Segundo y el fuego

Jueves 07 de mayo de 2015
Una chispa enciende el paisaje rural con violencia.
Por Jorge Consiglio.
Nació en Junín pero vivió en Fortín Tiburcio desde muy chico. Le pusieron Segundo porque no encontraron otro nombre. El padre era peón de campo y hacía changas: cavaba pozos, cardaba colchones. Un día, el viejo se cayó de un tractor y se jodió una pierna. Lo internaron y murió a la semana. Segundo tenía la misma mirada de su padre. Andaba como escondiendo los ojos. Respiraba y hacía ruido; dormía y roncaba. Trabajaba en un taller de chapa y pintura. Cada vez que podía, decía que le encantaban los fierros, pero nadie le creía: era desapasionado, distante.
En 2008 compró una coupe fuego modelo 90 y pasó un año poniéndola a punto. La gente se la elogiaba; Segundo miraba el piso y sonreía. El auto estaba siempre parado en la puerta de su casa. Casi no lo movía. Alquilaba un chalet con un fondo interminable en la entrada del pueblo. Tenía mujer y dos hijos. Tenía una hermana que vivía con ellos. Julia se llamaba. Era alta, igual que él, y desgarbada. Julia conseguía lo que se proponía sin discutir. Tenía dos estrategias: el silencio y un cerrado mal humor. Así se imponía en este mundo estúpido. Metió un mastín napolitano en la casa, por ejemplo. Nadie quería animales —mucho menos la esposa de Segundo—; sin embargo, Julia logró lo imposible. Se plantó y la familia tuvo que dar el brazo a torcer. Fue una batalla dura: todos sabían que la victoria sentaría precedente. Por eso cuando le pidió a Segundo que retirara de la casa de Ontivero —un vecino con cara de nada— un cuchillo yarará que, según ella, había comprado por Mercado Libre, nadie se opuso. El arma quedó olvidada en el auto.
El perro pasó enseguida a ser una cosa. Se olvidaban de alimentarlo. Andaba de un lado para otro como un fantasma. A veces, ladraba y lo callaban a palos. Un día se fue. Era un animal grande, parecía un caballo. En la ruta, se lo cruzó un camionero. Paró, le hizo caricias y se lo llevó. Recién a la noche Julia notó que el mastín había desaparecido. Puso el grito en el cielo. Culpó a la familia y, como era su costumbre, la castigó con su mutismo. Atormentado por su hermana, Segundo salió a buscar al perro en la fuego. Lo ubicó rápido: alguien le dijo que estaba en un pueblo a doce kilómetros. El camionero quedó desconcertado frente al reclamo. No dijo una palabra. Dio media vuelta y entró en la casa. Segundo insistió hasta que el tipo le gritó un insulto. La situación era pura formalidad —ambos lo entendían así—, pero Segundo sabía que no tenía alternativas. Se sentó en el auto a pensar. Cuando bajó tenía el cuchillo en la cintura. El camionero, que ahora estaba en la calle, lo vio avanzar. Habrá intuido la intención del otro porque agarró algo para defenderse. Lo primero que encontró fue un martillo. Alguien, quizás él mismo, lo había dejado en la saliente de la pared. Hubo dos golpes. La escena fue radical como un flash. Tan sintética, tan imprevista, tan limpia que podría afirmarse que excluyó la violencia.
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