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Colaboraciones

Rock and pop

Los gestos de la amistad y del amor.

Por Martín Kohan.

Para Jeremías
Para Alexandra

Led Zepellin, o la amistad

Hay un tipo de complicidad que yo admiro pero no he podido conseguir, que envidio pero no he sabido merecer. Es la que se verifica, por caso, entre las personas que han vivido por mucho tiempo en un mismo sitio, o entre los amigos que lo son a lo largo de los años, o en esos matrimonios de toda la vida que lo saben todo el uno del otro. Nada de eso, como dije, se me ha dado en lo personal; ni con los vecinos, por lo mucho que me mudé; ni con los amigos, que en general se fatigan de mí; ni con ninguna de las esposas, que más pronto que tarde, y sin dudas con absoluta razón, se arrepintieron de mí y me abandonaron.

 

No lo puedo explicar mejor, pero puedo poner un ejemplo (y espero que sirva de ilustración).

En octubre de 1994, Robert Plant y Jimmy Page van terminando una versión en vivo de “The rain song”. El tema dura más de siete minutos. Page lo cierra con su guitarra con una precisión y una delicadeza absolutamente conmovedoras. Plant, callado, mientras tanto, se enfrenta al público con aire recio; pero en el momento en que Page concluye, lo mira apenas y le dedica un gesto breve, casi secreto, evidente entonces tan sólo para Page, sereno pero intenso, sucinto pero elocuente: un gesto de asentimiento.

Nadie puede ofrecer un gesto así, y nadie puede recibirlo y atesorarlo, sin los tantos años detrás, sin pasar una vida juntos. Me deslumbra ese entendimiento, expresado en un solo segundo, me deslumbran esa confianza y esa complicidad; que lo más conocido y transitado pueda ser, también, y pese a todo, lo que una y otra vez sorprende, lo que no deja, una y otra vez, de maravillar.

*

Regina Spektor, o el amor

Hay un tipo de pudor sin el cual no me enamoro.

No lo puedo explicar mejor, pero puedo poner un ejemplo (y espero que sirva de ilustración).

En su concierto en Londres de diciembre de 2009, Regina Spektor comienza a tocar “Samson”; y se equivoca. Piano y voz se desencuentran, Regina para, se aturulló. Pide disculpas, avergonzada, y anuncia que va a empezar otra vez. Alguien del público en ese momento le grita que la ama, y Regina, doblemente avergonzada, con un pudor inconmensurable que primero la hace bajar demasiado la voz y luego se la hace subir demasiado, le responde que ella también.

Yo podría enamorarme de Regina Spektor, aunque no sería más que para sufrir por siempre, tan sólo por ese pudor. Por lo mismo por lo cual no podría enamorarme, ni siquiera para sufrir por siempre, de Madonna o de esa tal Cyrus, de ninguna de esas mujeres que, lanzadas, se atreven a todo, que no se inhiben nunca por nada, que ignoran el retraimiento o son brutas para la timidez.

Regina Spektor, de inmediato, retoma “Samson”. La toca, y la canta, como los dioses.

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