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Editorial

Un texto en expansión

Jorge Consiglio acompañó a Hernán Ronsino en la gira de presentación de Lumbre en Santa Fe, Rosario y Zárate.

Por Jorge Consiglio.

lumbre en zárate

El arte narrativo de Ronsino se organiza pausadamente y en etapas. En su libro de cuentos y en su primera novela, La descomposición, se ocupa de fundar un territorio ficcional. No se trata solo del hallazgo de un espacio, Chivilcoy como teatro de los hechos, sino también de encontrar un tono, un ritmo adecuado, que es también una escena, para poder narrar la microfísica de las pasiones. ¿Con qué voz se dice lo que de verdad importa? ¿A través de qué actos se traducen los nodos de verdad?

 

En cambio en Glaxo, su segunda novela, el foco está puesto en la inserción del cosmos ronsino en la escena histórica nacional. El narrador, a través de un quiebre cronológico clave para mantener la tensión del texto, entreteje los destinos de sus personajes con un flujo mnemónico mayor que los involucra, los sostiene y les da un nuevo sentido. No hay gesto, por insignificante que parezca, que se agote con su propia ejecución, sino que en él conviven varios estratos que lo trascienden y que establecen un vínculo estrecho entre ese acontecer mínimo y un destino social que se presenta como un flujo que todo lo impregna. Esta novela, entonces, consigue, por una parte, narrar una atmósfera, un clima que opera sobre los personajes como si se tratara de una cámara de alta presión y, por otro, consignar el peso de lo no dicho: la prosa al borde de sí misma da cuenta del silencio.

El tercer paso es Lumbre. En este texto, con un universo consolidado pero siempre en expansión, un narrador en primera persona pone su índice elocutivo en el tema de la experiencia y en el de la memoria.

La trama de Lumbre es frondosa y su progreso está relacionado con el pasado, con la interpretación del pasado. No es posible avanzar si no se tienen en cuenta los pasos que ya fueron dados. No se trata de entender el empirismo como un recurso de preservación, sino de asentar la experiencia en una tradición, en reconocer el sentido que la cultura −entendida como soporte experiencial− le da a las elecciones que terminan por definir el destino de los personajes.  Federico Souza, el protagonista, dice: “Empecé a comprender que perderse en el pueblo no era una cuestión de inmensidades si no de rincones, de espacios inesperados”. Y estos “espacios inesperados” son los recuerdos, en cuyo reflejo se hallará la cifra del presente.

La acción se inicia cuando Federico Souza, hijo de Bicho, vuelve a Chivilcoy convocado por su padre. Acaba de morir Pajarito Lernú, quien le dejó una vaca como herencia. Es un animal medio lastimado que Pajarito le robó a un vecino, el negro Soto. Federico, que trabaja en Buenos Aires, vuelve convocado por una muerte o, mejor, por las resonancias de una muerte. Además de la vaca, Pajarito dejó un diario en el que anotó sus reflexiones y sus inquietudes. En una de sus entradas se percibe la relación entre literatura y crimen. Y es lo que sucede en Lumbre, el relato se desata con una muerte dudosa: Pajarito Lernú aparece tirado en un campo con unas extrañas mordidas en el cuerpo.

Al comienzo, Federico asume el rol de detective, pero muy pronto se distrae con sus propios horizontes y las pistas que sigue lo conducen, más bien, a un reconocimiento de sí mismo y a confrontar con su propio extrañamiento.

La novela narra los tres días que Federico Souza pasa en su pueblo natal. No bien llega, toma consciencia de la enorme gravitación que ese espacio mítico ejerce sobre él. En el universo de Lumbre, irse de Chivilcoy no implica un simple traslado físico sino, más bien, un movimiento interior, un corrimiento emotivo que supone un duelo: Buenos Aires se plantea como espacio de módico exilio. El narrador dice: “Acá antes terminaban los trenes. Después de doce años, cuando el sol se acuesta atrás del edificio del Munich, regreso en micro a la estación Norte. Primero se ve una luz y una forma que se imponen en el aire como una orden. Después, es esa luz, camino rápido las dos cuadras hasta la casa del Viejo. La luz bordea los edificios amputados. Y la forma espacial esconde una fuerza que arrasa. Ejerce sobre el cuerpo una presión semejante a la que padecen, por ejemplo, los satélites. Esa fuerza absorbente de los planetas. Esto es así: la captura del paisaje”.

El narrador, entonces, prisionero de la escena desarrolla una peripecia que tiene mucho de derrotero existencial. Avanza retrocediendo en un territorio adecuado para esa estrategia. El relato está determinado por raccontos que se disparan por la visión de un paisaje o por un personaje accidental que convoca la vivencia. Por ejemplo, hay una escena en la que Federico está mirando la televisión y en un programa aparece Martín Leguizamón, que es el secretario de Obras Públicas de la Municipalidad. Habla de la paralización de las obras de una autopista. Ante su imagen, el narrador rememora el momento en una fiesta en la que Emilia, la actual esposa del funcionario, tiene sexo con él y Martín, que en ese momento era su novio, los sorprende in fraganti. Estos contrapuntos colocan al narrador frente al efecto corrosivo del tiempo. Los años modifican el paisaje; inventan un territorio en el que el narrador busca orientarse. Quiere encontrar un espejo que le ofrezca alguna referencia. Pesquisa en el tramado de sus raíces, en las caras de los personajes con los que se cruza, para hallar los indicios de su propia identidad.  Dice: “Recorro su rostro como si fuera un mapa en el que busco un punto, un paraje reconocible”.

Pero Federico Souza también tiene una vida fuera del pueblo, una vida constelada en el nombre de una mujer: Hélene. Helene tiene la impronta de un destino, la potencia de una patria que se elige, que se logra a fuerza de voluntad y de pericia. Ella, sin duda, es el punto de no retorno, es el nodo de extañamiento –su mirada es única, osada, irreverente–, posiblemente sea el único guarismo de futuro en el universo del texto. Por esa razón, Federico no consigue comunicarse con ella desde Chivilcoy: las llamadas se caen, los teléfonos no funcionan, las voces quedan colgadas en el vacío de la línea. No hay reconciliación posible entre esos dos territorios polares, entre esas dos escenas cuyo sentido es impugnarse una a la otra. Entonces, el narrador recurre a la ficción: cuando la llamada se cae, se imagina a su mujer en el departamento de la avenida Belgrano, frente al convento de Santo Domingo. Y esa escena, de alguna manera, lo preserva.

La mirada del narrador se detiene en todo, es un cartógrafo que no pasa nada por alto, ya se trate del único libro escrito por Pajarito Lernú, Bajo el nombre de Kafka, o de rastrear los antecedentes de la película La sombra del pasado, que se focaliza en el asesinato del poeta local Carlos Ortiz, o de observar con detenimiento una argolla “de hierro hundida en la tierra (…) que se usaba para atar los caballos”. En el entrecruzamiento de todas estas líneas, se halla algo más que el puro efecto de lo real, parece ser más bien el dispositivo de una poética. El narrador dice: “Hay cosas que son pequeñas, en apariencia, pero que en su pequeñez, perduran”.  Todo lo efímero, todo lo espurio, se redime, de alguna manera, con esa dialéctica de lo desapercibido, con esa notación obsesiva de los actos simples opuestos a la épica de las grandes tragedias. Es así como Lumbre se construye a partir de la atomización. Hay en el texto una multiplicidad de historias, hilvanadas con idéntica prioridad, que organizan un follaje cuya espesura es tan marcada como la luz de cada relato. Por otra parte, en el texto, la información circula a partir de versiones. No existe una historia oficial, sino que el color que aporta el rumor, el chisme, el comentario casual, funciona como una mirada policromática de enorme utilidad a la hora de representar la inefabilidad de lo real. Esta táctica tiene relación directa con la serie de fotos que aparecen en el texto como intervenciones. En ellas se ven las ramas de unas tipas. Las sacó Helene en Parque Centenario. Definitivamente, Ronsino edifica la filigrana de Lumbre teniendo en cuenta el mapa que plantean los árboles. La pregunta que se formula durante toda la trama y que se lexicaliza casi al final es: “¿Cómo se hace, entonces, para narrar un árbol?” y en ese ejercicio de aparente arbitrariedad, en esa retórica de la dispersión, se funda la eficacia, la tensión y la belleza de la novela, porque en las encrucijadas, allí donde las ramas, o los relatos, confluyen se genera el verdadero sentido, como si se tratara de las imágenes de una pareidolia que, con la genuina fluidez de los símbolos, abre brechas de infinita connotación. Lumbre es una novela que logra escapar del vértigo y de la inmediatez. Como en toda gran obra, su enigma, que es un planteo de enorme vastedad, se resuelve con la economía de lo sencillo, con la disposición natural de los elementos, como si se tratara de un poema de Giannuzzi. Lumbre, para decirlo de una vez, es un ejercicio de libertad absoluta.  Su lectura se disfruta desde la primera oración hasta la última.

 

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