Tesoros ignífugos

Jueves 10 de julio de 2014
Seguimos visitando librerías de Buenos Aires y entrevistando libreros. Alejandro Lacueva nos recibió en Platero: conversamos en ese subsuelo donde nació Mafalda, Soledad Silveyra le compró libros de regalo a David Viñas y Pinochet revisó las estanterías de incógnito. Y supimos que, en caso de incendio, los libros jamás se queman.
Por Valeria Tentoni.
Librería Platero está sobre la calle Talcahuano, casi llegando al Palacio de Justicia de la Nación, desde hace unos cincuenta años. Alejandro, quien ahora está a cargo, es hijo de Alberto Lacueva. Fue su tío Luis el que fundó la librería, y su papá se le asoció más tarde. Hay todavía un tercer hermano que también habitó toda su vida el mismo rubro, y tuvo una librería en Montevideo durante muchos años. Pero Alejandro dice que nunca se preguntó por qué todos se dedicaron al libro, aunque hay algo que tiene por seguro: el que comienza en el rubro difícilmente lo abandone.
Se especializan en política, derecho, historia argentina y latinoamericana, pero también literatura. Nuevos y usados: trabajan libros agotados, raros, inconseguibles. En una vitrina se ven ejemplares de 1820, 1855, 1874. “Los ponemos ahí no tanto por el valor, sino para que la gente no los manosee y los rompa”, advierte. También se ve una colección completa de las obras de Sarmiento. Son 51 tomos: “Nos falta uno, pero porque nunca se publicó”, dice Lacueva.
Además de la planta principal, hay una segunda de oficina y depósito, y un subsuelo que continúa la librería. Bajamos, y suena un disco de George Harrison. A mitad de la conversación aparecerá entre las pausas, cantando el aleluya de My sweet Lord. En ese mismo espacio supo funcionar Mandioca, el mítico sello de rock nacional que publicó a Miguel Abuelo, Tanguito, Vox Dei y a Manal, perteneciente a Jorge Álvarez quien, a su vez, con la editora que llevaba su nombre publicó, por ejemplo, el primer volumen de Mafalda, los trabajos iniciales de tipos como Juan José Saer, Copi, Manuel Puig, Ricardo Piglia o Rodolfo Walsh. Los aleluya de Harrison están justificados: estamos en un lugar cargado de mística.
¿Cómo fue el origen de Platero?
Tanto mi padre como mi tío comenzaron trabajando en librería El Ateneo, como libreros, como empleados. Desde muy chicos, siempre en el libro. Después, mi tío se independizó, tuvo un puesto en el Cabildo. Mi padre pasó a la librería La Facultad, luego estuvo en editorial Depalma, y después se puso de socio con mi tío, que estaba en Huemul y luego compró parte de Platero. Mi papá entró después. Yo estaba estudiando Artes gráficas y no quise seguir. Él me dijo: “Bueno, entonces vení a trabajar a la librería”. Y acá estoy todavía.
¿Su papá era muy lector?
Era muy lector, sí. Mi padre vivía leyendo, no miraba televisión. Pero los libros los leía y los volvía a traer, salvo ciertos ejemplares a los que les tenía un amor muy grande. A mi padre le gustaba mucho la historia, como lector, pero en la librería era mi tío el que se dedicaba en la venta a historia, y mi padre, toda la vida, a la venta de libros de derecho. Pero él decía que el derecho es muy aburrido, como lectura.
¿Y a usted qué le gusta leer?
Me gusta leer viajeros, libros de viajes. Pero no tengo tiempo para leer lo que quisiera. Estás todo el dia acá. Yo arranco a las 6.30 y llego a mi casa con suerte a las 9 de la noche. No tengo tiempo de leer en mi casa, si a veces no termino ni de leer el diario. Mucha gente cree que tener una librería es un tabajo lindo porque podés leer, pero no tenés tiempo cuando estás acá.
¿Cuál es la historia de este espacio?
Acá estuvo históricamente la Editorial Jorge Álvarez. Después vino Editorial Astrea, y después ellos se fueron acá a la vuelta y nosotros empezamos a alquilar este local, porque estábamos en frente, antes, en el 468. Siempre sobre Talcahuano.
¿Cómo consiguen los libros usados?
Compramos bibliotecas o lotes. El problema, ahora, es que todo el mundo quiere vender sus libros a través de Internet, entonces no se consiguen más bibliotecas. Venden los veinte o treinta libros más buscados y todo lo demás no lo venden nunca. Uno, con la experiencia, advierte cuando va a ver bibliotecas que algo ya se había vendido al encontrar huecos. Acá, ahora, ves un montón de estantes vacíos… Hubo épocas en que estaba todo lleno y aparte parvas de libros en el piso, porque no entraban. Pero, ahora, no se consiguen más bibliotecas, es muy difícil, y entonces no hay reposición de libros usados. Y también hay menos compradores. Teníamos clientes de universidades de Estados Unidos, de Japón, de Alemania, Francia, pero por un tema de presupuesto ya no compraron más nada. Y, además, con el tema de la circulación de material digital, también se redujo.
¿Cuál es el perfil de su clientela?
Hay un poco de todo. Historiadores, muchos. Y hay muchos abogados que vienen pero les gusta leer otra cosa, historia o literatura, para salir de la monotonía de lo que es el libro de derecho.
¿A qué clientes recuerda especialmente, por el motivo que sea?
Una vez vino de incógnito Pinochet. Era sábado. Nadie sabía que estaba en la Argentina. Pararon los autos de la custodia en la puerta y entraron. Creo que habrá comprado libros por 500, 700 dólares. Libros de historia, tenía una gran colección. Nunca se presentó. Nos dimos cuenta quién era, por supuesto. Muchísima gente, muchos historiadores, muchos actores. Una vez un cliente nuestro le mandó de regalo un libro sobre estancias de Argentina al presidente de Estados Unidos, que nos mandó una carta agradeciendo el envío del libro. O, por ejemplo, un día vino una persona y le preguntó a mi padre: “¿Qué libro tiene sobre peronismo que sea imparcial?”. Y mi padre respondió: “Para mí, el mejor libro es el de Joseph Page”. Entonces le dice: “Soy yo. Mucho gusto”. Menos mal que no le dijo que era una porquería…
¿Y escritores?
Bueno, cliente de toda la vida, hasta que murió, fue David Viñas. Venía ya desde cuando estábamos en frente. Tenía como una cuenta corriente; por ejemplo, se llevaba tres libros, volvía, los pagaba y se llevaba otros tres o cuatro, y así. Era una cadena. Llevaba historia, sí, pero más bien literatura. Mandaba muchos estudiantes de Filosofía y Letras, que venían también acá. Una vez vino Soledad Silveyra a comprarle unas obras, no me acuerdo de qué eran, pero sí que eran unos cinco o seis tomos, una colección que quería pero para él era cara. Era la época en que salía con ella, para el cumpleaños, vino a buscarla para regalársela. Muchas veces Viñas se encontraba acá con sus lectores, a su vez. También ha venido varias veces Felipe Pigna, compró muchos diarios de la época de Montoneros, material inhallable. Es que pudimos tener material completísimo de los setenta, material que la mayoría de la gente lo quemaba, lo rompía. Diarios y revistas, por ejemplo, que estaban en la biblioteca de un militar. A él no le iban a hacer nada, pero cualquier particular tenía eso y estabas sentado arriba de una bomba de tiempo. Revistas Noticias, El Caudillo, Nuestra Palabra, Revista Pueblo Nuestro; Pigna se llevó un montón de estos, más de cien. Bueno, Lanata, pero manda a una secretaria a comprar libros, a veces. Después, qué se yo, Rodolfo Walsh venía acá. Todos venían acá, pero cuando era Jorge Álvarez. Todo esto era como un auditorio. Cuando estaba en frente, yo me cruzaba. Él manejaba la parte editorial, y también tenía una pequeña grabadora. Era un adelantado total, mucha visión. Empezó con Manal y con Vox Dei. Yo los conocí a ellos, porque estaban acá y me daban entradas para ir a los recitales, eran medio desconocidos todavía. Acá han venido pilas de escritores de primer nivel. Es que este local toda la vida fue librería. Jorge Álvarez, después Astrea y después nosotros. ¡De acá salió Mafalda! El primer número de Mafalda lo había publicado Jorge Álvarez. Y venían escritores que en la época del proceso se tuvieron que ir, que lamentablemente ese es el bache que hubo. No hubo continuidad de esa gente que era muy pensante. Sí, este local siempre tuvo que ver con libros.
¿Le costó alguna vez vender alguno de los libros?
No. No te podés encariñar.
¿Se imagina la vida dedicándose a otra cosa?
No, porque no es nada rutinario esto. Nunca terminás de ver, de aprender, de encontrar libros. Es una cosa muy linda, pero te tiene que gustar. Mi vida siempre estuvo ligada a esto, desde artes gráficas. Yo tengo 45 años de libros. Sé lo que se consigue, lo que no. Ojo; de lo que manejamos nosotros. Vos me hablás de un libro de psicología, filosofía, no sé. Pero en el tema nuestro, sé. Hay algo que observo: la gran mayoría de la gente que empezó a trabajar con el libro siguió en el rubro. Se han independizado, han puesto editoriales o una pequeña librería, pero todos siguieron ahí. Debe tener como una droga, que no podés dejarlo. Pienso que, no digo en pocos años, pero relativamente dentro de poco va a tender a desaparecer el libro. No inmediatamente, porque la gente lectora quiere el libro, no quiere saber nada de tablet ni de la computadora. Pero las nuevas generaciones, digo treinta, cuarenta años adelante. El lector, al que le gusta el libro, quiere el papel. Está bien, la computadora es maravillosa; buscás algo y aparece. Pero leer de pantalla te arruina la vista. ¡La cantidad de gente joven que está toda con anteojos! Tienen quemada la vista.
¿Cómo piensan la figura del librero?
Primero, te tiene que gustar. Y tenés que tener, aparte, una vocación de servicio. Y conocer, porque en las cadenas la mayoría de la gente que atiende no sabe nada. Vos les preguntás algo, van a la computadora y, si no les figura, te dicen que no existe. Un disparate total. Les podés pedir el Martín Fierro y que te pregunten quién es. Nosotros no tenemos todos los libros cargados en la computadora. Las novedades sí, pero lo demás lo tenemos ordenado por tema y por orden alfabético. Te lleva tiempo acomodar el orden, hay que tener idea de cómo clasificarlo. Pero también tenés que poder guiarte dentro de la librería.
Ustedes rescatan libros, los recuperan, ¿en qué estado los encuentran?
Y, si el libro esta roto, las páginas sueltas, lo mandamos a encuadernar: tratamos de vestirlo. Y encontramos cualquier cosa dentro de los libros: flores, cartas, tréboles de cuatro hojas. Cuando compramos la biblioteca de alguien tenemos que ir a la casa, la vemos. Hay que tener ojo entrenado. Además, nosotros no compramos cualquier cosa: compramos literatura e historia argentina.
Manuscritos no, ¿no?
Nunca quisimos dedicarnos. Es difícil, hay mucho perro. No vendemos documentos, no. Vendemos libros, nada más.
¿Y con qué situaciones se encuentran cuando llegan a una casa para ver una biblioteca?
Uh, ¡de todo! Lugares a los que tenías que entrar con máscara de oxígeno por el gaterío insportable, libros con una mugre infernal. Una vez compramos una biblioteca que se había salvado de un incendio, porque el libro no se quema, se ahuma…
¿Cómo que no se quema un libro?
No. Vos agarrá un diario, doblado, quemalo. No se quema. No entra aire.
Se le queman los bordes…
No, tampoco. Se ahuman, a lo sumo. Tal vez se puede chamuscar un poquito. Lo peor para el libro es la humedad, el agua. Después, te digo, el libro no se quema. Cuando dicen: “Se quemó una biblioteca”, no, imposible. O habría que romperlos primero, ir quemando después. Ya te digo: un libro es imposible que se queme. Se quema la madera, pero el libro no.
A
Notas relacionadas
Más de la serie de entrevistas a libreros.
Prólogo de Javier Trimboli a la reedición de De los montoneros a los anarquistas, de David Viñas.
Leyendo historietas, de Oscar Steimberg.