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La orquídea

"¿Qué tiene de especial esa esquina? Evidentemente, nada. Presumo, en todo caso, que, bajo la presión constante del prestigio de lo extraordinario, el hecho de poder dar con un lugar así, común y corriente, procura una satisfacción a su manera".

Por Martín Kohan.

La orquídea

El paisaje que más frecuento, y que inexplicablemente añoro cuando me toca ausentarme y estar lejos, es el de una esquina de Almagro: Acuña de Figueroa y Corrientes. Extraño eso cuando no estoy, así como otros, por lo que dicen, extrañan una cordillera o extrañan el campo o extrañan un mar. ¿Qué tiene de especial esa esquina? Evidentemente, nada. Presumo, en todo caso, que, bajo la presión constante del prestigio de lo extraordinario, el hecho de poder dar con un lugar así, común y corriente, procura una satisfacción a su manera.

Este paisaje cambió con el tiempo. Cuando yo lo conocí, hace más de diez años, el Mercado de las Flores ya no existía; en su lugar, o en su reemplazo, estaban sus ruinas, los restos húmedos de su abandono. Luego llegó una hipótesis que no me convence (“Jesucristo es el Señor”), y junto con la hipótesis una consigna que sí me convence pero no me funciona (“Pare de sufrir”). En fin, llegó un templo evangelista de fachada neoclasicoide, que viene a recordarnos que pocas cosas hay tan poderosas en el mundo como el kitsch.

En la esquina había una casa tomada, por cuyas ventanas y por cuyos balcones se derramaban hacia fuera los vestigios de las vidas privadas de sus numerosos habitantes (medias, sábanas, juguetes infantiles, botellas de vidrio o de plástico). En la planta baja, justo en la ochava, languidecía una farmacia antigua (desde que existe la cadena Farmacity, toda farmacia es farmacia antigua y, en tanto que tal, languidece).

Tampoco eso existe más: la casa ocupada fue desocupada en cada uno de sus tres pisos y la farmacia, sumisamente, se cerró; todo eso le pertenece ahora a la Iglesia Universal del Reino de Dios que, como todos los reinos y todos los dioses y todo lo universal, tiende a todas luces a expandirse. Las ventanas de vidrio espejado, las puertas de madera berreta, el reino universal, Dios, ahora dominan la esquina.

Ahí adentro se desarrollan, con frecuencia, las sesiones presentidas de rezos en trance y testimonios con aullidos, las canciones rasgueadas con la suavidad de un éxtasis de terciopelo, los pedidos implorantes y las correspondientes gratitudes, las manos alzadas y los ojos cerrados y los llantos compulsivos de la religión.

A veces, al bar de la esquina, vienen quienes se ocupan de administrar o incentivar esa fe: los que arengan o salmodian o tocan la guitarra o apoyan sobre una frente febril la palma calculada de una mano. Trabajan ahí, en el templo, y antes de ocupar sus puestos y entrar en funciones, se cruzan un rato al café (de a dos, de a tres, de a cuatro) a tomar algo y conversar un poco.

Confieso que suelo parar la oreja desde la mesa en la que yo estoy, que me hago el que sigo atento al libro pero en verdad les pispeo los gestos y los sobreentendidos. Quisiera pescarlos en algo: un instante de escepticismo o de ironía, un instante que revele que son actores que se preparan para actuar, un sarcasmo susurrado, un chiste cínico entre compañeros; algo que confirme que, en efecto, se aprestan a montar una farsa y lo saben perfectamente bien.

Escucho lo que hablan, espío lo que hacen, esperando ese momento, esperando esa señal. Hasta ahora, sin embargo, no han llegado. No he conseguido atisbar ni el más mínimo indicio de lo que supongo que anida en ellos secretamente. Una de dos: o eso que supongo que existe no existe, o ellos son los hacedores más perfectos de la simulación más perfecta, una que nunca cesa, una que ejercen siempre.

 

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