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Órbitas de la poética

"En Maelstrom, como en muy pocos textos contemporáneos, se mezcla magistralmente una estética del parpadeo constante, que sin duda es deudora de las nuevas tecnologías". Jorge Consiglio, Mario Ortiz y Christian Kupchick acompañaron a Luis Sagasti en la presentación de Maelstrom en Bahía Blanca.

Por Jorge Consiglio.

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En la novela Maelstrom se conjugan dos vertientes que ya son una marca (por apropiación, por el uso personal que hace de estos recursos) de la poética Sagasti. La primera es el empleo de un flujo narrativo sinuoso, lleno de esquinas y de potentes aristas, un flujo por el que se concilian opuestos, porque pervive en él una trasparencia absoluta —que, creo, está sostenida por un coloquialismo de fuerte verosimilitud— y, al mismo tiempo, una opacidad notable, porque, por lo general, lo más importante queda no dicho o, mejor, formulado a partir de una elipsis. En torno a esta primera vertiente de la poética Sagasti se estructuran dos de sus novelas: El canon de Leipzig y Los mares de la luna. La segunda vertiente se plantea con claridad en Bellas Artes. Allí el sentido —no el significado, el sentido— se abre a partir de la contigüidad de escenas que se organizan teniendo en cuenta un principio —llamémosle— lírico. Hay un corrimiento del orden ortodoxo, de la lógica argumental de la prosa. Lo que se pone en juego aquí es el contacto de nodos del relato que hacen sistema sin perder singularidad y autonomía. Se trata de un chispazo entre uno y otro, una discontinuidad, un hiato, un programado hilo de interrupciones. Y, justamente, en este punto se cifra la belleza de la novela. Esa fricción entre elementos del mismo orden pero emancipados de la totalidad hace que en el texto comience a circular una tensión de deseo que involucra al lector. Porque a partir de Barthes sabemos que: “es la intermitencia, como bien ha dicho el psicoanálisis, la que es erótica: la piel que centellea entre dos piezas (el pantalón y el pulóver), entre dos bordes (la camisa entreabierta, el guante y la manga); es ese centelleo el que seduce, o mejor: la puesta en escena de una aparición-desaparición”.

 

Entonces, retomando, en Maelstrom estas dos vertientes de la estética Sagasti se juntan. Por una parte, tenemos una historia que funciona como columna que vertebra el relato. Gustavo es un historiador argentino en Santiago de Compostela. Investiga la repercusión de la Guerra Civil Española en Bahía Blanca. Camina por el parque de la Alameda y descubre un cantero con helechos en el que hay dos placas de bronce. En una dice Jardín de Andrómeda; en la otra, hay siete nombres dispuestos en sentido vertical. Este es el disparador de la trama. Gustavo se convierte en un detective alucinado, un poco al modo de Mickey Rourke en Corazón satánico. Se dedica a buscar las claves para aclarar el misterio que justifica esa secuencia; sin embargo, en otro orden, el protagonista de Maelstrom hace algo que, sin duda, resulta mucho más complejo que buscar pistas: se ocupa —con la dinámica de sus investigaciones— de dibujar trayectorias elípticas con los elementos del relato, cada uno con una velocidad distinta que depende de su distancia de la fuerza central, y los pone a todos en órbita. El planteo que subyace es: existe un sistema equilibrado y plenamente coherente pero se accede solo a través de la contingencia o de la intuición.

Como bien dice Juan José Saer: “De manera implícita o explícita (pero sobre todo implícita) la ficción narrativa comercia con la filosofía”. Esto es claro en la obra de Sagasti, en general, y en la novela que nos ocupa, en particular. De hecho, en ciertos pasajes de Maelstrom parece resonar como un eco lejano la voz de Spinoza; sin embargo, la apuesta de Sagasti es de índole opuesta a la del holandés. Sagasti enuncia relacionando expansión con incertidumbre. Su reto es desbordar “el sistema lógico del paso por paso” aunque sin subvertir sus reglas básicas. Esta oración parece encerrar un contrasentido; sin embargo, creo que es justa para referirse al efecto Maeslstrom. Del circuito de la órbita hay un paso a la figura del espiral, que resulta atractivo y díscolo como un aleph. Y el espiral, por su voluptuosidad y por su inmensa concentración, tiende a lo indefinido. El narrador mismo dice: “las espirales se parecen a esa nubosidad inquietante que solo un satélite es capaz de fotografiar”. Pero en el texto, se emplea esa “nubosidad” para avanzar en busca de precisiones. No se trata de una limitación para los protagonistas de Maesltrom sino, más bien, todo lo contrario, el tramado de lo ambiguo supone dispersión y posibilidad en un solo movimiento. “Parados en medio de la incertidumbre como estábamos, de pronto se abrió una puerta”, dice el narrador. En otras palabras, el acceso al hallazgo no depende de la pericia individual sino de la potencia arcaica de la curva generada por un punto que se va alejando progresivamente del centro a la vez que gira alrededor de él.

La segunda vertiente de la poética de Sagasti se manifiesta con ex cursus que irrumpen, cada tanto, la trama principal. Se trata de fragmentos luminosísimos que funcionan como puntos de fuga del eje argumental. El efecto es un agradable estupor. No se trata de un asombro que obtura, que cancela; es un estado de perplejidad bastante similar al que sirve para que nazcan las preguntas de la filosofía: ¿por qué hay algo cuando bien pudo no haber habido nada? El universo parece ser una totalidad ordenada, estructurada conforme a leyes; pero, ¿por qué está ordenado, y lo está de esa manera y no según pautas diferentes? Un disparador de sorpresa semejante gatilla la lectura de Maelstrom. De hecho, el narrador mismo, casi al final de la novela afirma: “Estoy a punto de preguntar qué clase de vacío se forma cuando dos espirales convergen, estoy al borde la metafísica”.

En Maelstrom, como en muy pocos textos contemporáneos, se mezcla magistralmente una estética del parpadeo constante, que sin duda es deudora de las nuevas tecnologías, con otra estética en la que el narrador avanza con cautela prestando atención a cada guiño, a cada detalle; un narrador que sale del frío pero que cuenta sus historias junto al fuego y que elabora estrategias para establecer modificaciones en la memoria del lector.

Maelstrom es un texto apasionante e intenso; en cada detalle de este juego de reflejos el lector se sorprenderá disfrutando. Todos los componentes que lo forman se rozan pero nunca cierran su sentido. Maeslstrom, más que ningún otro, es el texto de lo abierto; el texto del margen amplio, porque estoy convencido de que Sagasti sabe que la mejor jugada de la literatura, la más lúcida y elegante, consiste en prometer con todo el talento y con toda la convicción de la que se es dueño aquello que jamás terminará de darse.

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