De la herencia a la captura: intervenciones sobre el pasado

Martes 20 de mayo de 2014
En estos días aparece el nuevo número de la revista Mancilla. Publicamos aquí un adelanto del dossier “El problema de heredar”.
Por María Pía López.
Estoy entre las personas que nunca pisaron un colegio bilingüe ni tuvieron una infancia con cursos particulares. Crecí en una casa sin biblioteca, leyendo lo que caía en mis manos. Durante años, un poco de Selecciones y otro poco de Corín Tellado. Los primeros libros que hubo fueron los de la colección Billiken, que pedía para los cumpleaños. ¿Por qué estos trazos? Porque lo que diga de la herencia no puedo sino pensarlo como tensión entre lo que se hereda y lo que se apropia, como modos distintos de vincularse con el pasado. El heredero puede ser díscolo y hasta renuente, considerar lo que le llega como un peso, pelear contra lo que tiene derecho a recibir. El que se apropia también es selectivo, pero lo suyo tiene más voracidad que desapego. No tiene obligación frente al pasado, más bien deseo de hacerlo suyo.
Parte de la literatura argentina juega alrededor de esa figura: desde la idea de conquista en Sarmiento –y aquí glosamos, claro, a David Viñas-, ese montonero modo en que intenta arrebatar la lengua del conquistador y hacerla otra para que sea propia, hasta el conocido asalto de la biblioteca que imagina Arlt. Linaje de la apropiación. Ellos no heredan. No tienen qué. La escena de Sarmiento fugando de sus tareas en las minas de Copiapó para aprender inglés o francés –traducir llama a esa práctica casi salvaje de capturar la lengua ajena- puede leerse en paralelo con el encierro de Mansilla, también escapando del trabajo en el saladero para leer el Contrato social de Rousseau. Sólo que Mansilla es un heredero y cuando su padre lo descubre, echado en la cama, con el libro en la mano, le sugiere amablemente que como sobrino de Rosas que es le conviene continuar sus lecturas en Europa. La diferencia no está sólo en los vínculos bien disímiles con el restaurador de las leyes, es claro. Mansilla lee, en el recuerdo que traza, un libro particular que lo pone en riesgo de advertencia. Sarmiento lee para acumular, para crearse a sí mismo una dote, un capital cultural inicial. Si se piensa como Benjamin Franklin, cuidando cada segundo como oro, cada página leída es una inversión, no un dispendioso goce.
Por eso la fuerza de su polémica sobre la lengua. O la idea de que emanciparse no es renunciar completamente al español (como se tentará Alberdi tratando de ir hacia el francés) sino retomarlo como algo propio, oral, con nuevas reglas, americano hasta la barbarie. El heredero tiene derechos, a los que puede o no renunciar, contra los que muchas veces pelea. Sarmiento no lo es y su escritura avanza como una fuerza bélica, tomando territorios. Arlt, con su apego a las metáforas del boxeo, postula otro movimiento: se trata de énfasis y fintas, de golpes y de esfuerzos, sostenidos en la disputa barrial por lo plebeyo. Ya no es la apropiación brusca de la cultura occidental, sino la defensa del rincón luminoso del idioma propio. No va hacia la traducción sino hacia la constitución de un nuevo derecho: el que surge de la invención popular. El linaje es el mismo pero las políticas son distintas. Uno se apropia, el otro afirma la idea de que heredar es un menoscabo porque lo fuerte es inventar.
Nombres propios que condensan cierto estado de la cultura argentina, su modo de disponer su inscripción con relación a lo que otras culturas producen. Del brusco ademán que acerca a Sarmiento a un canibalismo cultural que en Brasil se nombraría movimiento antropófago –buscar América en la consumición de Europa- a la afirmación corajuda del barrio que nos tocó en suerte se configura el vasto haz de las políticas culturales plebeyas de apropiación. Interesa que no buscan prosapia, ni siquiera la de un sujeto popular que andaría por ahí insurgiendo. Arlt, de él hablamos, no va hacia algún indigenismo y ni siquiera es tentado por la gauchesca. Prefiere la afirmación de la polifonía contemporánea, con todo lo chirriante que suena. En Borges sí se delinea el gran modo del heredero. De hecho, gran parte de sus intervenciones rozan el tema. De qué bibliotecas se viene, cuáles se disponen, de qué lenguas se parte. Imaginará una escritura que surge de la intersección entre lo inglés y lo criollo, y un idioma apegado a lo que llamaba “la oralidad de nuestros mayores”. Borges tiene bibliotecas y antepasados. Hace mucho con eso. Incluso rebelarse. Puede tomar el Martín Fierro y reescribir “El fin”. Ahí afirma en acto el gran modo de la herencia. Cuando el pasado no oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos, sino cuando los vivos juegan en su trama, la habitan, la recorren. Este modo de la herencia, como el del arrebato o la apropiación, selecciona y recrea. Interviene sobre el legado para hacerle decir otra cosa.
¿Habría modo de no hacerlo? ¿Acaso existe una relación tan prudente en términos culturales, un andar en puntas de pie, o atestados por todo lo que ya fue creado, sin pasarlo por el cedazo crítico? Algo así como el modo coleccionista de la historia que discute Nietzsche. Hay, pienso, en ciertas escrituras de los linajes, en la aseveración que lo ocurrido antes legitima la intervención presente. Es decir, en la figura de la herencia como derecho que antecede y justifica la obra. No es el caso borgiano, me permito insistir, porque lejos de pensar en términos de aval o santificación, lo piensa como objeto de tensión o violencia. La reescritura, la idea de la copia en Menard, la cuestión de la traición o del pasaje de a un mundo a otro –el caso Drocfulft-, son discusiones sobre qué hacer con la herencia, porque no hay modo legítimo de reclamarla. Ser heredero es disputar. Pero en Borges, a diferencia de lo que ocurre en Sarmiento, hay un vínculo aterciopelado con la cultura occidental. Lo que en uno es gozo anticipado por el botín, en otro hay diálogo esperanzado.
El pasado siempre está entre nosotros, en nosotros, aún en los sueños futuristas o el apego enfático al presente. Podemos soñarnos díscolos, creativos, innovadores, y serlo, pero a sabiendas que todo eso es posible al interior mismo de eso que nos constituye como legado. No es interesante pensar eso con la figura de la herencia, ni con la del heredero como agente de la misma: las palabras remiten, claro, a esa figura de la legitimidad, de la transmisión, de la propiedad. Cuando se presenta en las discusiones culturales y políticas aparece como una figura casi reactiva: la apelación al derecho de sangre o al apellido, a la defensa de una tradición o una institución que ampara. Hay otros modos de pensar el pasado, su presencia y la relación con él.
Paolo Virno, en El recuerdo del presente. Ensayo sobre el tiempo histórico, lo piensa con la idea de facultad o potencia. La fuerza de trabajo y la lengua, por ejemplo, son modos de la memoria: existen por el acumulado histórico, por las generaciones que antecedieron, por las formas en que fueron moldeando y recreando las capacidades, las fuerzas, las palabras y las reglas. Hablamos como sujetos de memoria, creamos y producimos como tales. Lo contrario a ese modo activo de vivir con el –y gracias al- pasado es su retorno como cita, como déjà vu, como reiteración. Cuando vuelve igual a sí mismo y no como potencia para crear lo nuevo. La lengua, pasado general de todos nuestros actos de habla, convirtiéndose en esquema repetido. Heredar se parece más a la transmisión de lo que pide su preservación o repetición que a la recreación silente, enmascarada tras lo nuevo o tras la visita respetuosa a la galería de lo pretérito. En las encrucijadas culturales y políticas de la Argentina, prefiero menos a los que heredan que a los que entran a saco, esos muy conscientes de los hechos del pasado, que no cesan de interrogarlos, ponerlos en tensiones inesperadas, cambiarles el sentido.
La cuestión de la herencia es más un problema de abogados o escribanos testamentarios que de creadores. Cuando hay literatura, música, arte, aparece la relación activa con el pasado, la que desborda el vínculo legítimo y renuncia a establecer una idea de legitimidad. Intervenciones culturales hay a montones que procuran su inscripción en el campo de lo legítimo, ya sea porque delimitan lo que pertenece a un linaje, ya porque solicitan el reconocimiento de un derecho que los distinga. No es mero tradicionalismo, también es estrategia de mercado: ser el verdadero representante de algo –de un género musical a una tradición política- puede ser ganancioso. Pero ese movimiento no deja de ser abogadil, minucioso intento de contabilizar lo que nos corresponde del legado.
Tampoco es interesante –para quien escribe- el movimiento opuesto: declarar el acto de confrontación irónica con el legado como acreedor –sólo por constituir ese ademán- de valor estético. Cuando Borges escribe “El fin” no es sólo un gallito que se da el lujo de corregir el poema fundacional –de corregirlo matando a Martín Fierro-, es también el escritor de una precisión gozosa, que hace irrelevante, en el cuento mismo, la discusión con Hernández o con el tenaz apego de la cultura argentina por ese poema. Aun cuando parezca que hay un legado –un conjunto de obras y de creaciones que están en nuestro pasado social y que nos solicitan imaginativas o litúrgicas revisitas-, aun cuando lo haya efectivamente y sea feliz el diálogo que por él tiene cada generación con las anteriores, nada de eso sería posible sin el otro modo del pasado, ese que nos permite, cada vez, crear.