El arte de narrar

Jueves 03 de diciembre de 2015
¿Qué, en última instancia, diferencia a la poesía de la prosa? ¿Hay alguna diferencia, en el fondo?
Por Luciano Lamberti.
El término “Síndrome de Peter Pan” fue acunado por primera vez por Dan Kiley en un libro de 1983: se refería a todos aquellos adultos que presentan cierta clase de inmadurez en aspectos psicológicos y sociales, que se “niegan” a madurar, como el personaje clásico se negaba a crecer, a ingresar en el mundo de los adultos, porque saben que del “otro lado” solo hay tedio, obligaciones, aburrimiento y una lenta agonía.
Mucho se ha escrito sobre esta contraposición entre dos mundos. Quizás uno de los mejores libros sea El cuerpo, de Stephen King, donde un grupo de niños parte un fin de semana a buscar un cadáver tirado en el bosque al lado de las vías. El de esos chicos es un viaje iniciático, casi ritual, al término del cual ya no son los mismos: algo han aprendido, algo del orden del dolor (si se lo piensa bien, toda – o casi toda – la obra de King, en sus libros más inspirados, ronda alrededor de la pérdida irreparable que significa crecer).
Es que para participar en cualquier campo de la actividad creativa es imprescindible tener vivo y coleando al nenito interior. Miren sino las biografías de escritores, pintores, cineastas de cualquier tipo; comprueben las animaladas que hicieron, la irracionalidad con la que se comportaban, los caprichos a los que sometieron a su entorno. En sus ojos se asoma el nenito: ególatra, infantil, casi demoníaco, porque la belleza y la libertad están siempre del lado del mal, como bien lo sabía Bataille.
Vean, también, la novela Salvapantallas, de Luis Chaves, recientemente editada por Seix Barral. Hay un niño ahí que se niega a crecer, que no se puede hacer otra cosa que crecer, que vive tironeado entre esos dos mundos. Al narrador, que es, sin dar más vueltas, el mismo Chaves, escribiendo una novela autobiográfica, o una autobiografía en forma de narración, o una suma de recuerdos a la que podemos llamar novela, protagonizada por el mismo Chaves, acaba de cumplir 44 años. Está en pareja, tiene dos hijas. Y se dedica, en estos fragmentos escritos, según su propia declaración, un poco arbitrariamente, más bien como le vienen a la memoria, a contar quién era antes de ser esto que es: Chaves como niño en su Costa Rica natal, las primeras erecciones portátiles de Chaves, la renuncia de Chaves a la carrera de economía y el viaje iniciático de Chaves a Cuba, con un amigo, para recibirse de poeta, la vida de Chaves en una gran casa heredada, junto a un dealer; la actual vida de Chaves, como hombre de familia, cansado de su normalidad (“los 44 son los nuevo 74”, es el leitmotiv) y las escapadas en las que logra recuperar, con amigos, con alcohol, con cocaína, como entrevisto a lo lejos, ese Reino Perdido.
Todo esto conforma un cuaderno de anotaciones con momentos destellantes, otros graciosos, otros verdaderamente dolorosos. Una novela que se lee rápido, y en la que uno puede verificar, como un canto generacional, los mismos pasos de cualquier artista latinoamericano, de esos que pintaba Bolaño en sus novelas: ir al infierno para después regresar con algo así como una experiencia, que deberá ser el corazón secreto de nuestra obra. Pero aquí el corazón está abierto, pegado a un tergorporl, palpitante, y se ofrece a la vista de cualquiera. Es fácil, incluso si fuera ficción, creer en lo que cuenta; a lo mejor porque eso depende más del tono que de la verdadera verdad de las cosas.
Chaves es un poeta de los muy buenos, y eso es visible en su prosa, que salta de un momento a otro como alguien que mezcla y trata de ordenar fotos familiares. Muchos de sus fragmentos son tan cerrados y luminosos como pequeños poemas. Lo mismo pasa con Raymond Carver: sus cuentos, por más narrativos que sean, son profundamente poéticos; sus poemas parecen cuentos en verso. Él mismo realizó, junto a Tess Gallagher, el traspaso de algunos cuentos de Chejov al formato poético. Lo mismo pasa con Saer, cuyas novelas son largos poemas y cuyo único libro de poemas se llama El arte de narrar. Y aquí surge la pregunta de taller literario: ¿Qué, en última instancia, diferencia a la poesía de la prosa? ¿Hay alguna diferencia, en el fondo? No lo sé, nunca sé responderlo cuando me lo preguntan, no me importa. Son clasificaciones, cuestiones ajenas a la creación verdadera. Medios distintos con el único fin de hablar de aquello que no podemos decir.
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