Función sentida de un disco

Miércoles 08 de julio de 2015
Notas a partir de “Los peligros que nos rodean”, de Nicolás Moguilevsky (Metamúsica,2015).
Por Juan Laxagueborde.
No hay división social del trabajo cuando lo que hay es un hombre y un piano. La hubo antes y la habrá después, pero la escena concreta, sacada de tiempo, es el diálogo entre madera, metal, vibraciones, fuerza y sensibilidad humana en estado de inocencia. La música es un idioma sentimental que vuelve a las cosas esquirlas de una extrañeza mayor, partes de lo infundado. La música no tiene fundamento porque fue lo primero y va a ser lo último. El día de nuestro final, cuando la destrucción de todo y de todos, quedará en el aire los sonidos, que son cápsulas de vida y partes del amparo. Las palabrejas de ruido que parten del piano de Nicolás Moguilevsky en este disco cortan el aire pero no con furia criminal sino con mano terapéutica y signos de arrullo. Le dan forma a las cosas que nos rodean. Tampoco tienen origen orgánico, porque su autor es autodidáctica. La improvisación acá podría llamarse composición desaforada, sin los límites de la pedagogía y la profesión.
En la tradición del joven Theodor Adorno, John Cage, del Mono Fontana y del propio Ulises Conti, productor del disco, los sonidos de “Los peligros que nos rodean” son un nido para menguar la opacidad de las cosas. Una gran manipulación del aire, de los espacios que quedan entre los tonos, que no son silencios sino más bien suspiros, pequeños secretos susurrados. Escuchamos ahora el disco de un tirón y la pregunta que invade es por qué hacemos otras cosas y no más bien nada. O mejor: el milagro es que por un segundo nos preguntemos con ingenuidad si es posible una vida regida por el placer a través de la sustracción del terror y el fin del esfuerzo, nuestro mundo calado por tintineos como estos y nada más. Sabía Schopenhauer que la música es lo único que salva y alivia, “que nos da la visión rápida y pasajera de un paraíso a la vez familiar e inaccesible”. Acá también desmaterializa y magnetiza, vuelve una nadería todo lo que no es ella.
Muchos creen que la verdad es concreta y medible, por lo que siguen pasos dados y lógicos para encontrarla. Otros, como Moguilevsky, intentan rodear la verdad, merodearla, pero concientes de que es inalcanzable. Ese periplo en círculo que va tomando forma de espiral se expresa acá, no hay más que pensar a dónde llega la última canción, qué implica esa declinación final que termina en silencio metalizado. El disco logra, con artesanía despreocupada, volver materia el sentimiento. Esa alquimia suele ser muy complicada.
La música de “Los peligros que nos rodean” es lo único que no pesa como un peligro porque viene agraciada vaya a saberse por qué. Es paradójica porque no sigue reglas ni se siente obligada a orientarse en la razón, más bien deriva. Moguilevsky tantea, pulsa las teclas para alcanzar la parte que alegre al todo. Volver calma la densidad, reducir complejidad, pasar del ruido a la emoción. Desconoce, le quita sentido al arte para que ese sentido sea el de la monotonía quebrada por el audio, que es como los oyentes llamamos a lo inaudito. Nombra con notas y acordes lo que no vemos morir.