El lector modelo

Jueves 03 de setiembre de 2015
Cada libro crea un autor modelo al igual que un lector modelo.
Por Luciano Lamberti.
Esta es la historia de un fracaso. El protagonista del fracaso soy yo, como no podía ser de otra manera, y la cuestión tiene que ver con un libro que intenté leer y no pude. Las constelaciones oscuras, se llama el libro, y es la segunda novela de Pola Oxariaxac, que con Las teorías salvajes había causado un pequeño revuelo en el mundillo literario local y cosechado elogios de voces tan autorizadas como las de Ignacio Echeverría o Ricardo Piglia. No leí esa primer novela por misteriosos motivos, y cuando pude acceder a la segunda tenía infinitas ganas de ver cómo escribía esa chica. La historia era prometedora; las primeras páginas, ubicadas atrás en el tiempo, también lo eran. La prosa es extraña pero divertida. Se nota que la autora es inteligente. El libro tiene todo para ganar, pero después de varios intentos decidí dejarlo. Ya está, no puedo más.
No es el primer ni el último libro que voy a dejar a la mitad. Y la culpa no es del libro, por supuesto, sino pura y exclusivamente mía, que no logro conectar del todo con él. Me ha pasado con clásicos, con autores recomendadísimos, con verdaderas joyas. En muchos casos he retomado el libro meses o años después para darme cuenta de que sí estaba bueno, y de que mi estado anímico o la alienación fortuita de los astros en ese momento no me dejó verlo. Con eso trato de consolarme, cuando me pasa, y ahora, mientras el libro descansa cerrado en mi pecho, por lo menos por un tiempo, me pregunto porqué. ¿Por qué no soy capaz de leerlo? Y se me ocurre que una de las ideas que aprendí en las amarillentas aulas de Letras de la Universidad de Córdoba puede servirme.
En su Obra abierta (1962) el semiólogo italiano Umberto Eco (autor también de “una novela donde sale Borges como personaje”) establece de una vez y para siempre que cada libro crea un autor modelo, que nada tiene que ver con el autor real sino más bien con la configuración imaginaria de una voz narrativa, así como un lector modelo: un lector, digamos, platónico, ideal para el libro. El lector que el mismo libro genera, como un ectoplasma de Eusepia Palladino en pleno trance, y que una vez más nada tiene que ver con la persona de carne y hueso que, cómodamente tirada en su sofá, recorre símbolos negros con la mirada y logra, en el mejor de los casos, atravesar el papel para llegar a ese clase de conexión con el autor modelo que Stephen King llama “telepatía” y otros “el poder mágico de la ficción”.
Podemos imaginarnos, entonces, un lector modelo para este libro de Pola. Recostado en un sillón lo que se dice mullido, pasa las hojas una tras otra con un placer que solo este libro es capaz de darle. Mide un metro setenta y seis, pesa setenta y ocho kilos. Va al gimnasio dos veces por semana y a veces tres y a veces ninguna, aunque el gimnasio le hace bien, debería ir todos los días, es su oportunidad de salir, mover un poco el cuerpo, contrarestar con algo de violencia la pasividad en la que vive. El lector modelo de este libro es becario del Conicet: estudia las representaciones de la mujer en algunos libros escritos durante el primer peronismo. Cuando no está leyendo a Pola, el lector modelo lee esos libros, subraya furiosamente los momentos en los que aparece una mujer, anotando al costado del libro palabras clave como “puta”, “objeto”, “madre abnegada”, “Beatriz Sarlo”. Por ese trabajo le pagan un buen dinero, que el lector modelo utiliza para comer, vestirse, salir, ahorrar, comprarse revistas y libros sobre las representaciones de la mujer en distintas épocas y pasarse el día en pantuflas y pantalón de gimnasia gris, arrastrando de acá para allá tazas de te, de café, o el equipo de mate. El lector modelo sabe quién es Levi Strauss, Bourdieu o Foucault, y en caso de necesitarlo, pronuncia adecuadamente esos nombres. Lo que no sabe hacer es explicarle su objeto de investigación a una tía o a su abuela, que apenas terminaron la secundaria y la primaria, respectivamente, y fueron amas de casa toda la vida. El lector modelo podría hacer una tesis sobre los modos de representación de su abuela y su tía, pero su abuela y su tía no están representadas en ninguna parte, a lo sumo él debería representarlas, aunque no tiene idea en calidad de qué. ¿Cómo deberían ser representadas su tía y su abuela?, se pregunta el lector modelo. O más bien: ¿Cómo los escritores peronistas representarían a su tía y su abuela? ¿Son, su tía y su abuela, esencialmente peronistas? Pero ¿qué hace pensando en términos de esencias cuando en su facultad (Letras Modernas) le han machacado una y otra vez que las esencias no existen, por lo menos desde los años 60, o incluso desde antes, y que pensar así es no solo demodé sino hasta peligroso y corre el albur[1] de caer en sistemas mágico religiosos de pensamiento? ¿Está pensando él o es su falo pensando? ¿Está pensando él o es su educación cristiana, la parte más oscura de su vida, la que lo averguenza y de la que a veces se acuerda? ¿Qué le pasa últimamente? Eso, ¿qué me pasa?, se pregunta el lector modelo de esta novela.
Y mira el techo y la respuesta no llega nunca.
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[1] Perdón por esta palabra, hace años que quería usarla en alguna parte y vi la oportunidad en este caso y me tenté. Prometo solemnemente que no volverá a pasar.
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