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Cosecharás tu siembra

Una lectura del libro El hombre que plantaba árboles escrito por Jean Giono e ilustrado por Simona Mulazzani, con prólogo de José Saramago y epílogo de Joaquín Araujo (Duomo ediciones).

Por Coni Salgado.

elhombrequeAnte el paisaje el hombre imagina que ha sido la naturaleza la que ha puesto todo allí. Sin embargo, algunos ejemplos literarios, cuentan historias en donde el hombre es el responsable de la creación de una reserva natural de miles de kilómetros. Así sucede en el El hombre que plantaba árboles, escrito por Jean Giono (Provenza, 1895). Giono fue un hombre curioso y autodidacta. Publicó más de treinta obras; varias han sido destacadas piezas literarias.

En el volumen de Dumo Ediciones, José Saramago brinda una agradable introducción con referencias al protagonista del relato: «Elzéard Bouffier jamás existió, no es más que un personaje, hecho con los dos ingredientes mágicos de la creación literaria, el papel y la tinta con la que se escribe en él. Y sin embargo, se convierte en un conocido nuestro nada más leer la primera referencia que a él se hace, como si se tratara de alguien a quien estuviésemos esperando».

 

El libro se inicia con un párrafo más que interesante:

Para que el carácter de un ser humano desvele cualidades verdaderamente excepcionales, hay que tener la fortuna de poder observar su actuación durante largos años. Si dicha actuación está despojada de todo egoísmo, si la idea que la rige es de una generosidad sin par, si es absolutamente cierto que no ha buscado ninguna recompensa y que, además, ha dejado huellas visibles en el mundo, entonces nos hallamos, sin duda alguna, ante un carácter inolvidable.

La historia, narrada en primera persona, relata la experiencia de un hombre que emprende un largo viaje por los montes y penetra en la región de Provenza. Atraviesa el país buscando un clima de calma y se detiene a acampar junto a un pueblo abandonado. Sin conseguir agua para beber continúa su camino, cuando vislumbra a lo lejos la silueta de otro hombre. Se trata de un pastor de ovejas de pocas palabras, que le ofrece alimento y un lugar donde alojarse. Para la sorpresa del narrador, el hombre y su conducta despierta su atención y transmite paz. Decide quedarse unos días más para contemplar el paisaje y descansar. La sorpresa viene al descubrir aquello a lo que el pastor dedicaba todos los días de su vida, un rato.

Advertí que, a modo de cayado, empuñaba una vara de hierro gruesa como un pulgar, de un metro y medio de longitud. Fingí pasear a mi aire y seguí un camino paralelo al suyo. El pasto se hallaba en un pequeño valle. Dejó el reducido rebaño a cargo del perro y subió hasta el lugar donde yo me encontraba. Temí que fuera a reprocharme mi indiscreción, pero no fue así en absoluto. Seguía su camino y me propuso acompañarle si no tenía nada mejor que hacer. Se dirigía a doscientos metros de allí, a lo alto de la loma.
Una vez hubo llegado, empezó a clavar la vara de hierro en la tierra, abriendo agujeros en los que introducía una bellota: a continuación volvía a llenar los agujeros. Plantaba robles.

Los años pasan y, cada tanto, el narrador regresa observar al hombre que plantaba árboles. El tono del relato produce una extraña calma. Una sensación de que lo que se construye con verdadero sentimiento, merece la paciencia y templanza de los años.

Lao-tsé fue un filósofo chino que expresó una frase de gran sabiduría y recorrido universal: «Un viaje de mil millas comienza con el primer paso». Con este concepto parece desarrollarse el recorrido que el protagonista realiza durante su vida como escultor de bosques. Un poco de amor a aquello a lo que dedicás cada día para hacer que el planeta Tierra lo agradezca. El libro no se acerca ni un poco a un ejemplar de autoayuda, pero la historia no evita un mensaje agradable y profundo, sin ser forzado y con calidad literaria.

La convicción de que así como de la mano del hombre se destruye, es de esas mismas manos desde donde también se puede trabajar la tierra y construir un universo natural.

De alguna forma, la sensación que deviene al finalizar el último párrafo, es de profunda reflexión. En el mundo social, las personas suelen repetir: “Plantar un árbol, tener un hijo, escribir un libro...” Esta expresión se relaciona con tres acciones que el hombre debería realizar durante su vida para volverse pleno o sentir que toda su historia ha valido la pena. Se le da carácter de importancia, de aquello que se debe experimentar. De lo que no puede dejar de vivirse. Cuando se planta un árbol simbólicamente, por homenaje, recuerdo o representación de una lucha, la emoción suele invadir a los que participan en ese evento y contemplan el momento exacto en que las manos finalizan la tarea de acariciar la tierra que rodea las raíces. De agradable lectura, el libro se disfruta y fluye con la misma naturalidad con la que se desplazan los ojos expectantes a través de las páginas.

La historia escrita por Jean Giono, alberga en su desenlace, la esperanza de que no todo está perdido mientras en el mundo existan hombres como Elzéard Bouffier: el hombre que plantaba árboles.

Jean Giono (n. Manosque; 30 de marzo de 1895 - m. ibid.; 9 de octubre de 1970) fue un escritor francés, cuya obra novelesca se desarrolla en gran parte en el ámbito campesino de Provenza. Inspirada por su imaginación y su visión de la Grecia antigua, describe la condición humana frente a los problemas de la moral y la metafísica, y tiene una relevancia universal: Jean Giono no es sólo el escritor regionalista que se pudiera creer. Autodidacta, fue el amigo de Lucien Jacques, de André Gide y de Jean Guéhenno. Sin embargo se mantuvo al margen de los corrientes de la literatura de su tiempo. En vida fue considerado como uno de los escritores más grandes del siglo XX por autoridades como André Malraux y Henri Peyre.

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