Bailar en una baldosa

Lunes 29 de junio de 2015
Un puño que se cierra en la espera.
Por Jorge Consiglio.
El pasado está a dos días del presente. Es sábado. Una lluvia fina esmaltó la ciudad: el asfalto brilla. Ahora el cielo es de cobalto. Son las diez de la noche y el aire está endurecido de frío. Él espera el colectivo en Libertador al 8000. Está bajo el techo de acrílico de la parada. No se mueve de su baldosa. Los autos pasan en un suspiro, cada tanto los detiene un semáforo. Una ráfaga de viento mueve los árboles.
Tiene las manos metidas en los bolsillos y la solapa de la campera levantada. Empieza a sentir frío. Es algo interno que crece como un fuego pero al revés. Sube y baja de la vereda a la calle. Da pataditas al aire, pero no se mueve de su baldosa. El colectivo no viene. Tararea una melodía insólita. Mezcla una canción conocida con otra inventada. Se corta de golpe cuando aparecen otras personas en la parada. Dos hombres, una mujer. Están en grupo. Son jóvenes y visten ropa de marca. Forman un triángulo compacto. Hablan fuerte, casi a los gritos. La chica tiene puesta la capucha de su abrigo. Hay algo metálico en la forma de su cara. Uno de los tipos —retacón, muy erguido— dice que el frío ataca primero los pies y la nuca. Habla en español, pero por momentos, se desliza naturalmente a un inglés fluido y coloquial, como el de las personas que vivieron por períodos largos en EEUU. El colectivo no viene y los cuatro están en ese refugio de Libertador. Al grupo no le importa la demora, pero él se impacienta. Hay un desequilibrio: por una parte el triángulo políglota; por otra, el hombre solo. No se trata de una puja de fuerza; es, más bien, una cuestión de ánimos. La tensión crece cuando uno de los tipos saca una petaca. Se la pasan de mano en mano. La chica bebe confiada y cuando lo hace —vuelca hacia atrás la cabeza— se le sale la capucha y queda al descubierto una cabellera abundante. También se le ve con mayor claridad la cara. Un concierto cuyo quid es la nariz respingada.
Lo cierto es que el colectivo no viene. La petaca da tres o cuatro vueltas al grupo. Los enciende. Ahora están menos rígidos que al comienzo. Él, que llegó un rato antes a la parada, se mueve pero casi no salió de su baldosa. Los otros se expanden. Son un virus, una pandemia. El viento dejó de ser una amenaza; es una provocación: despeina, empuja, corta. Con el paso del tiempo todo empeora. Él, que ya no puede más, ve un colectivo que no es el que tiene que tomar. Extiende el brazo. Sube. Ocupa cualquier asiento. Se aleja de algo de lo que ni siquiera estuvo cerca.