Una vez, en otro tiempo, peleamos en una guerra. La guerra no era nuestra y es posible que hayamos muerto en ella. Si sobrevivimos, no lo tenemos claro. Ahora vagamos con el tiempo en contra, al revés de todo, con las fechas para delante y la vida para atrás. Desorientados, solitarios, sin batalla que pelear ni ejército que seguir. Borrachos de un combate antiguo que a veces se nos cuela con su olor a pólvora entre los sueños. Fuimos Rodrigo Rojas De Negri, el joven fotógrafo quemado vivo por una patrulla militar en julio del ´86. Vimos caer cuerpos amarrados al mar desde un helicóptero en la playa de Navidad. Quisimos matar a Pinochet en su casa de Bucalemu. Fuimos chorros en Buenos Aires, lanzas en Nueva York, borrachos de vodka, ginebra y pisco en distintas esquinas del mundo. Encendimos velas a Martín Vargas y nos dejamos proteger por ángeles celestiales con cara, cuerpo y nombre de actrices porno. Somos uno y somos muchos. Somos Juan Perro, así nos llamamos. Una generación perdida, guacha, quiltros enfermos sin posibilidad de rehabilitación, condenados a un rotativo eterno de funciones triples en la salita de proyecciones de la casa de veraneo de un general asesino.

Soldados Perdidos, (Das Kapital, Chile 2012), la primera novela de Alejandro Cabrera Olea, no es una historia argumental hecha de tramas, giros dramáticos y desenlaces. Es más bien la voz de uno y de muchos, un murmullo colectivo que parece hablar de una generación que ha sido el reflejo y la sombra de un Chile alucinado, alucinante y alucinógeno. Escritores y delincuentes, que es casi lo mismo, porque guardamos, me incluyo, la secreta fantasía de que escribiendo podemos transformarnos en sicarios y así revivir la lógica de la guerrilla y de la sangre. Somos veteranos de una guerra que no conseguimos dejar atrás. Fantasmas de los héroes que no fuimos ni seremos. Soldaditos de plomo desperdigados en la pieza de juego de los otros.

Links de interés

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