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Lo que sé

“Lo que sé” es una sección de la revista Esquire que, a veces, se reproduce en el suplemento Radar de Página 12. Allí artistas de distintas disciplinas escriben sobre sí mismos. En los talleres de escritura, Cosin suele proponerle al recién llegado que escriba su propio "Lo que sé". Este es el de ella.

Por Virginia Cosin.

virginia cosin

No tengo un método de escritura. No sé cómo se escribe. No sé cómo hice para escribir un libro. Mejor dicho: si escribí un libro creo que fue porque no sabía que lo estaba escribiendo. Ahora trato de olvidarme, de no pensar qué es lo que estoy haciendo. Incluso todavía no se si eso que estoy escribiendo es una novela, o muchas, o un libro de cuentos. De verdad: no lo sé.

 

Partida de nacimiento, la única novela que publiqué, fue una novela a posteriori. Primero fue un conjunto de textos que salieron a la luz gracias a la coyuntura tecnológica del momento: de no haber sido por el blog, esos fragmentos serían papeles arrugados guardados en un cajón. El blog me permitió tenerlos todos juntos, ordenados y a la vista en un mismo lugar. Pero también, y de yapa, me permitió ser leída. Algo que en principio no sospechaba que fuera a suceder, más allá de mis pocos amigos, o de algún visitante incauto que recalara por error.

Si los blogs fueron, en su momento, una herramienta posibilitante (¿estoy inventando esta palabra?), Facebook me parece un tapón obstructivo. Es culpa de ese invento nefasto del pulgarcito para arriba, del imperativo publicitario que rige la idea del “perfil”. En Facebook hay que demostrar. Hay que saber quién se es, qué se es, hay que llenar casilleros, elegir preferencias.

Facebook –lo dije precisamente el otro día en un post de Facebook- no me hace bien. Me hace mirar a los costados, me distrae, me obnubila, desata mi vanidad, mi ira, mi deseo de agradar, el veneno que guardo en mi aguijón escorpiano. Me satisface instantáneamente, como un caramelo cargado de azúcar que, al disolverse, me deja la boca con gusto amargo.

Muchas veces me pregunto qué hubiera sido de Viginia Woolf de haber vivido en esta época.

Me pongo socrática y digo que no sé nada de nada. (Aunque Sócrates era un bribón, él creía que lo sabía todo, solo que esa falsa modestia le servía para convencer a los demás de que la única verdad era la suya).

Cada vez soy más dispersa, menos sistemática.

Escribir, escribí siempre y siempre de forma muy desordenada. Sin saber por qué lo hacía, o para qué, pero en todo caso, guiada por una necesidad. De alguna forma, la sistematización de la escritura llegó de la mano de un cierto grado de legitimación. Para escribir, primero tengo que creer que soy una escritora. (Blanchot dice algo así como: “para poder escribir se necesitan dotes de escritor, pero hasta que no escribe, nada le confirma al escritor esos dotes”. -Cito de memoria-. Siempre me pareció que Blanchot describía a la perfección esa encrucijada del escritor)

Admiro mucho a la gente que, antes de escribir, sabe a dónde va, tiene un plan, un sistema. Mi sistema es el no sistema.

Escribo de a retazos. Me parece que para cualquiera que quiera escribir es muy importante saber de qué es capaz y de qué no. Yo sé que no puedo escribir una novela pulida, lisa y sinuosa, como un mueble escandinavo. O, pensándolo mejor, podría, pero me saldría horrible, no me gustaría. Lo que hago, entonces, es fabricar piezas sueltas sin saber cómo ni dónde van a encajar unas con otras hasta que tengo unas cuantas y empiezo a jugar y a ensayar diferentes encastres. De forma que, además del proceso de escritura y corrección agrego otro: el del montaje. Los objetos que resultan de ese montaje probablemente sean medio deformes, incómodos, o hasta ilógicos. Pero son verdaderos.

De lo poco que sé, hay una sola cosa de la que estoy segura: lo que más valoro en un texto es la honestidad. No me importa que sea prolijo, no me importa que esté “bien construido”. Lo que realmente me importa es que sea verdadero. Que esté vivo. Cuando percibo que me estoy mintiendo, paro y borro. Por supuesto que no hablo de una verdad documental. No me refiero a ser fiel a hechos reales. Pero si a esto: cuente lo que cuente, tengo que hablar de mí. Creo bastante en eso de pinta tu aldea y pintarás el mundo (Tolstoi) o, en la cima de lo particular florece lo general (Proust).

Julio Verne habla de él cuando escribe Viaje a la luna o 20.000 leguas de viaje submarino.

El verdadero desafío (perdón por la palabra desafío, que suena a reality show conducido por Marley, pero no se me ocurre otra ahora) consiste en imprimir una huella propia. Mi búsqueda pasa por ahí. Es un trabajo de paleontología: escarbo para encontrar los huesos enterrados de una especie prehistórica, pero el verdadero trabajo pasa por limpiar toda la tierra que se le adhirió a lo largo de los años. Lo que busco es una forma.

No me importa entretener. No creo en eso de “atrapar al lector”. Sí creo en conmover. En mover algo. En agitar. (No confundir con producir un efecto, o una reacción: no se trata de eso).

Borro. Borro mucho más de lo que escribo.

Esto no es necesariamente bueno. Soy muy, muy exigente y de ninguna manera esa exigencia tiene relación con la calidad de los resultados. Tampoco con la cantidad: a la vez soy vaga, perezosa. La mía es una escritura de tránsito lento: largo muy de a poco. (Si existiera un Activia para escritores, sería una consumidora frecuente) Corrijo a medida que escribo. Y después vuelvo a corregir.

A veces “escribir”, en mi caso, es releer un texto por quinta, sexta, décima vez y cambiar un punto, una coma y nada más. Tres horas de trabajo pueden irse en unos puntos y unas comas. O en borrar páginas enteras.

Dependo de mis estados. Escribo cuando estoy tomada. Llámenlo inspiración, llámenlo como quieran. Escribo cuando realmente tengo ganas y tiempo. Escribo cuando lo necesito. Casi diría: cuando no me queda otra. No tengo nada parecido a una rutina, ni a un horario. Cuando algo que se viene cocinando –en noches de insomnio, a lo largo de caminatas, o de ensoñaciones en el colectivo- empieza a hervir, llega un momento en el que se carameliza, sale solo.

Pero nunca sale eso que pensaba que iba a salir. Escribo sabiendo que si creo que voy a sacar un conejo, probablemente termine saliendo una tira de pañuelos multicolores.

Escribo como jugando a los dados. Los agito en el cubilete y tiro. Casi nunca sale generala servida. Hay que tomar algunas decisiones, elegir los dados que no muestran la cara que el juego necesitaba, volver a meterlos en el cubilete, agitar y volver a tirar.

La verdad, creo yo, está en la oscuridad. Se esconde en la sombra. Y como lo que me interesa es la verdad, a veces hay que meterse en zonas pantanosas.

Para escribir me tengo que arremangar, porque escribir para mí tiene algo de revolver la basura.

Escribo con fines completamente egoístas. Escribo para “poner en fila los patitos”. Para explicarme cosas que no entiendo, para enterarme de lo que no sé de mí y del mundo, para darle un orden a mi propia historia, para exorcizar fantasmas.

***

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