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Escribir y reescribir la Historia

La agente Carmen Balcells supo darle un lugar a cierta literatura latinoamericana, pero el autor de la nota se pregunta si en realidad no fue a la vez una traba para la publicación.

Por Antonio Jiménez Morato.


Carmen Balcells junto a García Márquez, Jorge Edwards, Vargas Llosa, Donoso y Muñoz.

Cuando alguien muere todo son homenajes, amables palabras y recordatorios. Lo de menos, como todo el mundo sabe, es si el fallecido merecía todos esos homenajes, elegías y demás ditirámbicos excesos que acompañan el descenso a la fosa. No hay responsos incómodos. Y creo que es lógico y benévolo, sobre todo respetuoso para los deudos, y debe ser respetado. Pero, por otro lado, conviene no dejarse llevar por la efusividad y modificar la Historia para halagar al muerto o no incomodar a los que quedan.

 

Acaba de morir Carmen Balcells. Su muerte física, claro, la profesional sucedió hace ya algunos años y presenciábamos todos los que estamos en mayor o menor medida relacionados con la industria del libro –sí, conviene aclararlo desde el inicio: nada que se escriba sobre Balcells puede estar relacionado con la literatura, pero sí con la industria de la edición, guste o no, no hay que dar gato por liebre– una agonía que cada cierto tiempo ofrecía un artículo en algún diario más o menos relacionado con ella. La absorción, vendida como fusión, de su agencia con la de Andrew Wylie fue el episodio final de una carrera exitosa como agente literaria. Fue la primera del negocio en habla hispana y todos los que contaron con su protección han hablado siempre maravillas de ella. Uno, precisamente, comprende que con su fallecimiento se hayan lanzado a trazar una avalancha de hagiografías que la convierten en la santa patrona de la literatura. Toca, ahora, seguir escribiendo una Historia social, o comercial, de la Literatura en castellano parcial e interesada, tal y como se ha venido haciendo desde los sesenta, o es ya tiempo de comenzar a escribir una historia verdadera. Esa es la pregunta pertinente hoy.

Negar la influencia de Balcells en la Historia de la Literatura sería ingenuo. Ha sido determinante. Pero pensarla como algo beneficioso es más complicado. Por ejemplo, si uno se ciñe a su más famoso logro: el denominado Boom latinoamericano de los años sesenta, resulta evidente que para sus cuatro protagonistas fue el premio gordo de la lotería. García Márquez, Vargas Llosa, Fuentes y Cortázar se convirtieron en autores de referencia, traducidos a todas las lenguas y obtuvieron pingües beneficios de esa condición pese a las más que en muchos casos sus ventas eran escasas y parecían guardar poca o ninguna relación con su prestigio académico y mediático. García Márquez vendía como un loco de cada título y Cortázar no dejaba de facturar ediciones de Rayuela, pero los libros de Fuentes fueron complicados de colocar, y los contratos que obtuvo para él terminaron siendo, a la postre, un lastre para sus editoriales. Más paradójico fue el caso de Vargas Llosa, que tras toda su deriva neoliberal y su aventura política se había convertido en un autor de ventas escasas al que, aún así, colocó con un contrato más que ventajoso en Alfaguara. El primero de los libros que editó allá, Los cuadernos de don Rigoberto, supuso un contratiempo importante para la editorial, pero todas las partes tuvieron la suerte de que el siguiente fuera la novela más interesante del hoy premio Nobel tras la publicación de La guerra del fin del mundo, la efectista y algo tramposa La fiesta del Chivo. Eso permitió que Vargas Llosa se convirtiera en uno de los buques insignia de la editorial y del imperio mediático que por entonces era su propietario: PRISA. Fuentes, en cambio, tuvo que buscar nuevos rumbos en otras editoriales tras comprobar los gestores que de sus libros se obtenían tan sólo pérdidas.

Pero hubo otros autores que no obtuvieron el favor de Carmen Balcells, y eso los condenó a una segunda fila de la que sólo el tiempo los ha ido rescatando. Sería el caso de Ribeyro, por ejemplo, ya que hoy sabemos que el peruano intentó formar parte de la cuadra de purasangres de Balcells. Pero ella lo rechazó por considerarlo poco vendible. No fue el único de los no bendecidos. Lo paradójico es que siempre se destaque que las prácticas de Balcells dispararon los anticipos que los autores cobraban por sus libros, pero se silencie las consecuencias para la literatura en general de ese hecho. Por un lado casi todos los autores se ofrecieron como cachorros sedientos de cariño a su agencia, y eso supuso un deslinde evidente: o eran aceptados y pasaban a ser mercancía de primera línea o pasaban a ser saldos que nadie quería porque ya habían sido rechazados por la reina Midas del negocio. Al mismo tiempo, las exigencias económicas que impuso a las editoriales hicieron que prácticamente ninguna se atreviera con autores desconocidos y noveles, y tan sólo autores de probada resistencia comercial fueran beneficiados por esos contratos que aseguraban la distribución de los libros a través de multinacionales. Cuando se afirma, con cierta alegría, que tras el Boom no hubo nada, o casi nada, o se incide en la aparición de una serie de autores peninsulares que fueron agrupados bajo la etiqueta de la Nueva narrativa española se obvia que en realidad la compuerta estaba regulada por la propia Balcells. Sólo autores que vendieran, y pudieran ofrecer negociaciones con pingües beneficios para el autor y la agencia –rara vez para las editoriales– eran puestos en circulación. Hubo que esperar a la creación de editoriales locales de pequeño o mediano tamaño, primero en España y más tarde en cada uno de los países latinoamericanos –un proceso todavía abierto y que se ha ido generalizando desde mediados de los años noventa hasta hoy– para que aflorara un panorama literario tan rico y fértil como el que hoy disfruta el lector en lengua española. Quizás el ejemplo más patente sea Ricardo Piglia. ¿Cómo se explica que sus libros tardaran casi veinte años en llegar a España? ¿Por qué tuvieron que aparecer primero en una editorial pequeña de unos pocos años de vida? Mientras tanto, las novelas de Isabel Allende abarrotaban los estantes de las librerías de medio mundo. Para los autores representados por Carmen Balcells su labor fue una bicoca, para la literatura un verdadero desastre, y se necesitó de un cambio en el modelo industrial del libro para poder generar alternativas a su dominio casi extorsivo.

Otro ejemplo interesante sería el del mundo del ensayo académico de alto nivel, copado internacionalmente por editoriales universitarias estadounidenses con monografías que son traducidas con cuentagotas. Eso explica la hipertrofia de citas postestructuralistas de la no ficción en español, ya que los libros del francés son traducidos de modo más habitual que del inglés. Pero, ¿por qué? En buena medida porque casi todas estas editoriales firmaron, en su momento, contratos que delegan la gestión de sus derechos en castellano a la agencia de Balcells. Cuando un editor en lengua española, interesado en un texto de, por ejemplo, la editorial del célebre MIT (Massachusetts Institute of Technology) se pone en contacto con ellos estos le redirigen, lógicamente, a sus delegados para esas funciones. Y entonces llega el drama: anticipos absurdos e ilógicos que son imposibles de asumir por una pequeña editorial. Tan sólo una multinacional, que se puede permitir ciertas alegrías presupuestarias, puede afrontar esas cifras astronómicas para el negocio del libro de no ficción. Pero tampoco demasiadas. Entretanto, los libros fundamentales para entender las tendencias recientes del pensamiento humanístico –los libros de temática técnica directamente no entran dentro de un horizonte de traducción plausible, o se leen en inglés o nada–, se van acumulando a la espera de que el autor se haga famoso y eso permita intuir unas ventas suficientes para pagar el anticipo exigido, o de la capacidad de los editores de surcar el proceloso mar de las negociaciones con autores y editores locales. Casi, podría decirse, el temor embarga a un editor interesado en un libro de ensayo cuando averigua qué editorial lo publicó, sabe que muchas de ellas estarán, automáticamente, fuera de su alcance. ¿Es lógico que una agencia sirva de embudo para el conocimiento exigiendo cantidades propias de un mercado que tira veinticinco mil ejemplares de un título de perfil bajo cuando en español vender mil ejemplares es un logro incluso para autores reconocidos? ¿A quién debe culparse de la inflación galopante que inmoviliza el negocio? ¿Quién impuso los anticipos astronómicos?

Hay todo un capítulo de la Historia social de la literatura que debe girar en torno a Carmen Balcells, y es muy posible que ella y sus marionetas, porque todo general necesita a siervos para moverse entre bambalinas, no salgan muy bien parados en él. Tal vez, en ese momento, se pueda reescribir la Historia de modo más ajustado. Hasta entonces se sucederán los homenajes, y nos seguirán diciendo que una epidemia fue buena porque hizo más fuertes a las tres reses que pudieron sobrevivir a su impacto.

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