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La pastilla de chiquitolina

Matheson parece seguir ese famoso consejo de Vonnegut acerca de hacer pasar a tus personajes por todas las calamidades posibles para comprobar de qué madera están hechos.

Por Luciano Lamberti.

En una edición dominical de La Nación, que leo en un bar mientras mi hijo duerme en su changuito, hay una columna de Carolina Aguirre sobre El Chavo. Dice que en una clase de guión lo nombró, completamente en serio, como su principal influencia. Habla de su éxito, comprobado en los números y especialmente en la práctica, la arena donde se foguean verdaderamente los shows de televisión, y le creo: hice la prueba hace poco y el programa le sigue gustando a los niños, que después me lo pedían como locos. Es una especie de clásico de todas las edades (“humor sano”, como le decía mi viejo) y más allá de sus falencias evidentes es un ejemplo, decía Aguirre, de verosimilitud y creación de un pequeño mundo con sus propias reglas que no necesita para nada de la realidad.

 

Me quedo pensando en eso y recuerdo un detalle que me gustaba muchísimo: la pastilla de chiquitolina. La tomaba El Chapulín Colorado las veces en las que, por alguna razón siempre bizarra, necesitaba achicarse para cumplir una misión. Era maravilloso: en unos instantes esa adaptación latinoamericana de Súperman disminuía hasta ser del tamaño de una moneda de 10 centavos. Todo cambiaba entonces. Lo que era pequeño se volvía inmenso, peligroso, amenazador. Un nuevo mundo donde lo insignificante cobraba una existencia desmesurada.

Años después, ya en mis verdes épocas de la Facultad de Letras, leería Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, y trataría de explicarle a mi profesor de Inglesa las similitudes con El Chapulín colorado en un final oral. La cosa no le gustó nada, por supuesto.

La importancia del tamaño, de la perspectiva, nos decía el profesor de Literatura Inglesa. En el primer capítulo de los viajes, Gulliver termina en Liliput, una isla conformada por seres diminutos; en el segundo, en Brobdingnag, donde el diminuto es él y todo es gigantesco. Un poco como en El hombre Menguante, la maravillosa novela de Richard Matheson publicada en 1956.

Más de cincuenta años nos separan de su aparición original, y sin embargo está más viva y vibrante que muchas de las insignificancias autobiográficas que se publican hoy en día. Llegué a Matheson a través de Stephen King, que lo nombraba junto a Bradbury como a uno de los escritores “californianos” que más lo había influido. En una librería de usados de Córdoba encontré Soy leyenda, esa oscuridad post apocalíptica de la que se realizaron varias adaptaciones cinematográficas, la última con Will Smith como protagonista. Después pasé por los cuentos, historias livianas y a la vez geniales que en aquellos dorados años le permitían a un escritor vivir de publicar en revistas, y por último llegué a esta novela, la comencé sin demasiadas esperanzas y ya no la solté.

La novela es acción pura. Comienza con su protagonista, Scott Carey, luchando desesperadamente contra una araña que quiere devorarlo y no afloja en ningún momento. En alguna entrevista, Matheson contó que había tratado de empezarla desde el comienzo del problema, desde que Carey, producto de una explosión nuclear, comenzaba lentamente a menguar, pero así no funcionaba y fue esa dificultad lo que lo llevó a concebir esa hermosa estructura que combina el viejo recurso homérico del “in media res” con la paulatina disminución de su protagonista. Se cuentan dos planos, entonces, Scott Carey teniendo unos milímetros, ya a punto (según su hipótesis) de disolverse en la nada y él mismo perdiendo progresivamente su tamaño, con toda la humillación que esto conlleva.

Entre otras humillaciones: la de ya no poder tener relaciones con su mujer, la de que unos bravucones lo tomen por un niño y lo golpeen, la de volverse una celebridad por sus problemas, la de vivir en una casa de muñecas, la de enamorarse de la niñera de su hija y espiarla por el ventanuco del sótano donde está recluido. Matheson parece seguir ese famoso consejo de Vonnegut acerca de hacer pasar a tus personajes por todas las calamidades posibles para comprobar de qué madera están hechos. Y la madera del protagonista de esta novela se dobla pero no se rompe. Se va quedando solo, se va volviendo “un paria de la humanidad” (¿no son esos los únicos personajes interesantes para la literatura?) y sin embargo sigue resistiendo. En una feria de pueblo conoce a una enana y se enamora de ella y se queda en su carromato a pasar la noche. Ambos lloran su desgracias: son freaks, son "el hombre rata" que Susana Giménez solía invitar a su programa para morirse de ternura, y sin embargo para el protagonista la cosa recién empieza.

Metáfora de la vida en familia, de la soledad, de las disminuciones, penurias y muertes cotidianas a las que lamentablemente nos acostumbramos, El hombre menguante, tiene un ritmo ligero de novela de acción y sin embargo es un clásico, algo que como pedía Borges, es todo para todos. Regalensé un poco de felicidad y léanla.

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