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El cenit, el laberinto y el tiempo

Una serie de iluminaciones se ordenan formando una constelación de sentidos que vinculan el Cuaderno VIII, de Mario Ortiz, con la serie "El tunel del tiempo" y los procedimientos de Paolo Santarcangeli, Umberto Eco y Robert Zemeckis. Christian Kupchick, Jorge Consiglio y Luis Sagasti acompañaron a Mario Ortiz en la presentación de Cuadernos de Lengua y Literatura en Bahía Blanca.

Por Christian Kupchik.

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Es mi obligación confesar cierta debilidad por algunos nombres propios, patronímicos o topónimos. Una inevitable fascinación me inspira el sonido de Samarcanda, Turkestán o Purmamarca. Bahía Blanca, por supuesto, está en esta lista. Y nada tiene que ver con el vocativo, sino con el perfume de su musicalidad. Quizá todo se trata de eso, de nombres desconocidos y a la vez añorados. Al plantearse la posibilidad de participar en la presentación de los libros de Luis Sagasti y Mario Ortiz, dos enormes escritores a la vez que exquisitos ejemplares humanos, el enorme entusiasmo que dicho honor despertaba no me permitió pensar cuál de las dos obras me correspondería. El tema es que, más allá de reconocer tanto en Mario como en Luis universos particulares, una sensibilidad y una estética personal en cada uno de ellos, no podía evitar verlos sino como un Jano bifronte. Una suerte de Mario Sagortiz o Luis Ortigasti, capaces de fundir sus mundos. No. Sería un error. Hablaría del Cuaderno de Lengua y Literatura VIII, de Mario Ortiz.

 

No obstante, una salvedad. Mario da cuenta en su libro de un recurso lingüístico conocido como “conectores”, es decir, una palabra o conjunto de palabras que une partes de un mensaje o le da un sentido. En este caso, prescindiré de “conectores”, pero me veo obligado a señalar ciertos vasos comunicantes que creo entrever entre este Cuaderno VIII y Maelstrom. Y estos vasos se complementan por una relación de fraternal asimetría. Explico:

En principio, podemos advertir que las dos obras se articulan en función de lo que nos enseñan sendas pantallas. En el Cuaderno, la carcasa vacía de un viejo televisor Zenith que asentado en el patio de Ortiz nos enseña, sin necesidad de filtros ni rayos catódicos, las impurezas de la realidad mientras pasan las horas, las sombras se estiran, se acaba el día. En Maelstrom la pantalla la adivinamos plana, con buena definición, como corresponde, pero que se agota en el arduo trabajo detectivesco que se le exige a Google. Las respuestas serán por lo general tan puntillosas como inconducentes. Una vaguedad erudita para lo que no tiene nombre.

¿Qué se busca? Nombres, precisamente. En Maelstrom, nombres comunes, sin otro significado aparente que denominar a su portador. Nombres grabados en placas escondidas en un jardín público de Galicia o Nueva Zelanda. Nombres como Javier Tomé, Pablo Murillo, Pat King o Paul Holland. Los Balaguer. Egle Donatti. Otros.

En el Cuaderno, no se citan nombres. O sí: pero es un nombre que no aparece y a la vez representa todos los nombres. Se habla en el Nombre del Padre. El Viejo. Que, se sabe, es Don Ortiz el Viejo, a quien Ortiz el Joven le brinda un entrañable homenaje. Y en su homenaje, abre la puerta a otros Viejos entrañables, que pueden ser el de cualquiera de nosotros. Al menos, ese homenaje que consigue Ortiz el Joven sería el que puede ambicionar cualquiera de nosotros para nuestros viejos. Nomen Omen.

Está claro: Sagasti y Ortiz nos proponen un laberinto. Entre las diversas acepciones del término, la más aceptada es la palabra griega lábrys, que indica “hacha de dos filos”, el segur del sacrificio, probablemente de piedra, de las que se han encontrado muchos en Cnosos. Doble hacha. Se cumple: por un lado, Luis nos expone un laberinto espacial; por otro, Mario un laberinto en el tiempo. Incluso alude de modo directo a la serie televisiva “El túnel del tiempo”. Si se compara la escenografía utilizada para representar dicho túnel (una serie de arcos concéntricos sin fin) y la figuración arremolinada del maelstrom, lo que vemos planteado son dos formas laberínticas posibles. (Ya volveremos al túnel).

El laberinto plantea un enigma, y el deseo de resolución –bien lo sabía Borges– provoca una ineludible atracción. Encontrar una salida. Entre todos los modelos que presenta Paolo Santarcangeli en Il libro dei laberinti, Eco, en el prólogo del mismo escoge tres. Yo sólo me remitiré al último: “Es el rizoma, o red infinita, donde cada punto puede conectarse con todos los restantes (…) Ya no hay un exterior o un interior: en otras palabras, el rizoma puede extenderse al infinito.”

El Zenith (que es el cénit en inglés, vale decir el punto más alto de la esfera celeste respecto al observador y antónimo del nadir), abre su boca vacía en un jardín de Villa Mitre, Bahía Blanca, y ahí, entre pastos sin tiempo flotan perdidos por la cuarta dimensión los científicos Douglas Philips y Tony Newman. La serie de la cadena ABC, Time Tunnel, tuvo una vida efímera (de septiembre del ’66 a abril del ’67), pero los círculos del maravilloso corredor temporal se extendieron mucho más. Su creador, Irwin Allen, confiesa que su origen se debe a una casualidad a la que bien es posible identificar como una “estética de la deriva” o el “mar de los despojos”. Cada episodio se escribía sobre los restos de vestuario y escenografía que dejaba otra producción. Materiales en suspenso, maderas en la orilla…

*

Breve digresión, acaso necesaria. Al comenzar la filmación de El Túnel…, Allen ya realizaba otra serie de cierto éxito basada en una novela mediocre: La familia Robinson suiza. El argumento no era demasiado original: una familia de astronautas en busca de Alpha Centaury naufragaba en un planeta desconocido y quedaba expuesta a peligros inesperados. Lo más interesante era un robot obeso, un dudoso médico maniático que se introdujo como polizón, el Dr. Zachary Smith [otro nombre muy Sagastiano] y John Robinson, el “pater familia”, interpretado por Guy Williams antes de convertirse en El Zorro y venir a cumplir su destino final a estas pampas bárbaras. La serie se llamó Perdidos en el Espacio [Lost in Space, ‘65-‘68], y se ajusta a la perfección a la propuesta de laberinto que propone Sagasti. Sólo dos motivos interfieren contra ello: el primero es que Maelstrom resulta infinitamente más sugestivo; el segundo es que Luis Sagasti ya publicó un ensayo delirante exactamente con el mismo título y sin tomar en cuenta a Irwin Allen).

*

De retorno a la marea del Cuaderno. Decíamos: materiales en suspenso, maderas en la orilla… Mario opera de un modo similar al de Allen: se hace cargo de los despojos que flotan, en el tiempo y a su alrededor, para crear a partir de allí su propio Golem viajando del pasado al presente y viceversa. Empero, es de señalar una diferencia: al igual que un hechicero vudú, aquello que toca retorna otro. La empresa Zenith, nos cuenta Ortiz, impuso un eslogan comercial para sus productos cuya traducción aproximada sería: “La calidad antecede al nombre”. En realidad, esta frase puesta en el Cuaderno VIII revela mucho más que una estrategia de marketing.

Como sabemos, al designar una cosa, al de-signarla, al nombrarla, la misma queda mágicamente bajo la soberanía de quien la nomina. Ortiz rompe el espejo a través del Zenith y permite que las cosas tomen la palabra. El escritor se expresará a través de las cosas que no hablan: todo puede ser dicho, mentado, susurrado, bajo otra norma. Sin filtros, no hay estática. Agamben dijo que “ético no es lo que nos funda o nos dicta, sino lo que nos genera”. La ética tampoco conoce de estática. En este sentido, Ortiz establece una poética del silencio: “la calidad antecede al nombre”.

Dialoga así con Francis Ponge, otro vaso comunicante, quien para hablar sobre un vaso de agua apelará a las simetrías y alteraciones, acudirá a las etimologías, nos contará que “sobrio” deriva de sinebrius, que implica “sin vaso para beber”. Mario hará lo propio, le dirá al Viejo que materia es una hermosa palabra, que nació en los bosques del Imperio Romano donde vivían hadas y druidas; le contará que con el tiempo la materia pasó de boca en boca, se fue deformando y terminó por convertirse en “madera”. La buena madera que fluye en la marea y llega a la otra orilla.

En un capítulo del “Túnel…”, Tony se encuentra en la disyuntiva de enfrentarse a su madre y a sí mismo de niño (lo que mucho después parece haber sido retomado por Zemeckis en Volver al Futuro) y si el encuentro se produce puede resultar fatal para uno u otro: de acuerdo a una ley no escrita, nadie puede encontrarse con su propio pasado. Mario recrea en 2013 un cuento de 1984, perdido y olvidado. Mientras lo vuelve a redactar se interroga respecto a su naturaleza: no se trata de un cuento sino de su reescritura. En el relato, un hombre de 1984, mientras espera el colectivo una mañana tormentosa, es alcanzado por un viejo que le pide fuego. Un rayo lo alcanza y aparece treinta años atrás, en 1954. Luego del impacto inicial, se niega a cualquier movimiento y pasa tres décadas en silencio con su secreto recluido en un campo. Cuando se acerca la fecha del acontecimiento, vuelve al lugar de los hechos. “Vuelta al presente, vuelta al pasado, vuelta al presente”, determina Ortiz, como una cinta de Moebius que no acaba nunca. En Yo, el Supremo, Roa Bastos le advierte al Doctor Francia que cuanto le dicta a su amanuense Patiño, no retorna de la misma manera. La respuesta no se deja esperar: “Lo copiado nunca es igual a la copia”.

Mientras retoma su relato, Ortiz lo modifica y se modifica, a él y a sus lectores, tripulantes de la misma nave por el río del tiempo, hacia adelante. Y así coincide con Eco respecto al laberinto: “Ya no hay un exterior o un interior: el rizoma puede extenderse al infinito.”

Allí está la probable salida. Ponge cita el infinito como “el horizonte. Más o menos cercano según la calidad de la vista. Mucho más cercano para el miope. (…) La necesidad, la nostalgia del infinito es el deseo de ver turbiamente.” Y aconseja desconfiar de las cosas nítidas. Ortiz es sabiamente miope. En la distorsión de su mirada aprendemos que siempre se abre una puerta inesperada (fuera de foco) a otro posible retorno.

El Zenith, o lo que queda de él, se irá descomponiendo en el jardín, víctima del tiempo y los tiempos. El Cuaderno VIII se cierra con un hermoso poema cuyos tres últimos versos dicen: “la última palabra / al fin / la extinción del yo”.

Algo antes, apenas seis páginas antes, inmediatamente antes a que el Zenith sea ubicado sobre el techo de la casa de Villa Mitre para enfocar las nubes del atardecer, pude comprender que, más allá de la extinción del yo, ya se había sentenciado el cálido adiós.

“Dormí, viejo, dormí. La muerte también es una palabra”, dice Mario.

***

Notas relacionadas

  • Loops en alta definición: Entrevista a Mario Ortíz por su nuevo volumen de Cuadernos de Lengua y Literatura: Conectores temporales.Por Valeria Tentoni.
  • Los que se fueron: Aníbal Jarkowski acompañó a Mario Ortiz en la presentación de Cuadernos de Lengua y Literatura VIII (Eterna Cadencia Editora).
  • Bléfari subraya a Ortiz: La cantante, actriz y escritora elige sus cinco citas favoritas del último volumen de los Cuadernos de Lengua y Literatura, de Mario Ortiz.

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