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El pan de cada día

El debate sobre la traducción y la circulación de una lengua se discute con intensidad. Antonio Jiménez Morato responde al texto de Ana Ojeda en el que criticaba el análisis del primero sobre cómo le se leen en Argentina autores y traducciones de España.

Por Antonio Jiménez Morato.


"América invertida", Joaquín Torres García (1943)

Hace unos días escribí un texto para alertar al lector argentino, y a casi todos los visitantes del blog de Eterna Cadencia que trascienden el localismo de dicho gentilicio, de la existencia de una novela gozosa y chispeante llamada Tratándose de ustedes, escrita por Felipe Benítez Reyes. Su autor es español, como yo también lo soy, y entre otras cosas argumentaba en dicho texto que los dos tenemos que sufrir la «condena» de ser tomados como imperialistas gallegos (eso no lo decía el texto, pero lo traduzco) en las librerías argentinas sin tener responsabilidad alguna en ello más allá de haber nacido donde lo hicimos. Y, para darle mayor solidez a mis argumentos, explicaba que esas traducciones que llegan a toda Latinoamérica en una «lengua imperialista y de dominación» (traducción mía también) desde la antigua metrópoli son la principal causa de una venganza que el resto de los usuarios de la lengua con pasaporte español tenemos que pagar sin haber tenido mayor responsabilidad en ello. Pero parece esto que ha molestado a algunos y hoy, al tomar el café, me avisaba un correo electrónico que tengo una respuesta a mi artículo colgada en el mismo blog de Eterna Cadencia.

 

Corrí a leerla emocionado porque el debate me estimula, pero tras leer la entrada no veo que responda a mi artículo. Se interesa por algunas afirmaciones del mismo, pero no dialoga con el centro del texto. No dice nada de Benítez Reyes, lo que no hace sino servir como primera prueba de que mi texto parece acertado en sus presupuestos, ni del hecho de que en medio de la avalancha de títulos prescindibles que llegan desde las editoriales hispanas (eso decía mi texto: textos prescindibles que se imponen a los libreros argentinos) merezca la pena ser leída la novela Tratándose de ustedes en medio de las muestras abundantes de la calidad de la narrativa argentina de hoy (eso también lo decía mi texto, pero eso no parece haber llamado la atención). O sea, sobre el texto que yo escribí en sí dice poco. Y, aún así, sin decir casi nada de mi texto, la «respuesta» de Ana Ojeda sirve para darme la razón. Primero porque no da grandes argumentos sobre el centro el texto, como ya he dicho antes, sino que evidencia lo acertado de lo expuesto porque todo lo que dice sobre mi texto se basa en un prejuicio simple: se me discute lo que afirmé no porque yo tenga o no razón, sino porque soy español, y como tal imperialista, y lo soy porque le digo a la gente cómo debe hablar, leer o traducir, todo, por otro lado, cosas que no he dicho. O sea, yo merezco respuesta por lo mismo que Benítez Reyes no es leído: por ser españoles. ¿Habría una respuesta similar si yo fuera, por ejemplo, venezolano? Sospecho que no. La respuesta de Ana Ojeda expone claramente un argumento: las traducciones que se venden al mundo entero desde España son malas e imperialistas, las que se distribuyen desde Buenos Aires no, son buenas y necesarias, incluso enriquecen la lengua y sirven como herramientas de resistencia. (Sí, lo sé, es absurdo como argumento pero ahí está escrito. De hecho ni siquiera se plantea como acto imperialista, aunque sea dentro de una misma nación, de que las traducciones salgan desde Buenos Aires y no de Rosario, Córdoba o Neuquén.) Me van a perdonar la arrogancia pero me ha quedado una cosa clara: yo tenía razón. Por el tema de las traducciones no leo al gallego este porque me da bronca. Las traducciones son buenas cuando son las nuestras, no las de otros, y menos las de los imperialistas españoles: la paradoja total, el nacionalismo de la traducción, ni siquiera de la producción original. Leo la respuesta y me queda claro que mi texto era no acertado, si no acertadísimo. Fin del cuento. O quizás no, porque aún así merece la pena detenerse en algunas sorprendentes afirmaciones que he encontrado en la réplica.

Convocados los asombros mutuos discutamos la afirmación de que una editorial catalana debe comprar los derechos de traducción al castellano para toda la Península Ibérica y sólo para la península. Siguiendo esa lógica, ¿por qué no sólo para el territorio catalán? En concreto para el restringido público de la burguesía de la ciudad condal que es su lector ideal y desde y para el que se trabaja. No entiendo que, si en mi texto yo afirmaba que el lenguaje de dichas traducciones nos parece, al resto de los españoles, marciano debamos todos los españoles sufrir esa traducción siguiendo la voluntad de la señora Ojeda. En realidad sí lo sé: porque somos españoles y merecemos todo castigo imaginable por ello. Quizás, digo yo, podríamos pensar por qué una editorial determinada no compra los derechos de traducción para Barrio Norte y Belgrano, dejando que otra editorial menos concheta se encargue de la traducción para Barracas y La Boca, por ejemplo, de ese modo puede llevarse a cabo la propuesta de Ojeda, ya que, cito, una traducción con marcas localistas «ubica la cercanía del texto con el lector local en un primer plano, de importancia e interés». A lo mejor ése es todo el misterio. Hay que hacer traducciones cercanas a cada lector. Propongo una traducción para cada casa, el pan nuestro de cada día.

Pero seamos un poco más inteligentes y elevemos el tono de la discusión. Ojeda es escritora, editora y traductora. Bueno, pues como editora debiera saber que ninguna editorial de este planeta compra derechos de traducción a una lengua parcelando por países. Posiblemente hay que comenzar a hacer eso y decirle, por ejemplo, a los editores franceses que compren derechos sólo para Francia y que no distribuyan sus libros en Bélgica o medio África, por ejemplo. Se compran los derechos universales en una lengua por dos motivos que conoce cualquiera que haya trabajado en una editorial: porque es algo que un agente o editor se plantea como lo más práctico, y hablo de los vendedores de los derechos, y porque no es rentable comprar una traducción para venderla en un solo país. Y, por otro lado, si hay algo que está a la orden del día es que traductores, sean del país que sean, trabajen con la editorial que los contrate. Ya mencionaba el caso de Marcelo Cohen, que traduce para editoriales de cualquier país sin que nadie le pida el pasaporte antes de hacerle un encargo. Carece de sentido y lógica pedir traductores del propio país o hacer ediciones locales en un mundo como el actual. No conozco una sola editorial que vaya a lanzar una oferta por los derechos de traducción de un autor para distribuir el libro tan sólo en, por poner un ejemplo, El Salvador. Sí conozco casos de editoriales que han logrado liberar traducciones para mercados más pequeños a los que la casa editorial con los derechos de traducción no puede llegar o no le interesa llevar sus libros. Pero jamás escuché a nadie negociar los derechos de traducción de un libro «tan sólo para Chile», «exclusivamente para el mercado mexicano», etc. De hecho, ha sido esa particularidad una de las que ha dado nuevos espacios de negocio a las, por poner otro ejemplo, editoriales argentinas que han continuado traduciendo a autores que los grandes grupos editoriales españoles abandonaron porque no los consideraban rentables. Un error que han terminado por pagar caro esas multinacionales. De hecho, recuerdo el caso de que el premio Nobel a LeClézio fue el momento en que esa práctica se hizo más patente a ojos de los medios de comunicación en la imperialista metrópoli. Las librerías españolas llenaron sus escaparates (perdón, para usted: vidrieras) con traducciones editadas por Adriana Hidalgo, por Cuenco de plata, etc. Y eso nos sirvió a algunos para celebrar la emergente nueva horizontalidad del mercado del libro en español, para poner sobre el tapete lo que desde hace tiempo veníamos pidiendo y celebrando: esa realidad todavía conjetural de una república de las letras digitalizada donde todos los libros publicados en castellano estuvieran al alcance de un golpe de ratón en librerías virtuales que se sobrepondrían a las fronteras políticas. Infórmese antes de escribir, porque si anda buscando a un imperialista de la lengua vaya a buscarlo a otra parte, pero aquí se ha equivocado. Se ha equivocado tanto por los medios que frecuento (publico mucho más en el blog de Eterna Cadencia que en ningún medio parecido en España), como por los temas que trato, donde apenas de modo muy ocasional hablo, como hice en este caso, de escritores españoles. Aquí sí me dirijo directamente a usted, señora Ojeda: haga lo que hago yo, lea a autores de todos los países y hágalo de modo ecuánime, sin prejuicios. Y haga lo mismo con las traducciones, como yo hago. Ahora mismo, de hecho, estoy con una joya de Bresson que editó Edgardo Russo en Cuenco de plata. Creo que de ese modo se va a ahorrar ridículos en el futuro.

Y conviene, ya lanzados, esgrimir argumentos más sólidos. Como bien señala, las editoriales compran los derechos para todo el ámbito de la lengua. Entre otras cosas porque si no, no pueden ser comprados, ni es rentable adquirirlos como ya le he dicho. La dinámica del poder económico de una moneda u otra, que bien señala, no es responsabilidad de los editores españoles o mexicanos. Esos son fenómenos contextuales. Fenómenos que, por otro lado, como traductora que es, habrá podido comprobar que están facilitando operaciones muy interesantes. ¿Por qué cree que tantos editores están lanzando nuevas traducciones de libros ya traducidos, en muchos casos con buenas versiones, en mercados locales hispanoamericanos? Porque la pujanza del euro hace que las ediciones españolas sean muy caras y sale más rentable asumir los costos y vender ejemplares más baratos y asequibles para el público local. Y, aún así, cuando sucedió de modo distinto las prácticas editoriales no fueron tan diferentes. Acaso venga al caso tratar de recordar la ingente cantidad de traducciones que se hicieron en Argentina durante la paridad peso-dólar, cuando el turismo argentino de clase alta y medio-alta abarrotaba los shoppings de NYC o los museos de Europa. En ese momento era verdaderamente ventajoso ir con la chequera a la feria de Frankfurt y adquirir derechos de todas las lenguas que uno quisiera, y con contratos universales. Pero, misteriosamente, eso no sucedió. En medio de la efusión económica, cuando corrían los dólares por Corrientes, el mercado editorial argentino no hizo nada para mejorar su posición dentro del relativamente inestable mercado del libro en castellano. En cambio, fue tras la crisis del 2001 cuando eclosionaron sellos independientes, con nuevos modos de enfocar el espacio y el negocio literario, los que propiciaron unos de los momentos más interesantes de la literatura argentina, y de las traducciones hechas en y desde Argentina, que jamás se haya visto. Quizás va a ser otro el problema al respecto y no una cuestión de la pujanza de una divisa. Pero estoy de acuerdo con Ojeda en un punto: a los autores foráneos se los lee como se los lee por motivos crematísticos. Con prejuicios fundamentados en cuestiones económicas, es irrebatible. Pero justamente a la inversa de lo que parece querer dar a entender.

Sobre el desatino de justificar una traducción que deforma el original hasta hacerlo irreconocible en aras de un ejercicio de resistencia hay poco que añadir. Quizás se trate más de un problema de perspectiva: a mí me interesan los puentes, a usted las barreras. Con puentes no se hace resistencia, para eso hace falta encerrarse y no permitir el paso de nada. Quizás haya algo peor que las medidas aduaneras de los K: el cerrilismo intelectual. A mí, puestos a analizar los flujos culturales, me interesa más pensar en la labor de los emigrados españoles para dinamizar la industria editorial argentina y producir ediciones económicas que se difundieron por todo el ámbito hispanohablante frente a la elitista escena anterior a su llegada, o interpretar la importancia de figuras como Jorge Álvarez, que fue montando sellos editoriales y discográficos a cada lado del Atlántico y enriqueció con su labor la cultura de ambos continentes, o releer la trayectoria del mencionado Marcelo Cohen, que se fue a España de turismo para sorprenderse como exilado y regresó a una Argentina en plena crisis económica y es, acaso, una de las personas que más sabe sobre ese oficio en segundo plano que es la traducción. Pero, lo que más me llama la atención de las ideas que dispara en el texto es la idea de «resistencia». ¿Resistencia respecto a qué? Un traductor tiene pocos encargos, la industria editorial en la que se mueve genera poca plata y llegan muchas traducciones, mejores o peores, desde otro país y lo que hace es agarrar al pobre Aimé Cesáire y su mundo de Martinica y convertirlo en porteño como un acto de resistencia. ¿Cómo puede resistirse el pobre Cesáire a eso? ¿Por qué la paga él? Es tan absurdo y arrogante como gesto que me ruboriza sólo tener que desactivar dicho argumento. Borges, que fue un traductor infiel (y muchas veces meramente nominal porque las traducciones las hizo doña Leonor), defendió la validez de todas las traducciones de las Mil y una noches, porque cada una aportaba algo al original, e incluso llegó a deformar fatalmente algunos textos para hacerlos propios, como el caso de Bartleby, pero, ¿lo hizo por «resistencia»? No he leído las traducciones que pueden hacerse de ese modo, pero intuyo que deben ser problemáticas. Por un lado, no sé si los que contratan van a dejar al traductor ejercer una resistencia a través de un encargo por el que le pagan, por otro lado no sé si la resistencia consista en proteger la lengua de destino y no la de origen. Walter Benjamin, que algo escribió sobre la traducción, abogaba por la permanencia de marcas de la lengua de origen, por lo que la traducción debe sonar extraña, incómoda, en la lengua de destino, porque es ahí donde se perpetúa ese resto intraducible del original que debe, también, hacerse patente al lector de la traducción aunque no pueda leer el texto en la lengua en que fue escrito. Permítanme no extenderme mucho más sobre este punto y reconducir el debate a la lectura de Las vasijas quebradas de Andrés Claro, un monumental libro de más de mil doscientas páginas sobre la traducción que lanzó la Universidad Diego Portales hará ya unos años que explica muy bien estas y otras ideas. La traducción, como elemento de resistencia de la lengua de destino, no parece tener demasiado hueco en esas escasas mil y pico páginas. Porque no tiene demasiado sentido proteger una lengua mediante un texto que es ajeno a ella.

Tengo más dudas en todo caso. Por ejemplo, saber cómo se califica en tal caso una traducción al castellano hecha en México o Perú, con sus modismos locales. ¿También es imperialista? ¿Son buenas o malas en tal caso? ¿Son ejercicios de resistencia local frente al imperialismo español que pasan a ser incómodas traducciones en las librerías argentinas? Yo soy plenamente partidario de los usos locales, entre otras cosas porque creo que todo lector español «traduce» el texto de un mexicano, y un peruano el de un uruguayo, y un chileno el de un hondureño, etc. O sea, que la traducción es un hecho consustancial a la práctica del uso del lenguaje y de la lectura. Lo que sucede es que en todo este mercadeo no puede olvidarse que tras el texto hay un autor, y que sobre el título del libro aparece el nombre de esa persona, no la del traductor, que aparece debajo y en letra más chica. Será más o menos justo, pero es lo que hay. Un texto pasa a través de un traductor, pero sigue siendo del autor. Al menos legalmente.

Acaso sea esa, y ya cierro, la verdadera discusión que merece la pena mantener: la función del traductor. Una función problemática, porque se cruzan dos realidades muy complejas y divergentes. Por un lado el hecho de que son trabajadores frecuentemente mal remunerados y poco reconocidos, cierto, (aunque conviene no olvidar que la de traductor, como la de editor, son profesiones que exigen de una humildad a prueba de bombas, porque salvo cuatro profesionales del medio nadie más repara en tu trabajo, uno sabe eso cuando se mete en esta brega), por otro lado está el hecho, frecuentemente olvidado, de que un traductor ha sido ensalzado como una herramienta de difusión cultural, cuando en realidad es una pieza de un cadena de sometimiento a través de la cultura. Los traductores son, de modo involuntario pero lo son, las cabezas de puente de una cultura invasora. Y lo son, además, porque los traductores en raras ocasiones trabajan con lenguas sometidas, sino que, por el contrario, lo hacen con culturas hegemónicas. ¿Cuántos traductores difunden la literatura yanomami? ¿Cuántas traducciones del malayo se encuentran en una librería? ¿Es posible leer hoy en español mucha literatura de Zimbabue? Los traductores que trabajan, mal pagados y poco valorados, lo hacen con lenguas de poder en la práctica totalidad de los casos, ¿eso los convierte en imperialistas? Estaremos de acuerdo en que afirmar eso es bastante retorcido. Pero, por otro lado, negar cómo se producen los circuitos de la traducción no lleva a otra cosa que engañarnos. Al final, un traductor es un trabajador, y debe seguir las indicaciones de quien lo emplea. Lo que sucede es que, como en todo servicio que uno paga, el empleador quiere dejar en manos del empleado la mayor cantidad de trabajo posible, y eso incluye que el francés de Montaigne, el alemán de Nietzsche o el inglés de Shakespeare, etc., suenen iguales a la lengua que hablamos en la casa de cada uno.

***

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