La sazón de la negra

Miércoles 05 de noviembre de 2014
"No deja de desconcertarme que exista quien se interese por el que quieren suponer que soy, por detrás (o por debajo) de los textos que discretamente escribo."
Texto: Martín Kohan. Foto: Daniel Mordzinski.
Ya tengo, gracias a Daniel Mordzinski, una buena respuesta que dar a la tan recurrente pregunta sobre “la cocina del escritor”. De ahora en más voy a mencionar este lugar: hablaré de “La sazón de la Negra”. Porque la verdad es que no piso jamás cocina alguna, ni de escritor ni de no escritor; y en lo personal debo admitir que no deja de desconcertarme que exista quien se interese por el que quieren suponer que soy, por detrás (o por debajo) de los textos que discretamente escribo. Con que atiendan a eso que escribo a mí me basta, y me inspira una gratitud infinita; que además puedan sentir alguna clase de curiosidad por el que soy, por el que escribe, me deja, en realidad, siempre perplejo. No se me ocurre qué cosas decir, por ejemplo, acerca de la inquirida “cocina”: de la vida cotidiana que subyace, que precede o que enmarca la escritura. Sé bien que no hay en eso nada que de veras importe, y me resisto a suministrar más material que el indispensable a los mitos de las figuraciones autorales.
No obstante, la persistencia de esa fe me consta: no me ha faltado quien insista en escrutar esa nada a la que llamo mi vida; tampoco quien reclamó de mí que entregara por fin mi verdad y renunciara para siempre a la pose. Por suerte Daniel Mordzinski me indicó, tanto mejor, este lugar por demás inaudito, me llevó hasta “La sazón de la Negra”, me sacó esta foto admirable, me brindó estas coloridas evidencias. La primera: que no importo, que aparezco en segundo plano, que yo miro pero no soy mirado. La segunda: que no existe otra verdad que la pose, que posar de escritor descolocado (en lugar de obsesionarme por serlo ubicuamente) es la única verdad que me cabe. La tercera: que no hay enigma ni halo en la cocina, que en la cocina no hay misterio ni hay aura, que la cocina es un lugar de trabajo, que es simple, secular, cotidiana, que es el sencillo lugar de un hacer.
Ese hacer tiene su encanto. Y ese encanto, a la vez, tiene un destino: el de esos tipos que, a un costado, comen lo que acaba de prepararles y servirles la Negra. Por las mismas razones, seguramente, por las que queda uno necesitado de que esas cosas que ha estado escribiendo, alguien las lea. Por eso me dijo Mordzinski que me asomara a la ventana de la cocina: para que alcance a notarse ese deseo. Lo bien que hizo. Fue de ese modo que consiguió, en una escena de tanto artificio, retratar una autenticidad cabal: el deseo de lectura, un anhelo de lectura, el quedar pendiente de eso.
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