Descartes

Martes 02 de junio de 2015
Qué se esconde en los cuadernos del escritor.
Por Virginia Cosin.
Encuentro al fondo de un cajón un viejo block, de cincuenta páginas, anilladas entre dos tapas de cartón rústico. En la portada hay una ilustración de Kovensky. El block es uno de esos que vendía la Papelera Palermo cuando todavía estaba en la calle Honduras, antes de que cerrara. Ahora recuerdo: me lo regaló el padre de mi hija para un cumpleaños, o un día de la madre. La ilustración es una cara medio deforme dibujada en tinta negra, no se distingue bien si se trata de una mujer o de un hombre. La persona sostiene (o se agarra) la cabeza con las dos manos. En la parte superior hay una leyenda, entre signos de exclamación: “¡No te angusties!”
No hay ninguna marca que indique la fecha en las notas que apunté en el block, pero calculo que deben haber sido tomadas hace unos seis o siete años.
Empiezo a pasar las hojas, una por una. La primera anotación es la receta de un budín o especie de flan. (Mezclar huevos, azúcar, canela, ralladura de manzana, budinera acaramelada, pasas de uva). No recuerdo haberlo hecho nunca.
La segunda es una nota para Lila, la señora que trabajaba en mi casa en ese momento, con instrucciones sobre los quehaceres domésticos de la semana. (Siempre tuve problemas para asignarle un nombre políticamente correcto a la persona que hace el trabajo de limpieza en la casa. La escritora norteamericana Lydia Davis tiene varios cuentos donde hay mucamas. Muchas veces son las protagonistas absolutas de la historia. Y las llama así: mucamas. O --para ser precisa-- esa es la palabra que eligió la traductora en lugar de su equivalente en inglés: maid).
En las páginas siguientes consigno una serie de actividades a realizar: la compra del cotillón para el cumpleaños de mi hija, que en ese momento debía tener cuatro o cinco años. Cuentas que tenía que pagar. Trámites pendientes.
Apuntes sueltos a partir de la lectura de Mudanza, un libro de poemas de Lucas Soares.
-La magia: escribir, sacar de la galera cosas que antes no existían / Dejar de ser niño: adivinar el truco de un mago.
Algunas hojas en blanco.
Después, una serie de transcripciones de anuncios clasificados de departamentos de tres ambientes en los barrios de chacharita, colegiales y Villa Crespo, donde ahora vivo.
Un fragmento de un cuento, que nunca publiqué y que, en las sucesivas correcciones, descarté:
Ahora están sentados en la cafetería de una estación de servicio, en algún punto equidistante entre Buenos Aires y Mar del Plata. Es de noche, tarde. Comen un sándwich. En otra mesa, un matrimonio con dos chicos: uno duerme enroscado en su silla. Hay un silencio sepulcral. El lugar está demasiado limpio, demasiado iluminado, como si alguien se ocupara de sacarle brillo a las cosas cada cuatro minutos. Las heladeras llenas de botellitas de colores. En el kiosco venden, además de golosinas y cigarrillos, revistas y cedés. Él dice: acá se termina todo. Cuando lleguemos a Buenos Aires, nada de esto va a haber pasado. Ella asiente. Ella no sabe qué fue lo que pasó durante esos tres días. Sabe que está apilando duelos. Ese cuerpo sobre el que ahora va a tirarse a llorar es apenas un embrión en gestación ectópica.
En las últimas hojas tomo nota de algunos datos biográficos de Kafka y de Katherine Mansfield, posiblemente para un taller que estaría preparando sobre Diarios íntimos.
Un poco menos de la mitad del cuaderno permanece impoluto, en blanco.
Conservo casi todos los cuadernos, diarios y agendas que escribo desde que tengo más o menos catorce años. No sé bien por qué lo hago. Si es una cierta vocación de archivista o de cartonera, si espero encontrar allí alguna clave oculta sobre mi pasado que el paso del tiempo me revelará en algún momento, o si fantaseo con alguna clase de posteridad.
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