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La imaginación burocrática

Una lectura de Las miniaturas, segunda novela de la brasileña Andréa del Fuego, publicado por Edhasa.

Por Valeria Tentoni.

las miniaturasNacida en São Paulo en 1975, sus primeras publicaciones fueron unas columnas de consejería erótica en una revista, y el seudónimo que entonces se dio para responder fue quedando, calcándose en un libro y otro, casi sin que tomara la decisión de modo completo. Andréa Fátima dos Santos se inspiró en el nombre que se dio Luz del Fuego, una bailarina, naturista y feminista brasileña que, al principio, se hacía llamar Luz divina, pero por consejo de un compañero del circo se cambió a “del Fuego” tomando como referencia una marca de lápiz labial argentino que empezaba a comercializarse entonces.

Andréa del Fuego comenzó publicando libros de relatos. Inauguró su serie en 2004 con Minto enquanto posso y continuó la temática de sus columnas –que ya no se repetiría en sus novelas, si bien en esos primeros cuentos eróticos, explica, los personajes “no podían controlar esas fuerzas”, y allí encuentra el vínculo con lo que vendría luego en Los malaquías, donde "los personajes no pueden manejar su destino". En esa primera novela, que obtuvo por unanimidad el premio José Saramago en 2011 (dice la autora que ese premio fue "un susto", que nunca creyó que iba a ganarlo, pero que amplió notablemente sus posibilidades de ser leída), incorpora elementos de la historia de su propia estirpe en una desgracia en Minas Gerais, que involucra la destrucción y dispersión de una familia con algunos miembros electrocutados por la caída de un rayo. "Realismo mágico y prosa poética", calibra en esta entrevista, respondiendo al tratamiento que, sentía, le pedía la historia misma. Del Fuego también es autora de obras infantiles y juveniles, y entiende que, en todas estas direcciones que toma su literatura, uno de los temas que más la convoca es el de las potencias en desgobierno.

¿Cuál es, entonces, el tipo de electricidad que se sale de madre en Las miniaturas, su segunda novela? Para la autora, este libro es más abierto y requirió coraje porque implicó un cambio con respecto al primero, que había sido muy celebrado. El plot en la contratapa es muy seductor (y, desde ya, esa es una promesa que se cumple): hay un enorme edificio, Edifico Midoro Filho, lleno de oficinas y pasillos, en el que se reciben pacientes a los que los “oneiros”, así se llaman los empleados, hacen soñar. Para esos menesteres de estímulación del inconsciente cuentan con un arsenal de miniaturas que distribuyen, a su vez, otros empleados en carritos, como azafatas ofreciendo café en los corredores de un avión. Si los oneiros fallan, bajan de categoría y se convierten en videntes. Esto es, consultores adivinos de los oneiros, sus asistentes. Así, la burocracia de la imaginación se organiza como una fábrica de alto rendimiento. Una falla en el sistema, sin embargo, produce consecuencias catastróficas.

La novela está narrada desde tres voces que se alternan: la de uno de estos oneiros y las de dos de sus pacientes, una madre y su hijo adolescente. Una configuración tal de atención está prohibida por las reglas, un mismo oneiro no puede recibir (como en los divanes) a dos familiares sin hacerlos rotar por los demás cubículos. Como un elefante en un bazar, el oneiro en cuestión comenzará a tomar conciencia de las dimensiones de su fuerza en el mismo momento en que su fuerza ya está escapando de su control.

Las miniaturas es, también, una novela acerca de la desesperación económica. Sus personajes, como si malditos por la imposibilidad, se empecinan en empresas ridículas, desperdician –como todo desesperado– sus capacidades, se obstinan y malgastan, ruegan e ingresan en la superstición como en una patria promisoria. Se entretienen con pequeñas obsesiones (entre ellas, el amor) mientras los billetes van y vienen y escasean y escasean y escasean. Como el contador Sambucetti, (si me disculpan –o no, me da igual– la referencia berreta) acosado por la Señora de Roble, al final del día todos parecen agradecidos con un mismo tipo de remilgo pringoso, aunque en el camino hayan visto envilecidas sus esperanzas a causa de la humillación insistente de ese dios tres veces negado que es el capital, acuñando su propia colección de miniaturas.

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