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El cazador oculto

Una lectura de Un día en el extranjero, de Carlos Ríos (Puente aéreo).

Por Patricio Zunini.

Siempre es un placer leer a Carlos Ríos y una incomodidad reseñarlo. Sus nouvelles son alegóricas y laberínticas. Como dice Ezequiel Narcusse: «Carlos Ríos crea un universo de dobleces y falsas oposiciones, donde la tarea es menos contar una historia que levantar el cerco del mimetismo y hacer de la metáfora un enredo de figuras y referencias». Hay, sin embargo, una sensación de inminencia en el procedimiento: algo va a pasar cuando se revele —se rebele— la metáfora. Unos meses atrás, Ríos mostró los subrayados que hizo en El viaje, de Juan Manuel Torres (Conaculta). El primero decía: «Hace días que no llueve es una frase que se repite a menudo en lo que escribo. Es como si estuviera siempre a la espera de que el cielo se desplomase; como si desease que el cielo hiciese pedazos la tierra; como si la destrucción fuese mi último recurso, mi última apelación». Así, con la frase de Narcusse y el subrayado sobre Torres, hay que leer Un día en el extranjero (Puente aéreo).

El fiscal Mendoza está en el extranjero cuando recibe una llamada de su exmujer: debe volver cuanto antes porque la situación ha dado un giro drástico, sus enemigos entraron en la residencia y se llevaron todos sus papeles. Una historia que comienza de esta manera es inevitable vincularla a la figura de aquel fiscal que debió volver de España a Buenos Aires con urgencia: ¿es, entonces, Un día en el extranjero una sombra que se extiende sobre Alberto Nisman?

Si para Foucault la locura es un problema de sintaxis y para Vallejo el criminal se convierte en tal por violar la gramática, es razonable, pero no lógico, que el fiscal Mendoza se «enrede» en metáforas. La realidad es un renglón del que no hay que levantar el dedo.

No quitar el renglón del dedo ni el dedo de la extremidad ni la extremidad del cuerpo ni el cuerpo del extranjero es la consigna que van diciéndose, con el acento puesto en la lectura y verificación soterrada de los acontecimientos, los sesenta fiscales reunidos en una estructura circular que los organizadores construyeron, con cajones de manzana en el vestíbulo del hotel. Sin que nadie lo sepa, el fiscal Mendoza retiró su dedo del renglón y por eso la cadena de hechos precedentes se ha desdibujado.

La razón no es tan astuta como la pasión: los enemigos de la Justicia son insectos que se comen los expedientes, que borran la Memoria. A medida que la narración avanza, la animalidad ocupa más terreno: un asegurador es perro y cordero; el fiscal se escapa disfrazado de antílope. El extranjero es un lugar donde se suspende la lógica, o mejor: donde todo sentido debe descifrarse —Piglia comparaba al detective con un crítico literario—. «Aquel que ve lo invisible», dice Ríos, «es amo de lo visible».

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