Fanego subraya a Powell

Martes 29 de setiembre de 2015
El editor de Caja Negra, sello que comanda junto a Diego Esteras, elige cuatro citas de Hombres del ocaso, la primera novela del británico Anthony Powell, publicada originalmente en 1931 y rescatada por Fiordo Editorial.
Selección de Ezequiel Fanego.
“El tocadiscos había vuelto a funcionar. La fiesta se veía ya un poco menos concurrida, pero la gente parecía cansada de bailar. Alguien se había caído en la esquina de la habitación.
Atwater no llegaba a ver si era o no el señor Scheigan, pero le pareció que la figura tenía un traje de corte similar. Harriet había desaparecido. El hermano de Barlow deambulaba terminando las bebidas abandonadas por sus dueños. Pringle había vuelto al sofá. Todavía tenía mojados los pantalones y llevaba una nariz falsa que le daba a su cara una desacostumbrada dignidad. Lola se sentó muy cerca de Atwater en el sofá. Pringle dijo:
—Acabo de ver a tu amiga Harriet irse en el coche de Gosling.
—¿Sí?
—Sí.
Atwater, que había caído en coma, miraba la puerta frente a él. Se había cansado ya de la fiesta, pero carecía de voluntad propia para partir. La entrada se despejó por un momento, y, mientras observaba, una chica que recién llegaba se paró en el umbral y se detuvo a mirar alrededor antes de entrar. No era alta y tenía ojos grandes que le daban un aire a la vez divertido y sorprendido, y al mismo tiempo decepcionado. Como si lo que veía fuese lo que había esperado y aun así la hubiese conmocionado darse cuenta de cómo eran realmente los seres humanos. Por otro lado, no parecía pertenecer en nada a la habitación. Era algo separado.
Su entrada a la habitación la convirtió en objeto inmediato de percepción. Hacía el efecto de un retrato pintado contra un fondo imaginario, incluso un paisaje imaginario, donde los valores son los de dos imágenes diferentes y la figura parece superpuesta sobre un fondo. Atwater la miró”.
*
“Lenta, pero muy deliberadamente, el siniestro edificio de la seducción, chirriante e incongruente, surgió como un vasto mecanismo de Heath Robinson controlado a dúo y tristemente torpe bajo el horizonte del convencionalismo. Obedeciendo a una suerte de agresiva destreza, sus emociones mutuamente adaptadas se sincronizaron hasta que el inevitable anti-clímax estuvo al alcance de la mano. Más tarde cenaron en un restaurante muy cerca del departamento”.
*
"Atwater se instaló en la sala de abajo donde estaba la barra. Se sentó en una banqueta alta a comer papas fritas. El barman dijo:
—¿Qué le traigo, señor?
Atwater no pudo recordar si el nombre del barman era George o John. Dijo:
—Espero a alguien.
El bar se encontraba vacío salvo por dos hombres jóvenes que estaban en el otro extremo de la barra y parecían quizás proxenetas de bajo perfil. Uno de ellos dijo:
—Fueron esas válvulas de goma deterioradas las que provocaron el problema. Me di cuenta de inmediato.
El otro dijo:
—Tú lo has dicho —Y al barman—: ¿Cómo está George hoy?
—¿Cómo está usted, señor?
El primero de ellos dijo:
—Esa mezcla que me preparaste el jueves estaba muy buena, capitán.
—¿Uno de nuestros especiales, señor?
—Ese Old Etonian.
—Es un buen cóctel, señor.
—Estoy seguro de que era un buen cóctel, George.
—¿Se sintió un poquito encendido después, señor?
El joven se inclinó sobre la barra, y dijo:
—Seré franco, George. Estaba achispado después de tomarme dos. Es un hecho.
Lo dijo confidencialmente, como podría decirse: «El don de lenguas descendió sobre mí después de un mes de abstinencia».
Atwater comía papas fritas. Entró al bar un hombre mayor de corbata morada. Tenía un aspecto ligeramente militar. Por su apariencia era posible que hubiera llevado a cabo una misión en algún cuerpo médico de los Balcanes. Miró en torno del bar.
—¿Qué tomará esta noche, señor?
—Que sea lo de siempre —dijo el hombre mayor—. Se sentó y miró a Atwater.
—¿Cómo va el negocio, George? —dijo uno de los hombres jóvenes.
—No debemos quejarnos, señor.
El barman se concentró en el desplazamiento de una serie de objetos que estaban fuera de la vista debajo de la barra. El hombre mayor se movía nerviosamente en la banqueta y bebía de a sorbos su trago. Le dijo a Atwater:
—Está un poco más fresco esta noche.
—Solo un poco.
—¿Podría pasarme las aceitunas?
Atwater movió la aceitunas y las papas fritas y las almendras saladas y los fósforos, y pidió un Martini. El hombre mayor dijo:
—Creo que nos hemos visto antes, ¿no?
—No lo creo.
—Bueno, quizás no.
—No creo recordarlo.
—¿Quiere un trago?
—Gracias, acabo de pedir uno.
—¿Toma otro?
—No, gracias. Estoy esperando a alguien.
Atwater comió papas fritas. El hombre mayor se fue. Era solo una ausencia temporal, porque dejó su trago sin terminar y junto a él, sobre la barra, un par de guantes de color lavanda. También dejó una copia en rústica bastante maltratada de un libro titulado L’Ersatz d’amour. Atwater se preguntó si Susan iba a hacerlo esperar toda la noche en el bar. Los dos hombres jóvenes bebieron otra ronda.
—Días felices —dijo uno de ellos.
El otro dijo:
—He aquí cómo.
El primero dijo:
—El hecho es que siempre debes chequear las válvulas.
—Así es.
El hombre mayor regresó. Movió su banqueta a lo largo de la barra. Encendió un cigarrillo y le ofreció uno a Atwater, que se negó dando las gracias. Dijo:
—Da la impresión de que su amigo no vendrá.
—Las mujeres piensan que es su deber mantenerlo a uno esperando.
—Oh, es una mujer, ¿verdad?
—Sí —dijo Atwater—, es una mujer.
El hombre mayor se aclaró la garganta con una delicadeza casi ofensiva. Atwater le dio un sorbo a su bebida. El hombre mayor dijo:
—¿Va al cine cada tanto?
Atwater dijo:
—Casi nunca. Soy raro en ese sentido.
Se preguntó por qué no se había molestado en comprar un diario vespertino para leer. ¿O ella no iba a aparecer en absoluto? Los hombres jóvenes terminaron su segunda ronda. Bajaron de sus banquetas.
—Hasta pronto, capitán.
—Buenas noches, señor.
—Pórtate bien, George.
—Lo mismo usted, señor. Buenas noches, señor.
Atwater bebió su Martini. Le habría gustado pedir otro, pero las alternativas parecían limitarse a comprar un trago para el hombre de la corbata morada o permitirle al hombre de la corbata morada que le comprara uno a él. Sintió poca disposición hacia ambos rumbos. Permaneció sentado.
El barman empezó a lavar vasos. Después de secar cada uno, los levantaba a contraluz y los examinaba con atención como para asegurarse de que los líquidos que se habían vertido en su interior no hubieran corroído la superficie del vidrio.
—¿Le interesa en lo más mínimo el automovilismo? —dijo el hombre de la corbata morada.
—Apenas —dijo Atwater. ¿Iba la chica a aparecer alguna vez? Supuso que no. El hombre mayor dijo que a menudo los domingos realizaba largas excursiones en auto.
Pensaba que le abría el apetito. Atwater comía papas fritas. El barman se retiró hasta el final de la barra. Empezó a leer un diario de la tarde que había doblado hasta formar un paquete prolijo y muy pequeño. El hombre mayor respiró hondo. Dijo:
—Se está haciendo tarde.
—Así es.
—¿Le molesta si hablo con franqueza?
—Sí —dijo Atwater—. Me molesta. Lo odiaría.
George, quiero otro Martini.
—¿Seco, señor?"
*
“En este mediodía de verano londinense resultaba melancólico, aunque no desagradable, sentarse y mirar por la ventana abierta. Dentro, el Medio Oeste recorría pesadamente los pasillos del museo. Nosworth, interrogando al hombre que había venido a reparar la silla de la sala de espera, dijo:
—¿Pero por qué no antes del martes?
—No creo que pueda hasta entonces.
—¿Hay alguna razón para el retraso?
—No creo que sea posible.
El hombre se fue. Nosworth le dijo a Atwater:
—¿Te vas la semana que viene, no?
—Sí.
—¿Al extranjero?
—A casa por unos días. Después me voy con Raymond Pringle al campo.
—¿El de la exhibición?
—Sí.
—¿Le fue bien?
—Bastante.
Nosworth dijo:
—Este clima cálido me agota.
Cuando la ventana estaba abierta el hollín entraba en la habitación más de lo usual y después se extendía densamente por todo el escritorio de Atwater y sobre sus papeles.
Atwater se sentó y se preguntó qué habría pasado con Susan y si estaba en algún lugar lejano tumbada al sol. Confiaba en que el Dr. Crutch aguardaría un clima más fresco antes de hacer su próxima visita. El calor hacía que los papeles del escritorio se doblaran en forma de espiral y que al látex de las paredes le salieran ampollas”.
Todas las citas fueron tomadas de Hombres del ocaso de Anthony Powell, traducción de Salvador Cristofaro, Fiordo Editorial.