Satélites y perros

Miércoles 08 de abril de 2015
"A diferencia del tratamiento que recibe en el policial, donde el enigma ya está dado y lo que el relato hace es desentrañarlo, acá lo interesante reside en el hecho de que el relato consiste en la composición de ese enigma". El texto que la autora de Inclúyanme afuera leyó en la presentació de Maelstrom, la nueva novela de Luis Sagasti que publica Eterna Cadencia Editora.
Por María Sonia Cristoff.
Mientras leía Maelstrom, debo haber levantado la vista de la novela –una novela que captura al lector, adelanto, con potencia de maelstrom- un par de veces, a lo sumo tres. Una de esas veces fue para ver si por casualidad, o por homenaje, Google había sido capaz de guardar un mail antiguo, un mail que Luis Sagasti me había mandado hace unos cinco años, cuando pasé unos meses en Leipzig. Ocurrió que de pronto, leyendo esta novela de resemblanza epistolar, estructurada a partir de una correspondencia virtual entre dos amigos --uno en viaje, otro en casa-- en la que más de una vez se hace referencia a una catedral, me surgió una intriga absurda, fetichista, por encontrar ese mail en el que, mientras yo estaba de viaje, Luis hacía referencia a una catedral, la Thomaskirche más precisamente, porque había hecho de la biblioteca de esa iglesia una locación central de su primera novela, El canon de Leipzig. Increíblemente, el mail –-en realidad eran una serie-- estaba todavía en mi bandeja de entrada, y en el primero Luis me pedía unas fotos. Quedaba ya entonces claro que no se trataba de un pedido de tipo documental-– hasta el último recodo de esa iglesia se ve en miles de páginas de internet; El canon de Leipzig ya estaba publicada hacía más de una década-- sino más bien una invitación a sumarme a la deriva, a la proliferación. Sacando esas fotos yo volvía a leer pasajes de su novela, volvía a hacer un agregado, un comentario. Al releer ese mail me di cuenta de que algo de la obra de arte proliferante y colectiva que está en Maelstrom, la posibilidad de la serie infinita que esta novela postula estaba ya funcionado entonces.
Volviendo a los mails, también encontré que, en el último de la serie, Luis, antes de despedirse, agregó un par de líneas de tono más personal en las que decía que andaba bien, dando clases como siempre y –-acá cito textual-- con “una serie de novelas dando vueltas como satélites, como perros antes de dormir”. La frase me impactó no solo por la explicitación del sistema satelital al que Maelstrom vuelve cíclicamente sino por el modo en el que una frase casual dicha por alguien puede hablar con tanta precisión justamente de la línea narrativa de ese mismo alguien, una línea que empezó a ahondarse, conjeturo, justamente por entonces, por esos años, o que al menos puede leerse en novelas publicadas a partir de entonces como Bellas artes y, ahora, Maelstrom. En realidad en todas sus novelas hay una serie de recurrencias como para que más de un crítico se haga un festín pero ahora acá, que no es el momento de la crítica sino de las primeras lecturas, de toda esa frase quisiera resaltar menos los satélites y los perros que las dos acciones: el dar vueltas y el dormir, porque me parece que las dos juegan un papel crucial en la propuesta de estas novelas, en las que el dar vueltas no debe entenderse como una procrastinación fatigante sino como un acto de entrada a un mundo de leyes paralelas, no lineales, escasamente frecuentadas por la doxa, y dormir, por otra parte, no fuera solo descansar sino entrar en la lógica desconcertante y transformadora de los sueños.
En Maelstrom se ve cómo esa apuesta opera, en principio, a partir de la deriva a la que se van entregando los dos amigos que a lo largo de la novela intercambian mails y conversaciones, una deriva que los hace relegar las tareas llamadas importantes, los reclamos de la vida productiva –-las clases que hay que dictar en un caso, la tesis sobre el tema serio que hay que completar en el otro-- y entrar en otro universo, otra sintonía, a partir de un listado de nombres sin ninguna connotación prestigiosa que están grabados sobre una placa insignificante que uno de los dos amigos -–el becado en España-- descubre un día mientras descansa en un jardín público de Santiago de Compostela plagado de helechos. Recién a partir de entonces el amigo becario logra capturar la atención del otro, el narrador, que hasta ahora había soportado las referencias a una tesis bienpensante con cierta condescendencia, y que, fascinado por la astronomía y las constelaciones desde chico, empieza a encontrar entre esos nombres en la lista y los helechos del jardín y los cuadros y los libros que tiene en la cabeza una serie de conexiones que resuelven un enigma pero que, sobre todo, antes lo construyen. Porque a diferencia del tratamiento que recibe en el policial, donde el enigma ya está dado y lo que el relato hace es desentrañarlo, acá lo interesante reside en el hecho de que el relato consiste en la composición de ese enigma, que a su vez es la composición de una obra. Ahí es cuando se pone en funcionamiento el maelstrom de esta novela: una potencia capaz de reunir los elementos más dispares, de despertar las asociaciones más impensadas, de llevar la curiosidad por caminos insospechados, laberintos que se van abriendo, desplegando, proliferando. Y todo como una fuerza creativa, en las antípodas del maelstrom de Poe y su oscuridad devastadora.
Más bien, si de precursores se trata, diría que el funcionamiento del enigma en Maelstrom, sumado a sus laberintos y sus proliferaciones y sus jardines simétricos -–el de Santiago de Compostela que mencioné antes y también otro en las antípodas que no viene al caso adelantar acá-- en cambio me remitieron -–no, más contundente: me instalaron-- en ese cuento de Borges en el que un personaje camina siguiendo una lógica laberíntica bajo la luz de la luna -–un satélite que por otra parte gravita contundentemente en la novela de Sagasti, y que junto a otros objetos astronómicos da lugar a varios de sus pasajes más conmovedores-- con la muerte en los talones y en la cabeza, dispuesto a morir y a matar, y termina descubriendo, por puro azar onomástico, un enigma que había dejado planteado un antepasado suyo, uno que postulaba la posibilidad de una novela abierta, infinita, porque cada desenlace funcionaba como punto de partida de nuevas bifurcaciones, y es esa misma lógica abierta, proliferante, la que propone esta brillante novela espiralada que es Maelstrom.
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