La parte real

Miércoles 07 de mayo de 2014
Compartimos el texto que Leila Guerriero leyó en la presentación de La parte inventada (Mondadori), última novela del escritor Rodrigo Fresán, el 6 de mayo en la librería. "La parte inventada es un viaje al backstage de un libro: un viaje a la idea de cómo se le ocurre una idea a un escritor".
Por Leila Guerriero.
Conocí a Rodrigo Fresán a principios de los años noventa, cuando yo era una recién llegada a la redacción de la revista Página/30, la revista del diario Página/12. Rodrigo era editor y, por tanto, supongo, mi jefe. El otro día, un escritor amigo me preguntó qué tal era Fresán como jefe, y en ese momento entendí que, por supuesto, Fresán jamás había sido mi jefe y que, sin embargo, pocos me habían marcado tanto, y a lo largo de tanto tiempo, como él. Fresán, como jefe, era un escritor metido en su mundo, profundamente interesado en la escritura de los demás -interesado en que esa escritura alcanzara cotas muy altas-, y un lector inmenso que podía revisar los textos y, sin asomo de crueldad, poner en evidencia los momentos de pereza u holgazanería en los que uno había dejado caer las frases sin entusiasmo, o había armado la estructura así nomás, como de apuro. Pero, para mí, Fresán era, sobre todo, el autor de un libro deslumbrante, que se llamaba Historia argentina, y que yo había leído, antes de conocerlo, haciéndome esta pregunta: “¿Entonces en español también se puede escribir así?”, donde “así” quería decir con desparpajo, retorciendo el idioma hasta lograr una música tan armónica como desconocida, una voz de acá que parecía llegar desde mucho más allá, desde muchas otras partes.
Durante los años que trabajé en Página/ 30, aprendí, sin que él supiera, muchas cosas de Fresán. En el pequeño y prejuicioso mundo en el que nos movíamos, él podía llegar un día a la redacción, contentísimo, abrazado a la última novela de Stephen King, un escritor a quien yo consideraba despreciable, aunque no lo había leído nunca. Ahora es fácil decir que Stephen King es un genio. Pero en aquellos años el único escritor serio que yo conocía, y que decía que había que leer a Stephen King, era Rodrigo Fresán. Y yo tendía a creerle, porque en la constelación fresaniana giraban nombres bastante impresionantes, como Thomas Pynchon, John Cheever, Salinger, Scott Fitzgerald, los Beatles, Lou Reed, Leonard Cohen, Bach, Bob Dylan, Diane Arbus, Francis Bacon, Edward Hooper, Stanley Kubrick, de modo que allá iba yo, a leer Cementerio de animales, y a entender que uno tiene todo el derecho a tener prejuicios consolidados pero ningún derecho a comprar en paquete cerrado el prejuicio de los demás, o de la industria cultural, o de lo políticamente correcto.
Fresán fue una voz inspiradora –y por tanto, perdón por la palabra, educadora- en el único sentido que creo que puede tener ese adjetivo: una voz que transmite y replica el entusiasmo. Fresán puede establecer nexos entre la pintura y la música y la literatura y el cine (y dejar muy en claro que todo eso es narración: la pintura, la música, la literatura, el cine), y hacer que todo eso flote en un magma en constante expansión, y ocuparse, además, de compartir eso con tantas personas como pueda: de replicar el mensaje del advenimiento de la nueva novela de tal escritor, o del descubrimiento del diario de tal otro. En los años ´90, y gracias a él y a su euforia elegante, empecé a leer a autores de cuya existencia no tenía noticia, como Tobias Wolff, John Irving, Anne Tyler, Jeffrey Eugenides, Loorie Moore y, también gracias a él, conocí la música de Leonard Cohen, las fotografías de Wee Gee.
Sólo quiero llegar a este punto: a lo largo de todo estos años he visto, en Fresán, la apabullante coherencia de alguien profundamente entregado a la idea de la literatura. Y esa coherencia me parece un desprendimiento armónico de las conversaciones que, en Página/30, teníamos acerca del inicio de la vocación, cuando Fresán decía que siempre, hasta donde le llegaba la memoria, había querido ser escritor. A mí eso me parecía una anomalía fabulosa, y estaba segura de no conocer a nadie más que hubiera avanzado hacia ese destino, que parecía excluyente, como un inmolado feliz, sin mirar a los lados, sin ver dificultades, sin hacer caso de la pregunta de qué voy a vivir.
Después de leer La parte inventada, entendí lo que ya sabía: que Fresán mantiene, dentro de sí, la llama que latía en él cuando era un escritor cachorro. La misma fe en la literatura y en los libros, la misma fascinación por la vida de los escritores, el mismo sistema de referencias que, aunque crece y se bifurca al infinito, tiene sus raíces en, más o menos, las mismas cosas. Dickens, Drácula, dos o tres escenas de 2001 Odisea en el espacio, Bob Dylan, Los Beatles, Fitzgerald. Y, cuando terminé de leer –conmovida, estremecida- La parte inventada, pensé que este era el libro de un hooligan de la literatura. De un hombre que siente, por eso que hace y que consume, una devoción tóxica, que incluye el caos y el conflicto y la insanía, pero una devoción al fin.
La parte inventada es un viaje al backstage de un libro: un viaje a la idea de cómo se le ocurre una idea a un escritor. Es una novela sobre la literatura, sobre los escritores y, por lo mismo, una novela emocionante y aterradora, tenebrosa y llena de luz. Arranca con un larguísimo travelling por un universo celeste, asordinado, en el que una pareja -hundida en la grieta de una relación amarga- y un niño –su hijo- están en una playa. Esa escena es una inmersión profunda en el nacimiento de la vocación del niño, que será escritor. Un nacimiento coronado, más de quinientas páginas después, por un final asombrosamente emocionante, en el que esos padres le dicen a ese niño -como quien dice “¿Por qué no te dejás de joder?”-, “¿Por que no te vas a escribir?”. En mitad de esa larga escena fundante hay una frase, y esa frase dice: “La parte inventada que no es, nunca, la parte mentirosa, sino lo que realmente convierte algo que apenas sucedió en algo como debió haber sucedido”. En esa frase aparece, creo, una de las claves de la novela: la literatura como un proceso eficaz para corregir el error de paralaje de la vida real, que no permite segundas ediciones corregidas.
La parte inventada está dividida en partes, que funcionan como círculos concéntricos o como muñecas rusas: escritores de los que salen escritores que piensan a escritores que son amigos de escritores que son némesis de escritores, en una estructura que es un prodigio de complejidad y que recuerda a esos loops invertidos de "Carretera perdida", la película de David Lynch, en los que las cosas mostraban su reverso y uno ya no entendía nada y, sin embargo, lo entendía todo, con esa parte del cerebro que se especializa en juntar piezas sueltas y les da sentido a fuerza de emoción y deslumbramiento. Escrita en la más primerísima de las terceras personas, como si Fresán hubiera usado su propia piel de escritor para tejer, sobre esa piel, una prosa delicada y monstruosa, deformándose a sí mismo, desdoblándose en decenas de escritores y protoescritores, con el registro quirúrgico, la distancia impávida y la paciencia impiadosa de un asesino serial, La parte inventada es una enorme novela de digresiones que apuntan, todas, a tratar de responder esta pregunta: cómo se le ocurre a alguien ser escritor, por qué alguien querría hacerse semejante cosa. Aquí, la literatura aparece como salvación y como desastre, como la mejor y la peor de las noticias, como lo único que se puede hacer y, a la vez, como lo único que a veces, con tantas ganas, no quisiera hacerse.
Fresán ha dicho que La parte inventada surgió de una frase que Gerald Murphy, el hombre que inspiró a Scott Fitzgerald el personaje de Tierna es la noche, le escribió en una carta al mismo Fitzgerald. En esa carta, Murphy decía: “Sólo la parte inventada de nuestra historia –la parte irreal- ha tenido alguna estructura, alguna belleza”.
Las almas curiosas podrían comprobar que esa es la frase que, a modo de epígrafe, de cita previa, de puerta de entrada, declaración de principios y delimitación de fronteras, aparece en la primera página del primer libro de Rodrigo Fresán, llamado Historia argentina, y publicado en 1992. Todo esto es para decir que Fresán ha recorrido un largo camino, pero que son las mismas voces de entonces las que lo han traído hasta aquí; las que lo seguirán llevando, esperemos, a otros mundos.