Voyeur

Miércoles 22 de octubre de 2014
Un hombre mira a una mujer desnuda y desde esa mirada, como un dios, la crea.
Por Jorge Consiglio.
Gozar de nuestro andar en apetencia
Luis O. Tedesco
Las ventanas son operaciones metonímicas. En la ciudad, resultan chispazos súbitos, recortes. Koda camina por una calle —arbolada— del barrio de Flores. De pronto, se topa con un par de postigos mal cerrados. Koda disminuye su paso. Observa de refilón. Apenas gira la cabeza: no quiere que sus intenciones resulten evidentes. Son los ojos, sobre todo, los que se mueven. Koda ve una escena única. En ese momento todo se detiene. La mirada desata el proceso de abstracción: sustrae lo visto del fragor del cambio. Lo retira del empecinado acontecer. El objetivo es reconocerlo: delimitar su estancia, precisar su arista, imaginar su contenido; en otras palabras, visualizarlo.
Un lazo sólido une a Koda con lo que mira. Ambos están congelados por el mismo rayo. Sufren una parálisis idéntica. Están colgados de los caireles de una poética que los involucra. Koda ya no se desplaza, ni mueve las manos, ni se humedece los labios, ni pestañea para humectarse las córneas. Lo único que hace Koda es mirar o, eventualmente, ser mirado.
Koda ve una escena simple; sin embargo, resulta que la escena tiene pliegues y en los pliegues —es moneda corriente— encuentra amparo la incertidumbre. Por esta razón, se crea un ambiente propicio de vacilación en el que se consolida el erotismo. Koda no ve una mujer desnuda a través de la ventana. Ese fragmento de mundo —una mujer desnuda a través de la ventana— no entraría en el relato que él mismo está tejiendo en este momento. Lo que ve, lo que alcanza a ver, es una mujer envuelta en una sábana de color claro. Está acostada en una cama amplia. Tiene la cabeza apoyada en la almohada. Su cara es una mancha azul; el pelo, un delta que se derrama hacia el piso. Aparentemente, duerme. Koda, como único espectador de toda la Creación, intuye que la mujer es joven. Comprende que una pierna, un brazo y parte de la espalda de la mujer se fuguen de los velos y se presenten desnudos. Pura intermitencia. También comprende que el sexo sea un sello oculto, una gracia entre las piernas. Pero nada es fácil. Hay un malestar. Koda percibe un malestar: la belleza resulta contradictoria. Y desde esa atalaya altísima que son los juicios acabados, cae en picada hacia un sitio desolador que, a falta de un nombre mejor, llama historia personal.
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