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Un refugio, una pura conciencia va de la mirada a la reflexión, un murmullo que rebota.

Texto y fotos: Jorge Consiglio.

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El día fue tremendo por el aire, el calor, la luminosidad. Son las siete y media de la tarde. Bajo por Callao y me meto en La Ópera. Cambiaron las sillas. Ahora hay unas demasiado mullidas. Son butacones cifrados en la idea de intimidad. Fracasan. Es obvio. No hay salvación para estos asientos, pobre remedo de las buenas sillas, de esas que por su simpleza —por la representación del mundo que las respaldaba— parecían condicionar lo que se hablaba en las mesas.

 

Entro y revoleo la cabeza como si buscara a alguien, disparo una mirada sumaria que considere todo el local, incluso la barra. Es mi estrategia de llegada, mi forma de pasar del tráfago de la calle a la tranquila voluptuosidad del salón. Registro una mesa junto a una ventana. Del otro lado, Callao, la entrada del subte B, el 124 que viene de Villa del Parque y que dobla siempre muy abierto desde Corrientes. La ventana perfecta. También hay otra libre que da a la ochava. Esa parece el visor de un acuario. Maldita santa felicidad. Si dios es un manojo de buenas intenciones y un muñeco rotoso, queda el juego del deseo, la lectura y la mesa de los bares para afilar doctrinas primarias. No es poco.

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Ocupo la mesa que da a Callao. Pido café, agua. Una gentileza: tres galletitas dulces en un recipiente de loza blanco. Desensillo hasta que aclare: libreta negra, la última novela de Dimópulos, Le Breton, Bonnefoy. Y los anteojos, por supuesto. Y algo para escribir. Eso.

Un tipo ocupa una mesa en el centro del salón. Lleva auriculares blancos en las orejas y mueve las manos en el aire. Parece que acariciara a un gato, a uno mediano. Cada tanto se moja los labios con levité de pomelo. Es verano en Buenos Aires. No hay nadie en la ciudad; sin embargo, en Corrientes hay movimiento. La gente va y viene con la sensación de que la fiesta está en otra parte, en un lugar al que no fueron invitados. A mí me pasa otro tanto.

La iluminación es otro de los cambios que hubo en La Ópera. Empotraron focos dicroicos. Un fuego incandescente patina las caras, las mesas, los tickets de las consumiciones e, incluso, el reborde de los tostados. Hay un cuento de Gandolfo —se llama “Hilo amarillo”— que transcurre en esta confitería. La compara con uno de esos restaurantes de provincia, amplios y sombríos, en los que uno ve acercarse infinitamente al mozo. La imagen es la más adecuada. En La Ópera uno entra en una especie de trance. Se mete en el aura brumosa de su propia memoria. Esto pasa tanto en verano como en invierno. Da igual.

*

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