La lengua partida

Martes 25 de agosto de 2015
"Todo lo que tiene que hacer un órgano para enunciar una sola palabra, para convocar la sensualidad."
Por Virginia Cosin.
¿Cómo es posible que sepa cosas que no sé decir?
Si estiro la lengua hacia afuera, para que salga de la boca, hasta sentir que se desgarra, y no alcanzo a tocar la idea, o me quedo pegada, como si intentara lamer un bloque de hielo seco, de la idea solo queda la llaga. Una lastimadura con forma de no sé decir lo que quiero decir, de lo que quiero decir no existe porque de otro modo lo diría. Lo que quiero (decir) se me escapa, se pierde en los intersticios que abren las palabras entre sí, dentro de sí. La palabra es una forma agujereada. Se la puede atravesar, pasar un pie o una mano, cualquier parte del cuerpo, sin llegar nunca a pasar del otro lado. La palabra encarna, encaja, es la piel de lo que se dice, de lo que, desde que se dice, acontece. A la palabra se la puede doblar, atar, retorcer, partir, picar, pulverizar. Es algo y a la vez, nada. Tajada y filo que rebana.
No hay adentro o afuera de la palabra. Ni de un lado y ni del otro, ni arriba o abajo.
¿No es acaso lo que estoy diciendo? Siempre es una boca la que habla.
Nabokov le hace decir a Humbert Humbert que La punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes.
Le hace decir un nombre:
Lo. Li. Ta.
Notable. Todo lo que tiene que hacer un órgano para enunciar una sola palabra, para convocar la sensualidad de una nínfula.
El saber es una trampa y la imaginación vive en la mesa de ping pon de los tartamudos. En el vaivén que va de la infancia a la lengua del adulto y se salta la red que divide los dos terrenos.
Alejandra Pizarnik, decía, era tartamuda. Pero no era tan así. Apenas balbuceaba. Abría la boca antes de que la frase terminara de formarse y, como un tren con retraso, la obligaba a llenar la espera con sílabas que rebotaban contra el paladar antes de significar nada.
Por eso sus poemas son breves, compactos y llenos de jaulas que se vuelven pájaro.
Lewis Carroll, en cambio, era tartamudo en serio. Él y varios de sus diez hermanos. Se dice que la dificultad en el habla era un mal congénito derivado de la pureza extrema del tipo de sangre que se cosecha en las barricas de la endogamia.
¿Cómo piensa un tartamudo? Con la lengua partida en dos. Como alguien al que no se puede tomar en serio, que es objeto de burla pero en secreto saca su lengua bífida para hacer pito catalán (de dónde vendrá ahora esa expresión, me pregunto; les dejo la tarea de googlear) a todo el mundo.
¿Cómo sé que sé lo que sé? Dice Alicia mientras cae en el pozo ciego de la pregunta.
No por nada a Pizarnik le gustó tanto Alicia que escribió su propia versión.
No por nada a mí me gustan las dos, Alicia y Alejandra, y las dos empiezan con A. La A tiene forma de casita. De escalera para subir por un lado y bajar por el otro. De pico trabado por una lengua recta y dura. De flecha. La A da comienzo. Inaugura. Es Aleph. Contiene todos los secretos del universo.
Estoy segura de que digo mejor lo que no sé. Lo que se me escapa en forma de lapsus. El sonido que se dispara con un tropezón, una caída.
Un día salí a patinar. Di varias vueltas al Rosedal de Palermo, me deslicé sin elegancia –carezco de técnica- pero con pericia, hasta que quise frenar y trastabillé, justo cuando me disponía a sentarme para desacordonar los patines. Caí de culo. El dolor subió desde el coxis y se extendió por la columna hasta el cuero cabelludo. Por un momento no sentí las piernas y tuve miedo. Quise pedir ayuda pero no tenía voz. Después me quedé ahí un rato, mirando al ras del suelo el pasto verde y unas florcitas amarillas que crecían silvestres. Algo que de otro modo y sin dolor no hubiera podido ver. Y me pareció hermoso.
***