La ladrona de libros

Martes 19 de mayo de 2015
Del arte de robar libros y otras cuestiones literarias.
Por Virginia Cosin.
La primera vez que robé un libro tenía seis años. Estaba de vacaciones en la costa. En la librería habían plantado uno de esos juegos mecánicos –un helicóptero- en el que se insertaba una ficha y accionando una palanca se activaba una especie de grúa gracias a la que el niño se elevaba unos metros y después bajaba a bordo de la nave en cuestión. Yo quería dos libros. Pero mamá solo accedería a comprarme uno. De modo que llevé a la caja el que había decidido comprar y al otro me lo guardé debajo del buzo, enganchado al pantalón. Después subí al helicóptero, hice de cuenta que era una niña normal que se contenta con el simulacro aéreo y cuando llegamos al departamento que alquilábamos actué frente a mis padres lo mejor que pude mi azoramiento: de alguna manera fortuita e inexplicable, de mi abdomen había salido un libro. Juré que no tenía la menor idea de cómo había ido a parar hasta allí sin que yo pudiera darme cuenta. Al día siguiente, tuve que devolver el libro al librero. Fue la primera y única vez –porque hubo cientos después de esta- que me agarraron.
Unos años después leí –no porque me lo hubiera robado: me lo habían regalado- un libro que me mantuvo tan fascinada que me llevó diez horas sin tomar una sola pausa, ni siquiera para comer, llegar a la última de sus cuatrocientas y pico de páginas. Me acuerdo que subí a una habitación apartada y la melodía de las actividades de la casa iba cambiando a medida que pasaban las horas mientras yo era devorada por la lectura como por una boa constrictora.
Bastián era un niño huérfano de madre al que sus compañeros no paraban de acosar y que un día, escapando de sus agresores, entraba a una librería de libros raros y usados para refugiarse. Allí encontraba un volumen gordo y pesado, en tapas de cuero, que en la portada tenía un sello con el dibujo de dos serpientes mordiéndose la cola. Bastián, que no era afecto en absoluto a las aventuras, aunque sí, y mucho, a los libros, se veía impelido a robárselo y salía corriendo del negocio. Después se encerraba en el altillo del colegio a leer, para ponerse a salvo.
El libro se llamaba La historia interminable y estaba escrito en letras de dos colores diferentes. Verde para lo que sucedía en el mundo real y bordó para lo que sucedía en el mundo de Fantasía. Y mientras Bastián vivía la aventura de leer las aventuras de Atreyu, alguien quizás estuviera leyendo mi aventura de leer a Bastián leyendo.
Lo creía. Creía que yo era, para otro lector, un personaje y que, del mismo modo que Bastián, yo tenía un papel fundamental en la misión de salvar al mundo de Fantasía de su destrucción. A fin de cuentas éramos muy parecidos. Yo no era huérfana, pero mi papá solía desaparecer por meses y, aunque tenía amigos y nadie me hacía bullying, estaba convencida de que era “especial” y que esa singularidad estaba vinculada a la percepción –que la mayoría de mis amigos a los diez u once años habían perdido- de los elementos fantásticos que latían ocultos en algunos lugares u objetos que me rodeaban: no me resignaba a despedirme de mis amigos imaginarios, ni a conceder que mis peluches no estuvieran vivos. Y además, claro, los dos, Bastián y yo, éramos ladrones de libros. Y eso no solo no tenía nada de malo, sino que era una inversión en beneficio del mundo de la fantasía.
Rodrigo Fresán, en una nota de hace ya varios años que leí en el suplemento Radar, es otro que se despacha con algunas consideraciones sobre el arte de robar libros –asunto que también apasionó y fue materia de escritura de su colega y amigo Roberto Bolaño. Allí, entre muchas otras cosas, dice que “Cuando se roban libros, uno es persona y personaje. Porque es imposible que otros –aunque estén mejor escritos y descritos– sientan la intransferible intensidad de lo que siente uno en los momentos previos a robar un libro, en el instante preciso en que lo roba, en el extático minuto después, cuando uno descubre, una vez más, que ha salido de allí y se ha salido con la suya sin ser descubierto.”
No se me escapa que estoy haciendo vagar mi pluma –esta sí es una metáfora, porque en realidad estoy apretando teclitas- en un texto que será publicado en el blog de una librería. De modo que antes de continuar tengo que decir que a) ya no me considero apta cardíaca para robar libros, así que es una actividad que tengo prácticamente abandonada, y que b) soy (o fui) una ladrona con principios: solo robo libros en cadenas de librerías y nunca jamás publicaciones hechas en editoriales independientes.
Dicho esto, vuelvo al asunto de ser, a la vez, persona y personaje, que fue uno de los grandes descubrimientos a los que me llevó La historia interminable.
El otro día mi amiga Julieta, a la que veo como mucho una vez por año porque no vive en este país, pero que me conoce muy bien, después de una charla larga y tendida, antes de despedirse, me dijo: “Vir, a vos no te gusta la realidad”.
Y es cierto. Cuando resultó forzoso despedirme de mis amigos imaginarios empecé a jugar de otra manera, más “para adentro” e hice uso de la revelación que me había provisto la lectura del libro de Michael Ende: la posibilidad de ser persona y personaje, ya no solo leyendo, sino escribiendo.
Aún –sobre todo- cuando, como ahora, escribo sobre mí –sobre mi cuerpo-.
Escribir es un acto de magia. El gran truco consiste en hacer desaparecer algo (por ejemplo, una mesa) y hacerlo aparecer transformado, (por ejemplo la palabra MESA). Así, cuando escribo, como ahora, algún recuerdo, me hago desaparecer para volver transformada en otra cosa.
En "El acto en cuestión", la película que Alejandro Agresti filmó en 1993 y recién se estrenó en Argentina el mes pasado –todavía puede verse en algunas salas- Miguel Quiroga, interpretado por el magnífico Carlos Roffé, vive en un conventillo junto a su mujer Azucena –la mejor de las Mirtas Busnellis posibles-, está sin trabajo y transcurre sus días entrando a librerías y robando libros –al azar: no le resulta posible estar atento al momento exacto en que el vendedor distrae su vigilancia y al mismo tiempo elegir qué libro llevarse, de modo que sus lecturas son tan eclécticas que incluyen desde novelas hasta manuales de mecánica-. Así es como da con un libro con el extraño título de Magia y Ocultismo. En sus páginas encuentra el truco que le permite hacer desaparecer cosas y también personas.
Quiroga, un lector empedernido y lumpen, empieza a hacerse rico y famoso con su magia, abandona a su mujer, el conventillo, e inicia el descenso a los infiernos de la ambición desmedida. Pero como en toda historia de vampiros, cuanta más sangre chupa, menos consigue lo único que quiere.
En el transcurso, Quiroga ya no se contenta con llenarse de plata con un único truco que repite alrededor de todo el mundo. Quiere escribir libros. Pero ha leído tantos que ya no sabe si lo que escribe es propio o robado. Si está creando algo o plagiando.
Y es que el gran escollo que es necesario sortear cuando se escribe es el de asumir el acto criminal que se está cometiendo. “Toda escritura es un asesinato diferido”, dice Maurice Blanchot.
Como dice María Negroni sobre la obra en prosa de Alejandra Pizarnik, en su libro El testigo lúcido: “Entre el silencio y la procacidad, entre la ablación y las muecas de los significantes desatados, yendo y viniendo de un registro a otro por mecanismos de intratextualidad, robo y autocensura evidentes, esta obra obliga a reformular, una vez más, como cuestiones candentes, los vínculos entre poesía y silencio; represión y canon; carencia y ostentación, tristeza, crimen y estética”.
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