El pasado

Lunes 31 de agosto de 2015
Sobre La desaparición del paisaje, de Maximiliano Barrientos (Periférica).
Por Patricio Zunini.
El argumento de La desaparición del paisaje, del escritor boliviano Maximiliano Barrientos (Ed. Periférica), es sencillo de resumir: tras 12 años de vida errante por los Estados Unidos, Vitor Flanagan vuelve a su Santa Cruz de la Sierra natal. Es una novela “del regreso”, género clásico desde los tiempos de Homero. ¿Qué la vuelve, entonces, tan singular?
En una entrevista del año pasado, Barrientos decía que siempre vuelve a Raymond Carver, Richard Yates, John Cheever, Joan Didion. Los estilos de aquellos bien pueden funcionar como marco del suyo. En esta novela —al igual que en los cuentos de Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer; en el blog está disponible “Las horas”— hay un tono calculadamente frío, destilado, que impone el drama de lo no dicho, se avanza a través de escenas con un lenguaje directo y cinematográfico —está escrito en pasado, pero tiene el efecto de leerse en presente—, una devastación solitaria atraviesa la vida de cada personaje. Dosis de violencia a destiempo y alcohol completan el cuadro. Sería interesante preguntarse la manera en que Iowa y las residencias en Estados Unidos rompen las tradiciones locales en América latina: por qué Barrientos se relaciona tan bien con Federico Falco y Alvaro Bisama, y en cambio queda tan lejos de Braulio Choque y Augusto Céspedes.
«La literatura boliviana se aleja del costumbrismo y está haciendo literatura a secas», decía Fabián Casas al presentar de un libro anterior de Barrientos: Diario (El cuervo). Y seguía: «Barrientos es un maestro de las imágenes profundas, de los intersticios donde se cruzan los destinos, esos pequeños motores invisibles que hacen que el mundo narre». En La desaparición del paisaje, además, hay un efecto de extrañamiento que se acentúa por el hecho que su protagonista es de clase media —entelequia siempre conflictiva en la sociedad boliviana— de una familia irlandesa: la excepción de la excepción.
A medida que pasaban los días tuve sueños difíciles. Soñaba con autos destrozados, con la mujer muerta que encontré al lado de la carretera. A veces sólo era un cuerpo inanimado en medio del campo, rodeado de vidrio y lluvia. Otras veces iba a mi lado, en el asiento del copiloto. Desaparecíamos en la noche. Nunca hablaba, pero en esos sueños estaba viva. Al despertar tardaba algunos segundos en reconocer que ya no vivía en Bostos, Des Moines, Chicago. Tardaba ese tiempo en aceptar que no estaba en un hotel o en un departamento alquilado con otros inmigrantes, sino en casa.
El pasado cristalizado en la memoria del que se fue se astilla en mil pedazos al momento del regreso. En los años que Vitor estuvo afuera, murió el padre (no se hablaban), la hermana menor quedó embarazada de un hombre casado, sus amigos arrastraron una serie de fracasos, la mujer de su vida se casó con otro. A dónde vuelve un hombre que no tiene hogar.
La historia no se agota en el regreso. El tiempo se acelera y termina saltando hacia un futuro posible, pero siempre revestido de una pátina de melancolía oscura, una derrota que no termina de darse, una victoria que no se festeja. En esta novela inteligente y conmovedora, Barrientos despliega un sentimiento distinto pero no tan lejano de la tristeza: como ver las fotos de Facebook de una ex.
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