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Tornillo

Otra entrega del autor de Pequeñas intenciones: "La realidad es un sistema complejo de poleas, engranajes y memorias que se entrelazan".

Por Jorge Consiglio.

tornillo

Agregar mundo al mundo. Camino por Campana que tiene árboles que son un clima, una emoción cavada en el aire. Voy con la cabeza gacha. Veo el suelo, una amplia superficie de baldosas. Estoy distraído, pero con la vaga sensación de estar cumpliendo un rito menor, algo que a pesar de su insignificancia —o, quizás, a propósito de su insignificancia— me define, termina por dibujarme de pies a cabeza.

 

Soy el que camina por Campana una mañana cualquiera —faltan seis minutos para las once— con la mirada perdida en alguna idea remota; sin embargo, visto desde afuera —por alguien que pasa andando en bicicleta y repara en mi persona, por ejemplo— parece que estuviera observando el piso con la mayor atención. A decir verdad, esa impresión no sería equivocada. La realidad es un sistema complejo de poleas, engranajes y memorias que se entrelazan. Y, en virtud de la lógica que ese régimen impone, ahora estoy efectivamente haciendo dos cosas al mismo tiempo. Por una parte, me pierdo en pensamientos indefinidos; por otra, me mantengo alerta a la superficie de la Tierra.

En el espacio entre dos baldosas encuentro un tornillo. Me detengo a observarlo. Es un objeto cilíndrico, muy chico, debe tener un centímetro y medio, no más. Tiene cabeza hexagonal y parece estar hecho con una aleación metálica. El que pensó su diseño, aquel que diagramó su caña roscada, tuvo en cuenta dos factores: a) dos piezas a unir, b) el componente transitorio de la fijación.

Siguiendo un impulso, me agacho y lo recojo. Lo sostengo con el índice y el pulgar a unos quince centímetros de mis ojos. Lo hago girar entre los dedos. Mi punto de vista es amplio, quiere abarcarlo desde todas las perspectivas. El tornillo es una máquina simple, una nada agradable. Me despierta el mismo interés que las hormigas cuando era chico. Lo acerco a mi nariz y lo huelo. Aspiro y me lleno de un hedor a aceites. Es el aliento rústico de las fundiciones. Sé que ese olor no existe, que es un invento de mi cuerpo, del sudor de mis manos. Entonces sonrío, pero es un gesto asocial, no tengo en cuenta a nadie cuando lo hago; se trata más bien de una expresión de asombro —un reconocimiento—, como si un estafador, de pronto, me develara su estrategia.

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