Oscuramente fuerte es la vida

Lunes 02 de noviembre de 2015
La crónica de Styron tiene un tono medido, reposado, como el de alguien que quedó atrapado en el fondo del mar.
Por Virginia Cosin.
Algunos llegan sólo hasta la orilla, observan el vaivén de las olas y se dejan mojar los empeines. El horizonte es una obra de arte que sugiere lo inalcanzable. Lo observan y se van, siguen con sus vidas en tierra firme. Usan lentes para ver de lejos y de cerca. Otros dan algunos pasos, entran un poco más, el frío asciende por los muslos, el abdomen –la misma temperatura se percibe de formas distintas en distintos lugares del cuerpo- y el agua les llega hasta el cuello. Otros sumergen la cabeza, abren los ojos, observan el mundo submarino, la vida de los peces y de las algas, salen y respiran. Otros no consiguen salir. Cuerpo y cabeza quedan atrapados, son atrapados por algún tipo de red, o de gancho, algo hecho de hilos invisibles pero fuertes como el demonio. Cuando el aire empieza a faltar y los corales desaparecen, todo se pone negro y la desesperación muestra sus dientes.
Hace unos meses encontré un libro de William Styron, un autor norteamericano al que leí de adolescente, disfruté como a pocos y, luego, olvidé. Compré Esa visible oscuridad por el título y sobre todo por lo que decía la contratapa: que se trata de un texto autobiográfico en el que Styron cuenta el modo en que sufrió una grave depresión durante la que le rondaron de forma persistente ideas de suicidio, hasta que decidió internarse en una clínica de recuperación psíquica. Siempre me interesaron las formas de contar la propia locura, o la propia tristeza que, a veces, se da la mano tan amigablemente con la locura. Pero después de comprar el libro lo dejé descansar en algún rincón de mi desordenada biblioteca hasta encontrar el momento propicio para leerlo. Después Alberto Giordano, gran crítico y escritor, lo mencionó en uno de sus imperdibles post de facebook y, como si se hubiera activado el imán que, en su momento, me atrajo hacia el libro, corrí a buscarlo. Igual que Alberto, lo leí de un tirón. (Creo que nadie que haya experimentado en alguna de sus formas la presencia de eso que Styron llama “el monstruo” puede permanecer ajeno ante semejante golosina).
La crónica de Styron tiene un tono medido, reposado, como el de alguien que quedó atrapado en el fondo del mar y, apena un segundo antes de dejar de respirar, descubre el movimiento que le permite desenredarse de aquello que lo retenía y subir a la superficie. Empieza relatando el momento en que percibió que su ánimo comenzaba a deteriorarse de forma amenazadora –curiosamente, o no tanto, durante una estadía en París, donde se encontraba para recibir un importante premio: “recientemente venía mortificándome con la idea de que no merecía el premio”, dice con la lucidez de quien sabe que el deseo es un francotirador; sigue con la enumeración de una importante cantidad de amigos o artistas influyentes para él que sufrieron depresiones y terminaron con su vida por propia decisión –una decisión que suscita, observa Styron, juicios poco piadosos, extrañas especulaciones, falacias– y describe sus propias ideaciones suicidas hasta el momento en que una rendija de luz le permite pedir ayuda y se interna en una clínica de recuperación. La clínica, cuenta, no es ni mucho menos un lugar idílico, como un centro de vacaciones, sino uno más bien sórdido, lleno de gente triste, con pocas ganas de vivir. Pero que a la vez le devuelve algo del orden del tiempo, un tiempo suspendido donde no hay que ser, si no que se puede, simplemente, estar. Cuando llegué a esta parte, casi sobre el final, pensé en una novela, o nouvelle –si pensamos en su extensión breve– de una perfección apabullante, verdadera y conmovedora, triste y repleta de sentido del humor, como chips de chocolate en una galleta amarga, escrita por Amy Hampel, una escritora norteamericana que no tuvo todavía la suerte que tuvo, por ejemplo, Lorrie Moore en nuestro país, y no es tan conocida, aunque debería. Todos deberían conocer a Amy Hempel y su novela, novelita, nouvelle Tumble Home. Allí la narradora, internada también en una clínica de recuperación dice, apenas arranca: “Creo que es más fácil cuando tu vida ha sido zarandeada al derecho y al revés. Las cosas importan menos. Cuentas con la alegría de ser menos educada y de ser menos –no más– cautelosa. Podemos decir lo que se nos antoje.”
El resto es silencio.
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