Jurado Naón, entre la ilusión de la literatura y la descomposición de la lengua

Miércoles 14 de enero de 2015
En esta primera entrega de Clics modernos, una selección de narradores argentinos menores de 30, presentamos a Emilio Jurado Naón, autor de A rebato (Blatt & Ríos).
Producción: Mariano Vespa (@siskador)
En su Gramática de la fantasía, Gianni Rodari dice que así como una piedra arrojada en un estanque produce ondas concéntricas, una palabra es capaz de producir una serie de reacciones en cadena, “un movimiento que afecta a la experiencia y a la memoria, a la fantasía y al inconsciente”. Rodari analiza el sentido que surge a partir de distintas combinaciones discursivas. Puede verse ese juego en los cuatro relatos que componen A rebato, primer libro de Emilio Jurado Naón. En el primero, “El arroyo”, el protagonista inicia la narración a partir de una piedra que reposa en su escritorio. En ese flashback, Jurado Naón propone un recorrido de mutaciones morfológicas y espirituales: la piedra le quema la mano hábil al protagonista; la mano se desencastra; un perro se la roba; el protagonista debe negociar con el perro para intercambiar su mano por unas piedras. A la vez, el molle de un tronco cobra vida y le habla. En la progresión de sus relatos, en algún momento lo inanimado se vuelve vital. Así un melón se transforma en el cráneo de Sarmiento, dos figuras de papel maché se corporizan en una baldosa, una orquídea grita como si fuera un megáfono. l recurso tiene su contracara. En algún momento la siluetas también se desvanecen. Un ejemplo es San Martín que se desintegra en un acto después de proclamar “Civilización es plastilina”.
Emilio Jurado Naón nació en 1989 en el barrio de Palermo, Buenos Aires; actualmente reside en Balvanera. Es Licenciado en Letras (UBA). Milita en el Centro Cultural Teresa Israel (Almagro). Integra el grupo de exploración literaria “Proxémicos”. Ha publicado A rebato (Blatt&Ríos, 2013) y en 2015 publicará su segundo libro de relatos, Sanmierto (Blatt&Ríos).
Mitad urbanas, otro tanto silvestres, las historias de A rebato son multidireccionales, combinan la densidad de la intemperie con el movimiento sísmico que produce la urbe. Los personajes siempre arrastran algo, como si estuvieran caminando sobre un terreno con brea y aunque quisieran limpiar su calzado, alguna partícula quedaría adherida. En algunos casos, distintas marcas en el cuerpo como quemaduras o mutilaciones (en este caso del poeta César Vallejo) trazan un recorrido, remiten a un acontecimiento inmediatamente anterior. Parafraseando a Tzvetan Todorov, los relatos que propone Jurado Naón son fantásticos en tanto no sólo hablan de acontecimientos extraños sino que también tienen que ver con un modo de leer, una suspensión de incredulidad que se teje a partir de vacilaciones.
Jurado Naón se desplaza del realismo laxo, juega con lo insólito y lo inesperado. En “El arroyo” el protagonista trata de ordenar pares de medias. Para eso cultiva un método: “estirar, arremangar, cubrir y envolver reduciendo la tensión”. Ese juego de pliegues, que a nivel narrativa continúa el arco que se teje entre las novelas de Pablo Katchadjian y de César Aira, también se inscribe en el orden del significado y del significante. "El whisky y los Schóó”, fragmento de un relato inédito que presentamos, así lo demuestra.
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El whisky y los Schóó
¿Qué decir de la entrañable relación entre mi familia y el whisky? La consistencia volátil y punzante que se resolvía en mi lengua me trajo recuerdos; ese algo dulzón en un principio, acompañado por el aroma atractivo, pero rápidamente suplantado por un amargo e imperialista sabor que se propaga por los costados de la lengua hasta el fondo, la garganta y el esófago, todo bañado en cálido baño; la apariencia melosa del líquido, su color cobrizo, la forma en que se integra a los trozos de hielo en el vaso, impregnándolos con su pigmento, penetrándolos hasta el centro por las fisuras de un agua tempranamente congelada.
El whisky nunca faltó en las reuniones familiares. No sólo no faltó sino que fue, sin lugar a dudas, el centro absoluto de los encuentros, el alma embotellada de la fiesta. Al llegar, cada uno de los invitados estaba obligado –aunque, convertida la costumbre en ritual, ya no existía tal obligación– a prestar reconocimiento y dar gracias al conjunto, variable en cantidad pero nunca ausente, de áureas botellas. Generalmente se depositaba la provisión sobre una mesa con mantel blanco y los más chicos ayudaban a traer vasos, hielo, servilletas, salamín, lácteos y aceitunas para paladear. Una vez resuelto el saludo a los envases, ya nadie podía dirigirles la vista; a excepción de Papá Marcos, mi abuelo, quien hacía los honores de verter el líquido en recipientes y destinar el hielo en proporciones justas para cada uno de los bebedores. Sin embargo, entrada la reunión y fogueados los ánimos, se volvía admisible la interacción directa con las botellas –sólo con las que ya habían sido vaciadas–, por lo cual, algunas tías se dedicaban a susurrarles reflexiones de conserva, o bien las sostenían del cuello para bailar un tanguiiito (lo decían así: amuchando los labios en pico rugoso al enunciar esa voz que tanto las acaloraba; un timbre que les recorría el organismo entero, desde la boca hasta el vientre). Otras veces, las pintábamos con acrílico o hacíamos collages sobre el vidrio con publicidades de revista en las que mujeres almibaradas tomaban gaseosa del pico: con lo que nos reíamos mucho, señalando la puerilidad de ingerir otra cosa que no fuera whisky. No por nada se las llamaba bebidas espirituosas, ¡pálidas inanes, desamadas!, ¡putas y frígidas! Se excedían, en decibel, las tías a tono y terminaban por reducir a papel picado los anuncios.
Otras veces, usábamos las botellas para la búsqueda del tesoro, juego en el que éstas eran tanto el premio final como los contenedores de pistas que iban guiando el recorrido. Este tipo de divertimento era auspiciado por los Roca más viejos con el objetivo de introducir a los púberes en la cultura de nuestra eminente bebida ya que, en principio, no podía ser digerida por desacostumbrados e infantiles estómagos sin una medida de leche que ayudara a evadir la intoxicación.
Recuerdo, además, cuando ya era lo suficientemente mayor como para quedarme hasta tarde y ser partícipe del intercambio de relatos sobre el espíritu, las largas peroratas de Papá Marcos sobre el valor que el whisky había tenido al conservar la tradición de nuestra genealogía: la bebida arribaba en los barcos ingleses durante la segunda invasión, transportada por los ejércitos imperiales y, puntualmente, por el cabo Shaw –primera rama del árbol familiar en depositar su corteza sobre esta pampa– que luego derivaría en el homófono e inexplicable apellido Schóó. Iba guardada, la botella, en los baúles de Sir Shaw, pero su degustación no sería suficiente para contrarrestar el apasionamiento que, una vez reducido su batallón, despertaría sobre él el vigoroso aire austral, el caviloso oleaje del río sobre las piedras, los caballos y las vacas, el trigo de la siembra y las nubes esparcidas contra una cúpula celeste sólo comparable con la de los polos. Y sí: Shaw se quedó y contrajo relación carnal y santificada con una joven de familia criolla, frágil y hermosa, pero estéril como la tierra de Atacama. Sin embargo fue una criada india quien cedió su útero a la prosecución de nuestra especie, arraigada hoy en este suelo y rindiendo aún su devoción a la bebida devota, bebida bebible, bebida voluble y viable, bebida y bebedor, bebedero... Y así seguía Papá Marcos, encadenando palabras derivadas del verbo beber (a pesar de que todos decíamos tomar) hasta quedarse dormido; el vaso de whisky firme entre la rodilla y el brazo del sofá.
Los festejos seguían mientras Papá Marcos soñaba (o eso especulábamos al menos) con heroicas jornadas que transcurrían en paisajes color sepia; a veces rebosantes de alfalfa extendiéndose por un inabarcable territorio levemente ondulado. Lo suficiente como para recargar de dramatismo su tridimensionalidad, pero sin llegar a convertirse, la geografía, en un estorbo para la vista. Vista; mirada larga y tendida a la distancia: “lontananza, lontananza”. La voz rebota en el sueño alucinado de Papá Marcos. Los ecos de la conversa que lo rodea penetran en su duermevela, acoplándose a las imágenes que se aparecen entre la siembra; los alambrados rectos en paralelo, tensos; aquí y allá una vaca que pasta a la vera del camino de tierra asoleada. “Lontananza”, repite Papá Marcos al pasarse la manga de la camisa contra los ojos lagañosos: entrar en el sueño es despertar para quien preside la familia Roca. ¿Por qué? ¿Es que no son suficientes dos siglos de campaña civilizadora, de sustituir la ley al rifle cuando fuese necesario? ¿No fueron suficientes las barriadas, hacer patria y amamantar con vitaminas un Estado neonato para que la conciencia se apacigüe y suspiren los huesos con la seguridad que brinda la tarea cumplida, el árbol familiar rebosante, el camino esbozado?
Marcos no se hace estas preguntas, sólo avanza por esta huella de polvo onírico –aunque vertiginosamente real para él–, camina hacia el molino de chapa que chirría del otro lado de la tranquera. Pasa al lado de la vaca. La vaca lo mira con desconfianza; las gordas pupilas bobas ascienden y descienden todo a lo largo de la facha de Papá Marcos, vestido de fiesta –poco apropiado para el campo– y se le cruza en el camino: “Marquitos”, muge el bobino. Roca, azorado, se para en enteco. Contempla los cuernos enanos del animal que ahora se planta cual estatua maciza de buda tibetano. Hay un enlace neuronal que no termina de efectuarse en el cerebro de Marcos –como si estuviera dormido dentro del mismo sueño–, algo en la juntura de ambos cuernos, en el pasaje de la pelambre al hueso... Siente whisky chirle deslizándose por el borde del labio, “Marquitos”, y despierta. Los invitados ya se fueron y alguien va apagando una por una las lámparas de la casa. Avanza la penumbra y una sobrina-nieta (no logra reconocerla, sus rasgos columpian entre los de una joven y la vaca; nariz en hocico, tetas duplicadas en ubres) lo escolta al dormitorio. Entonces Papá Marcos, una vez arropado por sábanas frescas, pasa a internarse nuevamente en las haras del descanso. Aunque esta vez ya no sueña con pampas libérrimas, ni con vacas subversivas, ni con inocuos molinos de chapa: más bien una sensación de ligereza y vacío. Como una botella; una vaciada botella de whisky.