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La vida de Catherine M.

Catherine Millet, autora de La vida sexual de Catherine M. y de Celos (de los que acaban de salir nuevas impresiones por Anagrama), es una de las invitadas al Filba Internacional.

Por Valeria Tentoni.

Se fue de la casa de sus padres a los 18 “para seguir a un hombre”: “No tenía ganas de estudiar, sentía una gran impaciencia por entrar a la vida activa y ganarme la vida. Trabajé en un supermercado, en una editorial... Luego hubo un período en que trabajé sin ganar dinero. Eran los comienzos de Art Press”, el medio francés sobre arte contemporáneo que dirige desde hace más de cuarenta años. Eso le contó a Milagros Belgrano Rawson en una entrevista en la que también respondería a la etiqueta de “literatura erótica” que se impuso a la autoficción que publicó en 2001, La vida sexual de Catherine M., donde narra con detalle total las fantasías y el despertar de su vida sexual y su biografía de cama, participando en partouzes y demás encuentros concurridos: “Hay dos maneras de encarar la multitud, ya como una muchedumbre en la que los individuos se confunden, ya como una cadena en la que, al contrario, lo que les distingue es también lo que les une”. El anonimato del sexo grupal aliviaba su timidez, la dificultad social que, según narra, se le presentaba.

“La literatura erótica busca despertar los sentidos, excitar. Yo no escribí La vida sexual... con esa intención sino para mostrar cómo era la vida sexual de una mujer. Y calculo que a muchos hombres y mujeres les habrá interesado conocer mi experiencia. Por lo menos a mí siempre me interesa conocer lo que les ocurre a los otros, porque es una forma de confrontar la propia vida con la de otra gente. Me refiero a la literatura y no al periodismo de chismes, claro. Cuando uno lee la autobiografía, la correspondencia o diario íntimo de alguien, busca un diálogo sobre su propia vida con el autor”. Para ese entonces, ya había salido Celos, una continuación de ese tomo récord de ventas (unos tres millones de ejemplares, unas 40 traducciones a otros idiomas). Ahí se encargaba de “la otra vida de Catherine M.”, una en la que su ego se ve herido por las relaciones de su marido con otras mujeres. Así comienza este segundo volumen:

“Si uno no cree en la predestinación, tiene al menos que admitir que las circunstancias de un encuentro, que por comodidad atribuimos al azar, son de hecho el resultado de una incalculable serie de decisiones tomadas en cada encrucijada de nuestra vida y que secretamente nos han orientado hacia él. No se trata de que hayamos buscado, ni siquiera deseado, aunque sea en el fondo de nuestro inconsciente, todos nuestros encuentros, incluso los más importantes. Más bien, cada uno de nosotros actúa como un artista o un escritor que construye su obra mediante una sucesión de elecciones; un gesto o una palabra no determinan indefectiblemente el gesto o la palabra que sigue, sino que, al contrario, obligan a su autor a una nueva elección. Un pintor que ha dado una pincelada de rojo puede optar por extenderla yuxtaponiendo otra de violeta; puede hacerla vibrar con un trazo de verde. A fin de cuentas, por más que se haya puesto a trabajar con una idea del cuadro en la cabeza, la suma de todas las opciones que haya escogido, sin haberlas previsto todas, producirá un resultado distinto. De este modo dirigimos nuestra vida, por medio de un encadenamiento de actos más deliberados de lo que estamos dispuestos a reconocer -porque sería un fardo excesivamente pesado asumir toda la responsabilidad de los mismos-, y que sin embargo nos ponen en el camino de personas que no pensamos que se dirigían hacia nuestro encuentro desde hacía tanto tiempo”.

Los celos, sin embargo, ya se habían configurado como elemento en el primer libro (la cita que sigue dejará a descubierto la distancia que instala con el lector argentino la traducción de Jaime Zulaika): “Un día me entró un arrebato y la emprendí a patadas con él mientras se la follaba. Eso también lo había olvidado yo. Por el contrario, me acuerdo, desde luego, de la forma en que me asaltaban celos que nunca confesaba”. O: “Los que se rigen por principios morales están sin dudas mejor equipados para afrontar las manifestaciones de los celos que aquellos a los que su filosofía libertina les deja desamparados ante las explosiones pasionales. (…) Los celos eran quizá una fuente que chapoteaba en los subsuelos de esa persona, y cuyas burbujas, al reventar, llegaban a irrigar, de forma subterránea y regular, el campo libidinal, hasta que, de golpe, forman un río, y, entonces, es la conciencia entera, como ha sido descrito en infinidad de ocasiones, la que queda sumergida”. Llega Millet, así, a definir el sufrimiento que producen los celos como “la incomprensión de una injusticia que no permite siquiera acceder al sentimiento de dicha injusticia”.

La francesa es, como ya se dijo, curadora y crítica de arte. Colegas, artistas, periodistas y colaboradores del medio que dirige forman parte del elenco de amantes que detalla en su primer libro: “El mundo del arte se compone de una infinidad de comunidades, de familias, cuyos puntos de reunión eran, en la época en que empecé a ejercer el oficio de crítica, menos los cafés que los lugares de trabajo, las galerías, las redacciones de revistas. Estos pequeños falansterios eran viveros naturales de amantes ocasionales”.

Los suyos son escritos sobre el sexo y la sensualidad, sí. Pero también son escritos sobre el aburrimiento, la timidez, la apatía y el hastío. Sobre el desprecio de la instancia de seducción como sobrante culposo de una lógica forzada por las convenciones. Sobre el uso desobediente del tiempo en la era de la hiperproductividad (“me merece simpatía el tiempo suspendido en que viven los folladores”), sobre el uso desobediente de los espacios en la era de la propiedad privada. Sobre la terrible ambición del cuerpo: “He comprendido gradual y oscuramente lo que me proporcionaba ese estilo de vida: la ilusión de abrirme posibilidades oceánicas”. Sobre la repugnancia, sobre cómo vencerla y por qué se lo propone. Sobre los riesgos. Y sobre su contribución al placer.

Lo que hay también entonces en esta escritura es un programa crítico, una mirada rotunda y lúcida sobre la vida en sociedad. Una mirada que se ha forjado con el uso y la habitación del propio cuerpo.

Millet lo confiesa todo acerca de su vida sexual y luego acerca de su otra vida, y lo hace con naturalidad probablemente porque no ignora que en el fondo no ha confesado nada. Nadie podría decir, después de leer sus páginas: yo conozco a Catherine Millet. “Los fantasmas sexuales son demasiado personales como para que realmente sea posible compartirlos”, sabe.

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