sido aprobadas por el macrismo, tuvieron el apoyo del kirchnerismo. Ahora, a fin de año, se viene otro paquete de leyes que implica vender espacio público. No son esencialmente diferentes. Este no es un tema de la Argentina, es un tema en general donde hay una noción política del sálvese quien pueda, salvemos las finanzas, hagamos todo lo posible para que haya crecimiento económico y si la brecha social se acentúa no importa, pero sigamos produciendo. Esa especie de vocación brutal para destruir.
—Sé que después de publicar El robo de Buenos Aires comenzaste a militar con más fuerza. Pero yo creería que había una militancia previa que te llevó a escribir esa investigación, antes que al revés.
—Es cierto. A mí me consuela mucho el trabajo de militancia. Pero no la militancia política en un partido. Presenté mi libro en los lugares más insólitos: desde un colegio en Barracas hasta en la Comuna 7 donde todos los sábados se hacen talleres. Allí donde me llaman voy con el libro. Me divierte y también me consuela porque veo que hay muchísima gente trabajando. Aprendo muchísimo. Es similar a mi trabajo en Salta: fue visitarlos, enterarme de lo que pasaba y sentirme parte de algo diferente, me hizo sentir muy acompañada.
—¿Notaste que en tus tres novelas, La intemperie, La omisión y Desmonte, la narración comienza a partir de una pérdida?
—Yo lo repito siempre: "Entender es tener conciencia de la pérdida". Eso es de Hannah Arendt, que construye toda su obra a partir de la pérdida de la patria y el lenguaje. Su obsesión con el autoritarismo para ver qué pasó, qué perdió. Para mí también fue muy importante esa conciencia a finales de los años ’80, cuando empezamos a perder el Estado. Sobre todo en el ‘89, con la coincidencia de la caída del muro y acá el menemismo.
—Vos hablás de la pérdida del Estado, pero yo me refería a las pérdidas individuales de cada protagonista: en La omisión Matilde pierde a Joaquín, en Desmonte Catalina pierde a Antonio.
—Y la protagonista de La intemperie perdía a Diana. Pero son parte de lo mismo. Son grandes sacudones que generan catarsis y la necesidad de entender. Matilde pierde, pero después entiende qué es lo que perdió. Catalina quiere rescatar lo que perdió escribiendo lo que escribe.
—En La omisión había era una crítica a la jerga empresarial y el uso de eufemismos para desapegar a las personas de los procesos económicos. En Desmonte, va por el periodismo cultural. Catalina diría que los periodistas están domados. “Estamos”, así me incluyo en la crítica.
—“Estamos”, yo también me incluyo. Es muy difícil salir del encierro de las camarillas en las que nos metemos. Habiendo estado cuatro años en Mardulce, trabajando con Damián Tabarovsky, me empecé a dar cuenta de cuán escueto es el camino de selección que uno puede optar para mantener determinada línea. Me preocupaba que no se escribiera para un lector anónimo si no para un lector con nombre y apellido. Ahora creo que la situación cambió porque hay otras experiencias. Está Federico Falco, está Selva Almada, se empiezan a crear lenguajes no crispados, lenguajes no nihilistas, lenguajes que quieren comunicar. Una especie de terrenalidad de la literatura distinta al momento en que escribí Desmonte.
—En una entrevista, creo que la que te hizo Silvina Friera para Página/12, vos hablabas de una continuidad entre Borges y Aira: sin Borges no habría existido Aira. ¿Podrías profundizar eso?
—Hay una diferencia entre el uso del lenguaje de Borges y de Aira, si bien hay una gran similitud porque son dos maestros de la prosa. Borges lleva al extremo un lenguaje que llega al silencio. Hay cuentos como “El acercamiento a Almotásim”, “La escritura del dios” o “Undr”, que terminan con silencio porque ya no se puede ir más allá del lenguaje. De hecho Borges tiene una visión, propia de los años ‘50-‘60, del lenguaje como cárcel. Aira se queda dentro de la cárcel y construye un mundo a partir de la cárcel. Construye eso que para Borges no es el reflejo del mundo si no una cosa agregada al mundo que es la ficción. Se mantiene dentro de esa ficción y a partir de ahí puede crear cualquier cosa. La mezcla de Aira con Copi fue un poco el resultado de que se puede escribir bien sobre cualquier cosa. Eso es lo que critica Catalina: escribís bien pero escribís sobre tu pequeño mundito, tus soldaditos de plomo, tus batallas navales, tus lecturas y ahí te quedás.
—Cuando hicimos la entrevista por La omisión, escribí en la nota que aquella novela tenía mucho de melodrama. No sé si estarás de acuerdo.
—Estoy totalmente de acuerdo. Es algo de lo que soy absolutamente consciente, pero no sé si lo tomo como algo bueno o algo malo. Yo escribía La omisión con la conciencia de ser un poquito cursi. Todo el tiempo me estoy frenando, pero escribiría encantada melodrama porque llega mucho. Me gusta que las cosas se lean mucho. Me gustaría que los libros fueran bestsellers. Como todo escritor, ¿no?
—Otra coincidencia de tus novelas: las protagonistas no son "normales".
—Somos todos queers. Yo soy queer, siempre entro transversal a las cosas. ¿No ves?: entro en la literatura después de los sesenta. Catalina es una queer total, no encaja en ningún lado. Yo tampoco siento que encaje en ninguno.
—Una pregunta medio obligada para hacerte, con la búsqueda de Catalina sobre el nuevo Daneri, es sobre el estado de la literatura. Y sumo una frase de Catalina que dice que los suplementos culturales aborrecen de los conflictos.
—Desde la sección Cultura no se puede dar malas noticias. Yo tuve esa experiencia cuando empecé a escribir sobre cultura: no me publicaban. Me pasó lo que le pasa a Catalina, a la cultura no le interesa las malas noticias, no forman parte de ella. La cultura tiene que ser una fiesta burguesa. La concepción del salón, de que la cultura contribuye a la dignidad, al espíritu, es muy decimonónica, muy latinoamericana. Es la vieja nostalgia de París. Estoy leyendo los pasajes de Benjamin y me doy cuenta de cuán decimonónicos somos todavía en la Argentina. Daneri es ese palurdo cursi que le encantaba entrar a un salón. A su manera, los círculos literarios tienen un poco de eso, de ingreso al salón.
—¿Consecuencia de eso es que la literatura interviene menos en la realidad?
—Creo que sí. Tendríamos que ver si se lee menos, lo que pasa que hemos destruido a los lectores de cantidad. Ese lector que implicaba tiradas de diez mil ejemplares. Una literatura que no tiene los quince mil o cincuenta mil que vendían Beatriz Guido, Silvina Bullrich, Martha Mercader, Bioy, Soriano, es una literatura en peligro. Qué vamos a escribir si no nos leen. Toda la reflexión sobre Daneri es antes una reflexión sobre no matar al lector.
—La figura de Daneri abre también la pregunta sobre el intelectual: ¿cuál sería su rol hoy?
—En primer lugar, la misión de los intelectuales es no es hacerle el juego al poder. No hacer Carta Abierta, si es posible. En general, el intelectual tiene una gran fascinación por el poder. Quiere que el poder lo mire, que lo tenga en cuenta. No el artista: el intelectual. Y luego tiene la misión de esclarecernos un poco. He tenido deslumbramientos con Ciudadanos y consumidores, de García Canclini, por ejemplo: en los años ‘90 estaba clarísimo el rol de la industria del entretenimiento y cuál era la influencia que iba a tener y está teniendo y nunca dejó de tener en los medios. Otro libro deslumbrante para mí fue Pasado y presente, de Hugo Vezzetti, donde en la etapa previa al kirchnerismo se estaba haciendo una visión y revisión muy distinta de lo que había pasado en los años setenta. Se estaba analizando en profundidad el rol de los militares y el porqué de esa reacción, y cómo la disidencia, la oposición y la guerrilla habían provocado la ira paterna. Leo con mucho placer a Maristella Svampa, a Beatriz Sarlo, a Enrique Viale, a Alejandro Katz, a Adrián Gorelik. Son intelectuales que nos hablan sobre lo que nos pasa.
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